Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Cuando viví en Japón a finales de los años noventa, me impresionaron la increíble cantidad y variedad de «mangas» o revistas de historietas. Uno podía entrar a un negocio de mangas y encontrar toda un ala dedicada a su género particular: mangas de golf, historietas sobre los yakuza (mafiosos) japoneses, sección que se concentran exclusivamente en robots gigantescos. Decías lo que te interesaba -o cuál era tu fetiche- y había una serie manga para ti. A diferencia de EE.UU., donde los jóvenes representan el público primordial de las revistas de historietas, una inmensa cantidad de mangas japonesas atrae a adultos, que leen los gruesos libros en el metro o en cafés. Durante la prolongada crisis económica de Japón, no era poco común que asalariados despedidos pretendieran ante sus familias que iban al trabajo y en su lugar pasaban todo el día en cafés de manga, mangakissa, leyendo historietas sobre, entre otras cosas, asalariados.
Los libros de historietas para adultos han necesitado un poco más para encontrar una audiencia en EE.UU. La industria editorial tuvo que crear primero un nuevo nicho de mercadeo, presumiblemente más respetable, promoviendo el término «novela gráfica». Aunque no fue la primera novela gráfica, Maus, el ardiente relato del Holocausto de Art Spiegelman, estableció firmemente el nuevo género en el mercado dominante cuando el primer volumen apareció en 1986 (de ahí pasó a ganar un Pulitzer en 1992). Desde entonces, los novelistas gráficos no han dudado en encarar una amplia gama de tópicos serios, incluida la política exterior.
En lo que se podría calificar de compensación cósmica, nuestros políticos se han hecho adecuado a las historietas -véanse los recientes debates republicanos o los escándalos en el Congreso- a medida que nuestras historietas se han hecho más sustancialmente políticas. Novelistas gráficos Post-Maus, una era que futuros historiadores podrían apodar PM, han publicado descripciones del sitio de una ciudad bosnia, la vida en el ejército iraquí, y el conflicto israelí-palestino.
En realidad, son todos tópicos encarados por un solo periodista/artista, el maltés-estadounidense Joe Sacco. En Safe Area Gorazde, por ejemplo, Sacco visita la ciudad bosnia a mediados de los años noventa, cerca del fin de la guerra, y encuentra una ciudad repleta de sombríos relatos. Sacco es un narrador convincente que no evita sacar a la luz sus propios lados flacos o describir con detalle gráfico los horrores que escucha. Porque son visuales y, sin embargo, no tan reales como secuencias documentales, las imágenes de violencia y asesinato exigen atención y no nos atrevemos a apartar los ojos. También hay momentos en Safe Area Gorazde de triunfo doloroso, de individuos que de alguna manera logran sobrevivir a marchas forzadas y a francotiradores y matanzas indiscriminadas. Las novelas gráficas, al poner caras a los nombres, suministran una especificidad que puede concretizar abstracciones de política exterior como «limpieza étnica» y «responsabilidad de proteger».
Sacco no es el único novelista gráfico que encara asuntos internacionales. Guy Delisle, un caricaturista franco-canadiense, ha pasado la última década o algo así en una serie de ciudades asiáticas. Esas experiencias han producido tres novelas gráficas: Shenzhen, Pyongyang, y Burma Chronicles. En la última, describe con detalle estupefacto los desafíos que enfrentan expatriados de las ONG, en este caso de Médicos sin Fronteras, donde su esposa trabaja como administradora. Permisos de trabajo rechazados, los doctores no pueden viajar a áreas del país donde más los necesitan; presentes solo por tolerancia del gobierno, los trabajadores de las ONG se preocupan de que su trabajo ayude a fortalecer el régimen. En un punto, Delisle comienza a enseñar a varios birmanos el arte de animación solo para descubrir que, bajo una dictadura, no hay áreas seguras, y las amistades con extranjeros son por definición una propuesta peligrosa.
