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Política de la re-escritura: Semmelweis

Fuentes: fliegecojonera.blogspot.com

¿Vieron en forma mítica los poetas aquello que luego los hombres de ciencia descubrieron por vía experimental? ¿Hubo (hay, habrá) ingenios que combinaron mito y conocimiento discursivo en un único apetito, aunque sea ambiguo, de esfinge, de quimera o invocando a Moloch? Hay escritores con un doble ontológico, inflamados de contradicción, «Doppelgänger» pero ya no […]

¿Vieron en forma mítica los poetas aquello que luego los hombres de ciencia descubrieron por vía experimental? ¿Hubo (hay, habrá) ingenios que combinaron mito y conocimiento discursivo en un único apetito, aunque sea ambiguo, de esfinge, de quimera o invocando a Moloch? Hay escritores con un doble ontológico, inflamados de contradicción, «Doppelgänger» pero ya no romántico, una bivalencia demasiado pecadora para la medianía, incomprensibles/incomprendidos. Malditos pero en el sentido de padecer una enfermedad, castigados con la pestilent disase de la licantropía. Escritores inclasificables que confirman aquello que el doctor Marlowe (primero entre los primeros) declaró en el «Doktor Faustus»: que el infierno está en nosotros. Céline estaría seguramente en esta pavorosa lista de condenados, una suerte de Medardus, que bebió un diabólico elixir, no otro que el veneno de la verdad, influjo del cual nunca pudo escapar. Contradictorios, violentos, delirantes, así son los escritos celinianos. No puede esconderse (ni siquiera detrás de los fantasmas de los estereotipos: fascismo, antijudaísmo, incorrección política) la belleza salvaje de su gran Stil. La tensión del desdoblamiento azuza su filo crítico. «Atormentado por el infinito» (como Robinson) una parte de su persona, intentando asirse a la nausée; la otra una pulsión crítica sin límites, jansenista radical, absoluto (como Semmelweis, como Bardamu). Los dos personajes centrales de su gran novela (¿o tratado de filosofía práctica?) conviven malamente en esos tensos años ’30. Generalmente la aparición en la literatura del desdoblamiento de personalidad viene antecedida por un trance. Trataremos de contar esta condition seconde, avizorar la lógica crítica a partir del trance celiniano: la historia de la vida y obra de Felipe Ignacio Semmelweis.

Hemos hablado del más grande escritor de la segunda mitad del siglo XX, el doctor francés Louis Ferdinand Destouches, en un artículo sobre sus pamphlets intratables y políticamente incorrectos. Tratamos de uno en especial, «Mea Culpa», su viaje a la URSS de Stalin. En la edición original de 1937, a continuación, aparecía un raro caso extremo de re-escritura radical o, al revés, de cómo un texto académico «neutro» se revuelve en una denuncia corrosiva a la sociedad burguesa. ¿Una tesina médica subvierte y convulsiona la escritura? Si en «Mea Culpa» el objeto es el stalinismo, en «Vida y Obra de Felipe Ignacio Semmelweis» el objeto a destruir es el capitalismo liberal. ¿O todo el Zeit burgués?

Veamos su pequeña historia. En una primera parte de su vida Louis Destouches quiso ser militar y heroico; en una segunda quiso tener una honorable profesión liberal y se recibió de médico. En 1924 sostuvo su tesis de doctorado en medicina en París con una investigación (premiada con medalla de bronce y honores) sobre el trágico caso Semmelweis. La tesis incluía una dedicatoria, la foto del sujeto en cuestión, una cita de Widal (¡un judío!), prefacio y bibliografía obligatoria. Un dechado de formalismo académico. Dada su calidad (incluso para la casta médica) fue publicado como Contraction de thèse en la «La Presse médicale« en el Nº 51 (1924) con el enigmático título de «Les Dernieres Jours de Semmelweis». En 1936 Céline decidirá que este texto académico (el único que hará en su vida) sea re-escrito o más bien, trazado en nuevas formas. Su título volverá al original, el motto será «Je me manque ancore vuelques haines. Je suit certain qu’elles existant» («Todavía me faltan algunos odios. Tengo la certidumbre de que existen»). Un antiprólogo avisa al desprevenido lector que se ha equivocado de libro: «Esta es la terrible historia de Felipe Ignacio Semmelweis… El lector intrépido será bien pronto recompensado… Yo habría podido rehacerla desde el principio, adornarla, volverla más atrayente. Era fácil, no he querido. La doy, pues por lo que vale… La forma no tiene importancia, sólo en el fondo cuenta. Es aquí, supongo, todo lo más rico que pueda pedirse. Nos demuestra el peligro de querer beneficiar demasiado a los hombres. Es una vieja lección siempre nueva… Nada es gratuito en este bajo mundo. Todo se expía, el bien como el mal, se paga, tarde o temprano. El bien es mucho más caro forzosamente». El texto será invertido, una «Umkehrung» en la cual nace una revolución en el lenguaje político-literario, hasta nos animamos a decir: un comunismo versión Céline.

