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una lectura crítica de "Sociofobia" de César Rendueles

Política contra automatismos

Fuentes: eldiario.es

Lo que puedes leer abajo son los apuntes que redacté para la presentación de Sociofobia el jueves 3 de octubre en La Tercera junto a Belén Gopegui y César Rendueles. Es algo pensado para ser contado y escuchado pero creo que se deja leer bien. Eso sí, me temo que es terriblemente largo para los […]

Lo que puedes leer abajo son los apuntes que redacté para la presentación de Sociofobia el jueves 3 de octubre en La Tercera junto a Belén Gopegui y César Rendueles. Es algo pensado para ser contado y escuchado pero creo que se deja leer bien. Eso sí, me temo que es terriblemente largo para los estándares de la Red. Pero decir algo no banal sobre el libro de César creo que requiere un poco de tiempo, espacio y atención. Puedes imprimir o leer el texto en PDF aquí. Fue un auténtico gustazo debatir con César, con Belén y con el público en la sala sobre lo que cada cual expuso en torno al libro en una presentación que no fue la convencional de palmada en el hombro y puro agasajo.

La política: convivencia y acción

He dividido mi intervención en dos partes. En la primera, voy a comentar uno de los hilos del libro que más me ha interesado e interpelado. No se tratará de un resumen, sino de una interpretación, es decir, no es exactamente lo que piensa César sino lo que a mí me ha dado qué pensar. En la segunda parte quería plantear cinco dudas, preguntas y calas críticas sobre algunos desarrollos para seguir pensando juntos la pregunta que está en el fondo del libro: en qué puede consistir hoy una política de emancipación.

Arranco con la siguiente cita de la filósofa Hannah Arendt: «Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos se ha recomendado tanto que la mayor parte de la filosofía política desde Platón podría interpretarse fácilmente como los diversos intentos de encontrar bases teóricas y formas prácticas que permitan escapar de la política por completo».

Escapar de la política, ¿de cuál? No estamos hablando de la política de los políticos precisamente. Una definición más adecuada podría ser la siguiente: la política consiste en la práctica de hacernos cargo en común de los asuntos comunes. Podríamos distinguir dos dimensiones de ese «hacerse cargo». Por un lado, la invención de formas de con-vivencia (vivir juntos) en el elemento humano de la diferencia. Es decir, cuando el otro no es como yo, ni lo he escogido yo (como escogemos, por ejemplo, a nuestros amigos) y ni siquiera me gusta un pelo. Por otro lado, la invención colectiva del porvenir. Es decir, cómo poner el destino en nuestras manos (y no delegarlo). Es el problema de la acción.

¿Por qué buscamos «escapar de la política por completo»? En la cita de Hannah Arendt se utiliza una palabra que puede darnos una pista (y que es una palabra clave en el ensayo de César): fragilidad. Los asuntos humanos son frágiles. ¿Por qué, en qué sentido? Por un lado, son frágiles porque la vida de cada cual no empieza y acaba en cada cual, sino que está entrelazada necesariamente con la de los demás (y los demás, recordemos, no son como yo ni como a mí me gustaría que fuesen). La autosuficiencia es una ilusión, dependemos unos de otros y nos necesitamos unos a otros. Por otro lado, son frágiles porque la acción humana siempre es impredecible e irreversible. No hay ciencia de la política, a la hora de actuar nos apoyamos siempre en saberes fragmentarios y provisionales.

Pues bien, al parecer esta fragilidad es superior a nuestras fuerzas. Paradójicamente: no tenemos fuerzas para tanta fragilidad. Entonces buscamos ansiosamente una solución para los problemas entrelazados de la convivencia y de la acción (y que juntos forman el problema de la política). Podemos entender el termino «sociofobia» precisamente como el deseo de liberarse de una vez por todas de la fragilidad de la política, del vivir juntos y de la acción.

Hannah Arendt dice que podemos entender toda la filosofía política como el intento de encontrar «bases teóricas» y «formas prácticas» que den carpetazo (por fin) al engorro de la política. En efecto, desde el Rey-filósofo de Platón hasta la «administración de cosas» que según el marxismo sustituiría a la política después de la revolución, se han ofrecido mil remedios para el «mal» de la política. El que se analiza críticamente en este libro se llama ciberfetichismo.