Como sugiere el trabajo de Delisle, las novelas gráficas se prestan para describir sitios que son difíciles de visitar o de filmar libremente para un documental. No solo queremos leer sobre Corea del Norte, o Birmania, o Gorazde, queremos «ver» esos lugares. Con su capacidad de suministrar yuxtaposiciones cinemáticas y anotaciones explicativas, las novelas gráficas proveen al viajero de sillón un tour multidimensional filtrado a través de narrativas altamente personalizadas. Este deseo de viajar a través de imágenes por el tiempo y el espacio data de la época de las pinturas rupestres. Antes de escribir, nuestros progenitores embadurnaban de pigmento las paredes para transportar a sus audiencias a otros sitios, otros tiempos.
Irán es otro sitio difícil de visitar que ha generado su porción de novelas gráficas. La más famosa son los dos volúmenes de Persépolis de Marjane Satrapi, que cuenta la conmovedora historia de una muchacha que crece en Irán justo antes y después de la revolución de 1979 y su vida transnacional después. Esta historia iraní, escrita originalmente en francés, se convirtió en un éxito de ventas en EE.UU. En nuestro mundo globalizado, puede que las novelas gráficas se traduzcan a través de las fronteras con más facilidad que novelas o memorias, porque el texto va casi siempre subordinado a las imágenes, que necesitan poca o ninguna traducción.
La nueva novela gráfica de Amir y Khalil, Zahra’s Paradise, se desarrolla en Irán después de las disputadas elecciones presidenciales de 2009. Zahra’s Paradise narra la búsqueda de un manifestante desaparecido llamado Mehdi. La madre y el hermano del manifestante se desviven por encontrar a Mehdi y al hacerlo revelan el laberíntico, kafkiano, mundo del Irán contemporáneo. Es una historia de frustración y furia, una historia que hay que ver para creer.
Las novelas gráficas ofrecen lo que la televisión hace tan rara vez, porque la TV debe entretener ante todo. Las novelas gráficas, por su parte, pueden ocupar el territorio medio entre el sobrio análisis de un texto y la hipérbole parpadeante de la caja boba. Las novelas gráficas pueden explicar, no solo entretener. Consideremos el informe de la comisión del 11-S, un documento denso que Sid Jacobson y Ernie Colon convirtieron en un libro de historietas para adultos. El informe original fue un éxito de ventas, pero la mayoría de los compradores no se esforzaron en leer todo el documento. El libro de historietas, por otra parte, es irreprimiblemente legible, completo con una línea de tiempo extraíble y una postdata en forma de libreta de calificaciones que descalifica al gobierno por su reacción ante las recomendaciones de la comisión.
Por cierto, no toda novela gráfica explica con éxito los titulares de las noticias. Bluewater Comics, que ha logrado atención por su dudoso proyecto de convertir a Michele Bachmann y a Mitt Romney en superhéroes, publicó recientemente Where’s Muammar?, una «mini-novela gráfica» sobre Muamar Gadafi, basada en los famosos rompecabezas Where’s Waldo. Cometí el error de bajarla a mi teléfono, porque no había otra manera de evaluarla. La serie de imágenes al estilo de afiches termina en la Casa Blanca con el dictador libio en cama entre los Obama bajo una pancarta que dice «Terroristas bienvenidos». Las novelas gráficas son un formato, con sus ventajas y desventajas, y pueden ser tan ofensivamente estúpidas como cualquier novela, poema, o película.
A pesar de Where’s Muammar?, las novelas gráficas poseen numerosas virtudes en su capacidad de contar historias que pueden mantener el interés. Nunca reemplazarán enteramente el análisis tradicional de política exterior aunque sea solo porque los eruditos no saben dibujar, la mayoría de los académicos tienen que publicar, y la mayoría de los periodistas tienen que producir algo entregable durante sus becas de investigación sabáticas de todo un año. Pero cada vez más, en nuestro mundo globalizado, queremos ver en qué nos metemos. Y las novelas gráficas nos pueden llevar allí.
John Feffer es codirector de Foreign Policy in Focus, donde apareció originalmente este artículo.
Fuente: http://www.counterpunch.org/
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