¿Quién es este Semmelweis que puede tener un usage antiburgués radical, que puede usarse como corrosivo de la mentira humana, revelador de las jerarquías inútiles, de la miopía del poder del capital? ¿Ilustra algo su historia trágica? A una amiga de Céline, Eliane Tayar, le explica el por qué de su elección: «L’histoire de Semmelweis était faite pour lui, il ne goûtait que le desastre». El arte del biógrafo ¿no consiste justamente en la elección? Schwob repetía que los biógrafos, como especie de divinidad inferior, saben elegir entre los posibles aquel que es único. Céline sabe que Semmelweis es único también. Un «perdedor iluminado», un héros de l’après-coup o unhappy Hero lo llamaban muchos de sus biógrafos. Seguramente Céline leyó la clásica biografía de Sinclair de 1904, aunque podía leer perfectamente alemán y utilizar fuentes primarias. Bruck llama a Semmelweis «un poeta de la bondad más activo que otros». Un filósofo de las ciencias, el positivista alemán Carl Gustav Hempel (del famoso Wiener Kreis), cita el caso de Semmelweis (junto con Galileo y Pascal) como el más ilustrativo y paradigmático de una investigación científica. El libro se llama «Philosophy of Natural Science» (1966), «Filosofía de la Ciencia Natural», un clásico de la literatura. Philipp Ignaz, un médico húngaro, realizó trabajos con respecto a la mortífera fiebre puerperal entre 1844 y 1848, en el Hospital General de Viena. Su angustia por la muerte continua de mujeres que habían dado luz es una de las páginas más fascinantes de la medicina moderna. Semmelweis comenzó a examinar las explicaciones corrientes de la época, explicaciones autorizadas, con aura científica y doctrinal, indiscutibles. Semmelweis las refutó escandalosamente, ya sea por contrastación o por ser incompatibles con los hechos. En 1847, por casualidad, Semmelweis obsesionado tiene su hipótesis: la materia cadavérica en las manos sucias de los médicos y parteras era la causa de la infección mortal de las parturientas. Hempel concluye que Semmelweis realizó todos los pasos de implicaciones contrastadoras para llegar, por inferencia inductiva, a una hipótesis científica contrastada por observación y experimentación. Escribió un libro con las prescripciones y la etiología de la fiebre puerperal que hubiera salvado cientos de madres (y niños). ¡Cuarenta años antes que Pasteur! Las muertes eran bien clasistas: la mayoría eran pobres, madres solteras de origen popular o prostitutas encintas. La escoria humana. «La mayoría», dice Céline, «son los seres más abatidos, más reprobados por las costumbres intransigentes de la época». ¿A quién podría interesarle? Bardamu lo dirá más adelante: «La vida de los sin recursos no es más que una larga negación en un largo delirio». La lucha fue en vano. Fue sucesivamente ignorado, burlado y despreciado, tanto Semmelweis como su hipótesis. La época era revolucionaria. Él mismo participará como revolucionario en su Budapest natal contra el imperio del reaccionario Metternich. Lidera grupos entre las barricadas callejeras. Derrotado el movimiento pasa hambre, exclusión, persecución. Sus amigos le consiguen trabajo en una maternidad de Buda con la condición que permanezca callado. Silenciosamente durante cuatro años redactará su obra «Etiología de la Fiebre Puerperal» (1847), todavía hoy insuperable. Cuando ya en 1856 se lo nombra director de la clínica, rompe su silencio con un panfleto violento: «¡Asesinos! llamo yo a todos los que se oponen a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal. «¡Contra ellos me levanto como resuelto adversario, tal como debe uno de alzarse contra los partidarios de un crimen!». Pierde la razón o la locura lo invade. Para ser Semmelweis, contrapone Céline, se necesita «de un entusiasmo más poético que el rigor del método experimental». Aquí es donde arranca Céline: cuando calla Hempel, el positivista vienés.