La puerilización del pensamiento político: el ciberfetichismo

Podemos desglosar al menos dos sentidos posibles del término «fetichismo»: por un lado, es la creencia en el poder y la influencia mágica de algo (el fetiche). Por otro, es un producto sin proceso. Este sería el significado del «fetichismo de la mercancía» según Marx: el capitalismo nos hace ver un resultado (la mercancía en el escaparate) pero tapa lo que hay detrás (el proceso de trabajo real). Nos quedamos en la superficie y la apariencia. Vemos el producto, no el proceso.

Ahora podemos aproximarnos mejor al significado de «ciberfetichismo». Ciberfetichismo sería la ideología que nos propone una solución a los problemas de la convivencia y de la acción. Esa solución es Internet. Según el ciberfetichismo, por un lado, Internet nos permitiría una sociabilidad fácil y cómoda, sin costes ni demasiados compromisos, un vivir juntos sin conflictos ni fricciones. El otro está y no está cuando yo lo deseo: me conecto y me desconecto. Por otro lado, Internet nos libraría supuestamente del problema de la acción, porque produce automáticamente ciudadanos activos, es decir, críticos, es decir, políticos.

La mala noticia que nos da este libro es que todo esto es un espejismo (una palabra que le gusta mucho a César y que da nombre a su blog: «espejismos digitales»). Internet no soluciona ni el problema del vivir juntos ni el problema de la acción colectiva porque ambos requieren de relaciones y compromisos duraderos e Internet no los produce automáticamente. Vivir juntos no es conectarse y desconectarse. Porque en la vida del mundo de los átomos no siempre se puede hacer un «fork». Porque una cosa es «hacer cosas juntos y otra hacer cosas a la vez».

Por otro lado, Internet tampoco nos libra del problema de la acción porque no hay arquitectura, diseño, método o formalismo que, repitiéndose y replicándonse por todos lados, cambie por sí mismo la sociedad y el mundo. El ciberfetichismo reduce la política a técnica e ingeniería social y esto tiene al menos tres problemas muy serios: 1) implica que debe gobernar o mandar el que sabe (el ingeniero, el científico social que diseña el método o el formalismo); 2) nos hace olvidar que en política, para que algo tenga algún valor, tiene que haber necesariamente un trabajo de (re)creación. No sólo copia mímica, no sólo reproducción en serie de un modelo o prototipo, no sólo producto sino también proceso, un trabajo constante de (re)elaboración, (re)apropiación y transformación. Un método puede ser en todo caso un punto de partida (y hay mucho que pensar y experimentar sobre ello), pero nunca una solución: la confusión entre punto de partida y solución es un efecto de la ideología ciberfetichista. Y 3) presupone una visión mecánica del mundo donde, como se ha escrito, «se puede dominar, programar y determinar el ser humano y la vida, la sociedad y su devenir». Y esto deja fuera el material básico de la política: lo que no sabemos, lo que no funciona, lo que no encaja, lo incalculable, lo impredecible, lo incontrolable, lo que nos opone resistencia. En dos palabras, «la fragilidad de los asuntos humanos».

El ciberfetichismo es una expresión más de la puerilización del pensamiento político. Un pensamiento político pueril es el que nos vende una solución en lugar de invitarnos a pensar un problema. Es la propaganda, el agit-prop o el marketing: vender una solución, seducirnos con una receta. Un pensamiento que no nos requiere ningún trabajo o elaboración: sólo adhesión. Y que por tanto no emancipa, sean cuales sean sus contenidos. Un pensamiento que niega la realidad o la empobrece.

Hasta aquí algo de lo que el libro de César me ha dado qué pensar. Creo que está muy bien poner estas críticas encima de la mesa e interrogar algunas palabras que se han vuelto desgraciadamente fetiches o palabras-solución: cooperación, proceso, comunidad, participación, etc.

Cinco calas críticas

A partir de ahora, planteo cinco preguntas, dudas o críticas que me surgen con algunos aspectos del libro.

La primera sería sobre la historia y los contornos de la ideología ciberfetichista. No están nada claros. Es más, no hay ni una sola cita de un autor de la ideología ciberfetichista, lo que resulta sorprendente en un libro que pretende su refutación. ¿Quiénes son los ciberfetichistas? ¿Con quién está discutiendo César? Es un poco misterioso. Uno llega a pensar en la famosa «falacia del hombre de paja»: inventarse los argumentos del adversario para luego vapulearlo a placer. Pero consideremos mejor que este libro no quiere discutir con nadie en concreto, sino más bien con un «se dice». Esto es, con estereotipos, consignas y respuestas automáticas que están en el ambiente y «se dicen». El problema es que sin las precisiones necesarias corremos el riesgo de aplanar realidades heteróclitas y perder finura en el discurso poniéndonos las cosas demasiado fáciles.

