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Polémica terminable e interminable o sobre la filosofía como lucha de clases

Fuentes: Rebelión

Hace años que el autor de este blog, junto con otros compañeros cercanos a él, mantiene una polémica con Carlos Fernández Liria, Luis Alegre Zahonero y Daniel Iraberri sobre una serie de cuestiones entre las cuales destaca la del Estado. Nuestros interlocutores sostienen a este propósito la necesidad del Estado y la independencia de éste […]

Hace años que el autor de este blog, junto con otros compañeros cercanos a él, mantiene una polémica con Carlos Fernández Liria, Luis Alegre Zahonero y Daniel Iraberri sobre una serie de cuestiones entre las cuales destaca la del Estado. Nuestros interlocutores sostienen a este propósito la necesidad del Estado y la independencia de éste respecto de la sociedad de clases. El Estado, para ellos respondería a una necesidad antropológica y a una exigencia de la razón y no a la contingencia histórica de la sociedad de clases y, en concreto, del capitalismo. Para ellos, antes y después del capitalismo, el Estado es necesario, pues es el único medio que permite en general la coexistencia de las libertades de los individuos mediante una limitación jurídica de las libertades de cada uno de ellos, Su defensa de la necesidad del Estado se basa en el presupuesto de un pesimismo antropológico que comparten con Hobbes y con el pensamiento político reaccionario y que sintetizan en un eco inequívoco -aunque tal vez inconsciente- de De Maistre, Donoso Cortés o Carl Schmitt en la idea de que el «pecado original» -en que se fundamenta la hostilidad recíproca de los individuos o, cuando menos, su limitada racionalidad, y que no los hace aptos para al autoorganización- hace permanentemente necesario el Estado.

Al margen de ideas teleológicas como el pesimismo o el optimismo antropológicos, no puede negarse que la debilidad del individuo humano respecto de las demás fuerzas de la naturaleza y la limitada racionalidad que la mayoría de los humanos exhibimos en nuestros actos no haga necesario que los individuos unan sus fuerzas para vivir bajo una ley común (hasta el punto que la propia existencia humana resulta inconcebible fuera de una sociedad y una comunidad política y jurídica). Tampoco cabe negar, precisamente porque quienes defendemos estas tesis materialistas somos ilustrados, que la participación en un todo social, al potenciar en general al individuo frente al resto de la naturaleza, también potencie su racionalidad o al menos, le permita vivir bajo un orden racional exterior propio del conjunto de la comunidad política.

Esto, sin embargo, no coincide de ninguna manera con la necesidad permanente de un Estado, al menos si nos atenemos al sentido de este término en la tradición de la filosofía política moderna. Para el materialismo político de línea marxista, la existencia de una soberanía que pretende trascender a la comunidad política e imponerle su norma no es una realidad, sino la representación necesaria que el derecho común de una sociedad adopta cuando esta sociedad está dividida. En una sociedad de clases, y en particular en la capitalista, la división en clases no aparece nunca como tal sino como el reparto natural de las distintas funciones sociales (como en la ideología feudal) o, en el capitalismo, bajo la forma imaginaria (ideológica) de una separación entre el soberano y la multitud. La tradición que definimos como materialista en el ámbito de la filosofía y del pensamiento político y que puede representarse como una línea que parte de Maquiavelo, que incluye la desconstrucción maquiaveliana de la metafísica por parte de Spinoza y llega hasta Marx y algunos marxistas, afirma sobre esta cuestión que 1) el Estado, como realidad separada de la sociedad civil es un constructo imaginario, 2) que el Estado como constructo imaginario es el resultado del funcionamiento de una serie de aparatos de dominación nada imaginarios sino perfectamente materiales que Althusser denomina «aparatos ideológicos y represivos de Estado», 3) que el Estado es el resultado de una correlación de fuerzas en el seno de la multitud, por la cual el soberano logra hacerse obedecer y se presenta para ello como un mando «legítimo» ante los sujetos-súbditos producidos por el funcionamiento de los mencionados aparatos, 4) que esta representación ideológica del Estado como realidad separada de la sociedad civil responde a una característica exclusiva y esencial del capitalismo como único régimen de producción en la historia de la humanidad que separa -por motivos necesarios a su funcionamiento- la dominación político-jurídica de la extracción de excedente, mediante la representación -correlativa a la del Estado separado- de una esfera económica autorregulada, 5) que lo que permite pensar la esfera económica como una realidad separada -y la esfera política como una realidad trascendente- es la representación fetichista de las relaciones sociales como relaciones entre individuos propietarios. La propiedad se opone así, como fundamento de la política y del derecho a una concepción de la política basada en la idea de una potencia común expresada en un derecho común y en la salvaguarda de bienes y medios de producción comunes, en una idea de la política basada en el comunismo. Como se puede apreciar, estamos ante la oposición de una serie de tesis filosóficas -y de posiciones políticas- incompatibles.