¿Descubrió Céline la verdad en el invernadero académico leyendo los manuales sobre infecciones puerperales? ¿Se terminó de asfixiar entre practicantes, burocracia indiferente, castas profesorales, arribistas, investigadores con caspa y positivistas dogmáticos? Ahí está su desprecio por el pequeño burgués estudiante de carreras liberales, ese «burgués jovencillo»: «En los estudiantes sus deseos eran siempre los mismos, sólidos y rancios, ni más ni menos insípidos que antaño, los tiempos en que yo los dejé…Se concedían veinte años de adelanto, doscientos cuarenta meses de tenaces economías para fabricarse una felicidad. Era una estampa de Epinal… reclamaban bohemia, más bohemia para aturdirse, esa especie de desesperación en forma de café con leche». La medicina, quintaesencia del carrerismo liberal, es un engaño más: «no es más que un sentimiento, una piedad más activa que las otras». Semmelweis encubre a Bardamu, le anuncia a Céline su destino, su predestinación: «Los que deben crear cosas admirables no pueden pedir a uno o dos afectos particulares las fuerzas afectivas en que han de abrasarse sus formidables destinos. Vínculos místicos los atan a todo lo que existe, a todo lo que palpita, los preservan y a menudo los encadenan en un entusiasmo sagrado». No era un investigador positivista enarbolando la bandera de la ciencia neutra, todo lo contrario: «no poseía ese afán por la verdad pura, que anima a los investigadores científicos. Puede decirse que nunca se habría lanzado por el camino de las investigaciones, de no haberle arrastrado una ardiente piedad por la angustia física y moral de sus enfermos.» Y lo confiesa el mismo doctor Semmelweis en una carta desesperada a un amigo: «Mi querido Markusovsky, mi buen amigo, mi suave apoyo. Debo confesarle que mi vida fue infernal, que desde siempre la idea de la muerte de mis enfermos me resultó insoportable, sobre todo cuando esa muerte se desliza entre las dos grandes alegrías de la existencia, la de ser joven y la de dar la vida». Semmelweis, un atípico producto plebeyo, ya no duerme: «No puedo dormir ya. El desesperante sonido de la campanilla que precede al sacerdote portador del viático, ha penetrado para siempre en la paz de mi alma. Todos los horrores, de los que diariamente soy impotente testigo, me hacen la vida imposible. No puedo permanecer en la situación actual, donde todo es oscuro, donde lo único categórico es el número de muertos». Céline rodeado de cadáveres de jóvenes sacrificados en una guerra interimperialista absurda, sucia, sin gloria. Semmelweis rodeado de cadáveres de madres. De cientos, miles de cadáveres de jóvenes mujeres. Muertes inútiles, innecesarias, sacrificiales, sin sentido, engrasando la rueda del progreso. Semmelweis importa en cuanto a cómo la civilización burguesa hace expiar a los buenos e inocentes. Cómo reduce a polvo a sus poetas de la bondad.

¿Fue la vivencia de guerra de Céline, el Geist des Frontkämpfertums, la que dormitaba esperando la inspiración, sea de Musas o hastío? Sí, esa experiencia en la Primera Guerra Mundial lo transformó, «la guerra mueve todo tu interior», para siempre y sin retorno. La guerra pone a la muerte en primer plano, es meditatio mortis. La muerte es todo, es la absolute Situation. Semmelweis, como Céline, ha visto y tocado la Mort. Es la muerte la que permite una profundidad del alma a la que es extraña la superficialidad bourgeois. Una comunidad materialista profunda, que supera y cancela, como experiencia emocional, al liberalismo y al marxismo. Incluso la visión positivista y vulgarmente materialista de la ideología del progreso. «La Razón no es más que una pequeñísima fuerza universal». Los que no vivieron esa comunidad primordial no entienden nada: «La guerra, al no haber afectado su quinta, nada había movido en ellos» dice Bardamu. La obertura de Semmelweis comienza con su caída en un mundo en guerra, Céline interfiere el discurso académico con un dispositivo poético violento: Europa en plena guerra napoleónica y la falsa paz anuncian la llegada al mundo de Semmelweis. Es un mundo enfermo, convaleciente de sangre y matanzas. Falso, lleno de máscaras, de patética seguridad para los ricos, la banal y filistea república de los años ’20 y ’30. Esa feria de la Zivilisation decadente y sin remedio: iluminismo utilitario y filantropía de la felicidad en el consumo. Un Grand Guignol de miedo y muerte. La Kulturkritik de Céline toca el nervio de la racionalidad del capital.