Pienso en concreto en los mundos del copyleft, el ciberactivismo o los «bienes comunes» que según César están «contaminados» de ciberfetichismo (y que son, yo supongo, los que le preocupan, no tanto el ciberfetichismo de Steve Jobs o Bill Gates). César afirma por ejemplo que en el movimiento copyleft las licencias jurídicas funcionan como un fetiche-solución y se pasan por alto las cuestiones del acceso a la información, la «calidad» de los contenidos o los remuneración de los trabajadores culturales. Pero ¿con quién se esta discutiendo? ¿Con Enrique Dans, con Traficantes de Sueños…? No hay ninguna distinción entre la versión «liberal» y la versión «radical» del copyleft o los bienes comunes. O en el caso del ciberactivismo, ¿quiénes serían los activistas digitales que piensan cambiar el mundo desde la comodidad de sus teclados? ¿Change.org, Hacktivistas, David de Ugarte, Margarita Padilla? Y además, ¿no ha evolucionado muchísimo el discurso ciberactivista desde (pongamos) la «Declaración de independencia del ciberespacio» de John Perry Barlow (un texto utópico y pionero que retrospectivamente es fácil tachar de «ingenuo»)?

El copyleft, el ciberactivismo y el discurso de los bienes comunes no son bloques homogéneos (que sólo podemos criticar desde fuera), sino más bien «campos de tensiones» o terrenos abiertos de experimentación teórica y práctica donde podemos encontrar diferentes posiciones (y conflictos y complicidades entre ellas). Sin precisiones, distinciones y un poco de historia, perdemos la posibilidad de construir conversaciones, de encontrar interlocutores y alianzas, personas y colectivos que están planteando hace años problemas similares desde dentro.

Mi segunda pregunta sería por qué contraponer vínculos duraderos y vínculos débiles. Una vez disuelto el espejismo de que un contacto en Facebook es lo mismo que un amigo, una vez distinguido el tipo de cooperación necesario para desarrollar Wikipedia y el tipo de compromisos que exige cuidar a los hijos, ¿por qué contraponerlos? ¿Por qué desechar los vínculos débiles (basados en la operación conexión-desconexión)? ¿Por qué un «o» y no un «y»? Las iniciativas más sólidas y duraderas que he conocido consisten en una combinación de «relaciones densas y permanentes» y de «relaciones anónimas y discontinuas». Está muy bien no confundirlas, pero ¿por qué oponerlas? Un proyecto cualquiera necesita siempre de lo que solemos llamar «núcleo duro» donde efectivamente las relaciones son densas y permanentes, los compromisos fuertes y estables. Pero no sólo. Requiere también de aportaciones puntuales, de engarces momentáneos, de colaboraciones ocasionales (muchas veces de desconocidos), de gente que entra y sale (y en ese entrar y salir mueve las cosas, hace circular los saberes y las informaciones). Unas veces uno está en el «núcleo duro» de un proyecto y otras mil veces uno se conecta y desconecta cómo y cuando puede. Es un error grave desechar esa aportación o verla como «parasitismo». Y no digo «grave» por exagerar, sino porque uno de los desafíos políticos más serios que tenemos por delante es precisamente inventar formas y espacios políticos habitables por cualquiera (y no sólo para especialistas, militantes o activistas). Desgraciadamente, las formas y espacios que tenemos (por ejemplo, las asambleas), por muy presenciales y analógicas que sean, no saben qué hacer con la diversidad que las puebla (diversidad de situaciones de vida y hábitos, de modos de expresión y relación) y finalmente se vacían. En todos los planos, necesitamos urgentemente aprender a combinar las dos cosas (ni confundidas ni contrapuestas): relaciones densas y permanentes, relaciones anónimas y discontinuas. Poner una «y» en lugar de una «o».