Aunque algunos compañeros que se autodenominan «kantianos» no lo quieran reconocer, la filosofía es un campo de batalla (Kampfplatz la llama Kant). Nuestros amigos piensan que no les damos la razón porque tenemos mala voluntad o que el problema es que «no nos explicamos bien». No es eso, en absoluto. En filosofía, simplemente, no existe la verdad. En filosofía se pueden mantener mediante argumentos formalmente correctos posiciones prácticamente adecuadas o inadecuadas, pero no se produce una verdad como en las ciencias. Y es que en las ciencias, existe un acuerdo previo sobre el objeto, pues las ciencias tienen un objeto, mientras que en filosofía, lo constitutivo es precisamente la imposibilidad de un acuerdo sobre el objeto, el constante desencuentro. Es lo que resumía Althusser afirmando que «no hay comunicación filosófica». Quien cree en la «comunicación filosófica», piensa que es posible siempre, mediante argumentos, llegar a una verdad común y que, si sus interlocutores no lo hacemos, es porque tenemos mala voluntad. No es así, no es una cuestión de mala voluntad sino de «otra voluntad». Ocupamos -y defendemos- otra posición, que, por cierto, nos parece abrir un espacio mayor de libertad para el conocimiento científico y para la acción ética y política que la que sostienen nuestros interlocutores. Por eso nuestra posición no nos resulta indiferente, sino que la consideramos preferible.

Salvadas las distancias, ocurre aquí lo mismo que en la teoría del enemigo de Carl Schmitt, para la cual el enemigo (que se integra en el par amigo-enemigo constitutivo de la polaridad política) no es ni un canalla, ni un criminal, ni feo, ni malo. Efectivamente, la polaridad amigo-enemigo es la polaridad propia de lo político, su distinción característica, mientras que las demás pertenecen a la ética, al derecho, a la estética, etc. La enemistad tiene así su propia dignidad y quien considere a su enemigo bajo las otras polaridades está realizando una amalgama perfectamente ilegítima, la amalgama, por cierto, que permite situar al enemigo fuera de la humanidad y exterminarlo. El problema es siempre quien, desde un punto de vista tanto epistemológico como práctico intenta monopolizar el punto de vista de lo universal, de la Humanidad y de la Verdad. Para él, su interlocutor tiene solo dos posibilidades: 1) estar en realidad -«en el fondo»- de acuerdo con él, con lo cual la discusión filosófica se reducirá a una pedagogía (de ahí el tono «perdonavidas» de nuestros actuales interlocutores» que nos piden que «nos expliquemos mejor», no porque no puedan entender lo que decimos, sino porque no conciben que se pueda estar en irreductible desacuerdo con ellos) o 2) ser un canalla si no se deja uno convencer, pues con esa actitud estaría uno mostrando su exterioridad a la Razón e incluso a la Humanidad y su cercanía al «fascismo». Por estas inevitables consecuencias epistemológicas, éticas y políticas de la posición de nuestros adversarios, algunos consideramos preferible situarnos en una concepción de la filosofía que no la ve como la paz universal de los seres racionales, sino como práctica del antagonismo en la teoría, o, si se quiere, «lucha de clases en la teoría».

Blog del autor: http://iohannesmaurus.blogspot.be/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.