El alma turbia, proletaria y revulsiva del Asfalto. Si la ciencia (humanidad) avanza es como subproducto. El progreso burgués no es otra cosa que accidentes, resultados no intencionales del egoísmo individual, la codicia, el Mal. Azar y Destino. Céline nos lo recuerda: «¡Las audacias del progreso son frágiles!». En este magma irracional (plagado de víctimas y verdugos) Semmelweis es el héroe negativo, uno más. Su pathos es anticonvencional («impetuoso diletante»): Céline nos describe su origen plebeyo, su enorme atracción por el verdadero universo de la vida: la Calle. Como Bardamu, Semmelweis es un producto predestinado a la santidad que ha construido su vida interior «en uno de los lugares más meditativos de nuestra época, en nuestro santuario moderno: la Calle». En «Voyage…» también: «No vale la pena debatirse, basta con esperar, puesto que todo acaba en la calle. En el fondo, sólo ella cuenta. No hay más que decir. La calle no espera. Tendremos que decidirnos a bajar a la calle, no uno de nosotros, ni dos, ni tres, sino todos». Ahí está la clave: todos debemos bajar a la Calle, perdernos en el fin de la noche. En al calle se sueña, en la calle se escucha (al que desee oírlo) la canción del Pueblo («la verdadera») que como la gran música, hace comprender lo Divino. Semmelweis es anti-institucional: aborrece la educación formal, el autoritarismo, la mediocridad. Sigue sin entusiasmo las clases de liceo. Un día sigue un curso de medicina en un hospital, abandona derecho. El destino lo empuja a ir mucho más lejos que la Verdad. Su único defecto: no engañarse a sí mismo, ser brutal en todo (en especial consigo mismo), querer «quebrar» a los hombres en su necedad y, en especial, querer forzar todas las puertas rebeldes del status quo. Se contacta con cirujanos y obstetras; su amor a la vida, inconmensurable y callejero, le acerca al dolor y la muerte. Es un ángel bondadoso, justo en una sociedad donde «la bondad no es sino una pequeña corriente mística entre los otros, cuya indiscreción difícilmente se perdona». Empieza a trabajar con cirujanos (recordemos que en esa época nueve de cada diez operaciones terminaban con la muerte del paciente, mayormente por infección). Semmelweis escribe indignado: «Todo lo que se hace aquí me parece completamente inútil, los decesos se suceden con simplicidad. Se sigue operando… sin tratar de saber a ciencia cierta por qué tal enfermo sucumbe…». Nada habrá de detenerlo de aquí en adelante. Ni la burocracia, ni el dinero, ni los cargos, ni la opinión pública…

Semmelweis no lo sabe pero es un hombre con una misión. La crítica ideológica al capitalismo, desde la nueva Droit, apuntaba a recuperar la evocación del Destino, oponiéndolo a la «causalidad» instrumental, a la racionalidad y al cálculo capitalista, al pensamiento mecánico. En este sentido, el destino, la predestinación como estado de gracia laico, no se puede definir con las categorías formales del cálculo o la lógica instrumental, sólo puede ser avizorado, comporta un grado de secreto e irracionalidad inaccesible e incomprensible para el ethos burgués. El honor más sagrado es obedecer el Destino. Algo insoportable para la cultura de seguridad y comodidad del burgués medio. Destino es opuesto a Zivilisation (identificada con la ideología del cálculo). Destino es concepción trágica de la vida, un llamado que no se puede evitar: «¡Entra en rebelión, emprende el camino de la luz!». ¿Un solo hombre puede enfrentarse a la ideología dominante de la civilización occidental? Ni siquiera en este caso, con un descubrimiento «tan luminoso, tan útil a la felicidad humana». Por más alto que vuestro genio os coloque, resume Céline, por más puras que sean las verdades enunciadas, por más vidas que os afanéis en salvar, «¿se tiene el derecho de desconocer el formidable poder de las cosas absurdas?». La conciencia de las almas bellas no es, en el caos del mundo del capital, más que una pequeña luz, «preciosa pero frágil. No se enciende un volcán con una bujía. No se hunde la tierra en el cielo con un martillo». Semmelweis exige una revolución de un nuevo tipo. Ya no en el modelo leninista-staliniano (fallado y copiado a su hermano bastardo, el capitalismo), se buscará un comunismo con alma (la frase es de Céline), con ánima racial y nacional, un socialismo ya nacionalista que destruya la vanidad de la existencia bourgeois. Aquí Destino se amoldará a nueva comunidad, a sentido de sacrificio: «Sólo él se rebela contra el Destino y no es aplastado». Semmelweis lo reconocía en una carta: «El destino me ha elegido para ser el misionero de la verdad…».