La tercera duda o crítica es sobre el término mismo de «sociofobia», una duda más abstracta o histórica quizá. A mí, como sé que le pasa también a César, me fascina el pensamiento reaccionario. Hace ya años organizamos un número en la revista Archipiélago sobre el tema y César colaboró con un gran artículo sobre el pensamiento reaccionario en la novela negra. Hay entre los autores reaccionarios una lucidez muy inquietante, un «realismo» muy oscuro pero también estimulante para pensar. Pues bien, curiosamente lo que los reaccionarios y contrarrevolucionarios han reprochado siempre a los revolucionarios ha sido su «sociofobia».

Reaccionarios como De Bonald o De Maistre explican que la vida en el Antiguo Régimen era «muy humana», que las comunidades aldeanas eran comunidades «de verdad», que en el mundo tradicional había un sentido muy extendido de la honestidad, de la reciprocidad y de las obligaciones sociales que alcanzaba incluso a los «señores» que, lejos de ser simples «parásitos explotadores», constituían toda una red de contraprestaciones y obligaciones mutuas vasallo-señor, etc. (Todo ello a condición por supuesto de poner entre paréntesis la cuestión del poder.) Para estos pensadores reaccionarios, la Revolución Francesa fue fruto de la rebelión del «individuo desafiliado» (anónimo, sin antepasados, sin tradición, sin religión, sin comunidad) contra el vínculo social y la autoridad común. (Todo esto lo cuentan muy bien filósofos como Cornelius Castoriadis o Jacqués Rancière)

Y más o menos las mismas cosas se han dicho después de las rebeliones de los obreros, las mujeres, los negros o los homosexuales (y hace muy poco de Mayo del 68). Por eso pienso que tal vez merezca la pena especificar mejor el término «sociofobia». No estamos ante una pelea con dos contendientes: capitalismo y vínculo social. Hay que precisar qué tipo de vínculo queremos, de qué materiales está hecho, porque un vínculo denso y permanente puede estar hecho perfectamente de desigualdades, silencios y expulsiones.

César dice que el capitalismo «nos ha apartado de la norma antropológica» y que la política debe «reconciliarnos con las fuerzas antropológicas profundas». Esta fundamentación de la política en una antropología o naturaleza humana me parece muy problemática. Pienso que la acción política no nos «reconcilia» con ninguna norma antropológica, sino que más bien crea nuevas posibilidades de lo humano (más igualitarias, justas y cooperativas, pero tan artificiales como las demás). Y en ese sentido no creo que los reaccionarios se equivocasen al considerar a los sujetos y a los movimientos revolucionarios como «monstruos», «locuras» o «quimeras»: no hay antropología política, en todo caso la política es creación antropológica (de formas de vida).

La cuarta cuestión es la discusión entre Walter Benjamin y Pier Paolo Pasolini que se plantea al final del libro. Ese diálogo imaginario es muy sugestivo. No hace falta conocer a los autores. Benjamin representa en el diálogo una consideración de la naturaleza ambivalente de la experiencia del presente. Registra la «volatilidad» del sujeto consumista, pero también por ejemplo su capacidad para «habitar la inseguridad y la incertidumbre» (que son finalmente el suelo de lo humano). Pasolini, el Pasolini de los Escritos Corsarios o las Cartas Luteranas, al final de su vida, representa por el contrario un diagnóstico sin ambivalencias del presente: con un solo color, el negro.

Son fascinantes estos dos libros de Pasolini y rebosan amor por todas partes. Es una crítica del presente movida por el amor, el amor que sentía Pasolini por las formas de vida pre-industriales: los jóvenes de las barriadas, los dialectos, la cultura de la pobreza, el lenguaje de las cosas (cuando no eran tan sólo bienes de consumo), el artesanado, el mundo campesino, etc. Pasolini ama tanto todo aquello que se rebela desesperadamente contra su aplastamiento en y por la sociedad de consumo (que él consideraba por cierto una «mutación antropológica» que convertía a los jóvenes en «monstruos»). Todo eso lo escribe Pasolini en 1975. Pues bien, dos años más tarde esa misma juventud «monstruosa y desarraigada» protagoniza el movimiento del 77. Ya no desde lugares claros y sólidos (como la fábrica), sino desde los territorios más difusos de la vida. Ya no desde lenguajes puros y propios (los dialectos y las jergas), sino usando -creativa, irónicamente- los lenguajes de los media y el consumo. Pero en todo caso lanzando un desafio formidable contra la muerte en vida del trabajo alienado y creando espacios y relaciones que permitían otra experiencia de vida.