«El hombre es un aprendiz, el Dolor es su maestro». Céline también descubre esta pulsión (una de las Musas), única e insustituible, en Semmelweis. El Dolor, que agudiza y radicaliza, que rebela al alma, ha sido anestesiado y excluido. El hombre -y esta definición tiene un eco soreliano- «es un ser sentimental. No hay grandes creaciones fuera del sentimiento, y el entusiasmo se agota pronto, en la mayoría de los hombres, a medida que se alejan de su sueño». Aunque Céline nunca se jactó, ni intentó ser un «bien pensador», todo Semmelweis es filosofía en estado puro, pero no de profesores de filosofía. Su denuncia es del horror nihilístico de la sociedad burguesa, de una forma de vida que necesita para autoafirmarse de la absoluta infelicidad humana. El asalto de Prometeo al cielo (y ahí está la Revolución Francesa, ahí está la URSS) concluye siempre en la venganza, el egoísmo disfrazado y la expiación. La emancipación puramente política es una emancipación abstracta y más encubridora que la anterior. Ninguna de esas comunidades falsas (formales) incluye mecanismos catárticos extremos y resolutorios referidos a valores supremos. Generaciones completas de alienados producen un pesimismo filosófico que no asusta ni a Semmelweis, ni a Céline: «No hay más que guerra en el corazón de los hombres», éste es el fundamento ontológico en que debe basarse para romper el conservadurismo y la inercia de las masas educadas en la ética analítico-utilitarista. Si la antítesis vida-muerte, o mejor decir, si la hipótesis materialista más fuerte es central, lo es como antítesis vida-poesía. Por supuesto: la respuesta al problema de la muerte y la finitud no la dará Céline superada en el mecanismo salvífico-sublimador de la tradición occidental cristiana, mucho menos en la filosofía académica («Filosofar es un modo como cualquier otro de tener miedo y no conduce más que a cobardes simulacros»). Ni hablar de los trillados caminos políticos a disposición en la Europa de entreguerras. Pero va más allá: usando elementos contra-ideológicos, algunos comunes y otros alternativos al marxismo de los años ’20 (Kriegsideologie, antirracionalismo, revisión antimaterialista, anticartesianismo, pesimismo antropológico, síntesis nacionalsocialista, etc.) con un nuevo estilo y una retórica ensayística todavía insuperable.

Parece que incluso se llegó a infectar deliberadamente a parturientas para demostrar la falsedad de las propuestas de Semmelweis. Lo atacan la corporación académica, los políticos, la burocracia municipal, sus propios colegas, la supersticiosa incredulidad del hombre medio, la prensa, incluso su familia. Lo insultan en el hospital las enfermas, estudiantes y enfermeros. Una hostilidad absoluta se opone a cualquier decisión suya. Decide no escribir más tratados de medicina. Un Bartebly dolido. Sus ideas no son acogidas en el extranjero como esperaba. Pierde su trabajo, la lucidez y la razón. Sus escritos, en vez de buscar argumentos técnicos o científicos que corroboren sus teorías son largas e injuriosas parrafadas contra todos los profesores de obstetricia y el sistema médico clasista. En su desesperación llega a pegar pasquines en las paredes de Buda advirtiendo a las familias que no deben consultar con los «agentes de la muerte», médicos y comadronas oficiales. Sus palabras se vuelven rabiosas, incoherentes, impolíticas. Su cuerpo se inclina. Camina tambaleante. Busca tesoros secretos escondidos en las paredes de la casa. La locura se apodera de su alma. Vagabundea por la ciudad entre risas. Tiene alucinaciones que le provocan terrores y violencia. Corre a la calle a perseguir a sus aparecidos. En una de sus crisis, aparece en medio de la sala de disección de la Facultad. Ante los ojos espantados de los alumnos, coge un escalpelo y desgarra los tejidos del cadáver. Escarba con los dedos. Nadie se atreve a detenerle. Con un brusco gesto se corta deliberadamente. Sangra, grita, amenaza. Logran desarmarle. Se infecta mortalmente. Su agonía durará aún tres semanas, recorriendo todas las fases que él tan bien conocía en sus parturientas pobres: flebitis, linfagitis, peritonitis, pleuresía, pericarditis, meningitis. Su pieza proletaria se puede hoy visitar. El realismo socialista le dedicó una película. La última escena de Semmelweis es la más intensa de toda la literatura europea: «El 16 de agosto por la mañana la Muerte lo tomó por el cuello. Se ahogó». Tenía cuarenta y siete años.