Me pregunto si no habrá pasado lo mismo con el 15-M. Donde supuestamente ya no había más que barbarie, consumidores infantilizados y atontados, emerge de pronto una cantidad de gente capaz de poner de nuevo en el centro de nuestras sociedades la pregunta política por excelencia: ¿cómo queremos vivir juntos? Sin tradiciones políticas ni lenguajes predefinidos, en el mayor de los caos y las confusiones, como huérfanos y niños perdidos que somos. Frente a la posición reactiva y nostálgica del último Pasolini, me parece políticamente más interesante la consideración ambivalente de la experiencia del presente en Benjamin. Ver las potencias, no sólo las pérdidas. El libro de César es mucho más pasoliniano que benjaminiano en este sentido: no se ve la ambivalencia del presente, ni tampoco sus potencias.

Por último, me gustaría hacer un comentario sobre mi experiencia cercana o implicada en los mundos inspirados por la cultura política hacker. En un sentido al menos, los hackers son las personas menos ciberfetichistas del mundo que he conocido. El ciberfetichista es más bien cualquier «ciudadano medio» (como yo mismo) que se pone frente al ordenador todos los días sin saber por qué funciona como funciona ni (desde luego) cómo podría modificar ese funcionamiento. Los hackers hacen todo lo contrario: tocan el código, es decir, lo que hay detrás de lo que vemos. Si lo sagrado es aquello con lo que nos relacionamos desde la distancia de un temor reverencial, los hackers desacralizan: cacharrean y alteran la tecnología para ponerla a su servicio (y que no sea al revés). Y no sólo para ellos, sino para todos.

Si hoy Internet es lo que es y permite lo que permite (potencialidades que no se le escapan a César), es precisamente porque se trata de una «tecnología intervenida». Cierta gente -con una visión del mundo y de la sociedad buena– se propuso en su momento y consiguió torcer su rumbo como tecnología militar, transformarla. Para ello los hackers han construido a lo largo de los años toda una cultura política y material: con lenguaje y ficciones (como el cyberpunk), con códigos y normas, con una filosofía bien interesante y sugerente (que confía en la autonomía e inteligencia de los demás y no en ningún «centro director») y, muy especialmente, con una enorme preocupación por combinar espacios en línea y espacios presenciales (pensemos en los hacklabs, los hackmeetings o las cooperativas de software libre). Es decir, la cultura hacker sabe muy bien (y desde hace ya años) que se trata de cruzar lo físico y lo digital porque cada uno puede algo que el otro no puede. Aquí un fragmento de la presentación que hacía de sí mismo el hacklab «Cielito lindo» de Lavapiés hace ya más de diez años: «porque resulta poco útil y hasta triste experimentar en solitario aquellas cosas que puedes hacer fácilmente con otros, porque no queremos aislarnos del mundo que nos rodea sino todo lo contrario, porque el cuarto de cada uno es demasiado pequeño para montar redes de ordenadores, porque lo digital no sustituye a lo orgánico, porque es gozoso aprender y hacer cosas juntos».

Entonces, lo que yo me pregunto es si lo que necesitamos hoy no es más «tecnopolítica» y no menos. Y por tecnopolítica entiendo simplemente un acercamiento, un hacer y un pensar políticamente la tecnología. Precisamente porque no se trata de confiar en ninguna varita mágica, sino en la capacidad humana para subvertir, reapropiarse y transformar la tecnología, dándole una dirección emancipadora. El libro de César tiene utilidad como advertencia crítica contra toda varita mágica, pero no encuentro orientaciones prácticas para pensar ese otro acercamiento político a la tecnología que necesitamos hoy más que nunca. 

Apostilla

Me alegro realmente de poder participar con estas palabras en la recepción tan intensa que se está haciendo del libro de César -con múltiples comentarios, reseñas y debates en blogs, redes sociales, etc.- y me pregunto si esa riqueza no tiene algo que ver también con la naturaleza del espacio público que se abre con Internet, donde la palabra ya no está monopolizada en manos del crítico de Babelia o del suplemento cultural de turno, sino mucho más en nuestras manos.

Amador Fernández-Savater acaba de publicar Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y transformación (Acuarela, 2013).

Fuente: http://www.eldiario.es/interferencias/Sociofobia_Cesar_Rendueles_6_182391776.html