Corrían los años 63 y, estudiando yo economía de manera intensiva para la primera oposición que se convocaba a Técnicos de Administración Civil del Estado, tropecé con la siguiente proposición de Karl Marx: «la política es una mera superestructura cambiante de lo económico». Sabía a que me exponía si hacía uso públicamente de esta certeza […]
Corrían los años 63 y, estudiando yo economía de manera intensiva para la primera oposición que se convocaba a Técnicos de Administración Civil del Estado, tropecé con la siguiente proposición de Karl Marx: «la política es una mera superestructura cambiante de lo económico». Sabía a que me exponía si hacía uso públicamente de esta certeza que imprime su carácter depredador al capitalismo, pero no pude evitarlo y comencé con ella mi exposición. Ya podéis imaginar qué suerte me deparó aquella osadía en el franquismo aun tardío…
Eppur si muove… Porque en efecto, una cosa es que la política esté supeditada inevitablemente a los recursos disponibles, y otra que la disponibilidad de los recursos esté condicionada por los que parcialmente los allegan y además la consientan quienes han de administrarlos. Pues esto es lo que sucede, en más o en menos, en las democracias capitalistas y más en países atrasados en ética civil de los gobernantes que es el caso de España.
Y es que si el aserto era irrefutable cuando Marx lo formuló, así ha seguido siendo en occidente hasta hoy. Ello, por más que quienes deciden el destino de este país lo consideren académicamente sacrílego, y por más que quienes deciden el de otras naciones más prósperas hayan proscrito todo pensamiento marxista aunque lo tengan en cuenta para ir corrigiendo el desequilibrio frecuentemente ominoso entre la economía y la política, denunciado por Marx.
Pues bien, el reto que tiene ante sí esta democracia española de mínimos en la que es anecdótico el demos, es invertir los términos del binomio. Es decir, hacer que la economía sea una mera superestructura cambiante de la política y no al revés. Lo vienen pidiendo a gritos la naturaleza de las cosas, la ética humanista y el sentido universal, más que el común.
Sea como sea, lo nieguen o no lo expertos, todo lo que nos viene sucediendo en España en los últimos tiempos es efecto de la trampa tendida a la ciudadanía, a través de la política, por el poder económico y el financiero; trampa en cuya virtud los políticos y gobernantes españoles que desfilaron a lo largo de estas tres últimas décadas, desconociendo (en el más benévolo de los casos) la sodomización de la política a cargo de la economía, han ido sucumbiendo a esa fea realidad que en detalle es, que ellos no pintan nada en la distribución de la riqueza, y por eso tienen una de estas tres opciones: seguir su dictado, abandonar o revelarse. Está claro que hasta ahora siempre han elegido la primera.
Pero, digan lo que digan los que hacen de ella un laberinto sólo para iniciados, la Economía es mera contabilidad, cuadernos contables sobre los que los administradores deben decidir prioridades. Por ello ha llegado el momento de la rebelión, el momento de que la política doblegue a la economía poniendo los recursos al servicio de su legítimo destinatario: el pueblo. Y el decidir las prioridades en España significa empezar por no permitir que banqueros, financieros, empresas energéticas y las 35 empresas más importantes decidan la suerte de 47 millones de personas. Así es que hagamos todo lo posible para evitar esa regla fatídica indicada por Marx y confiemos que los movimientos sociales sean capaces de la hazaña. Pero si no lo son, seguiré certificando que el dictum de Marx que recordé en 1963 es irrevocable, tanto como este otro suyo: «el ejecutivo del Estado moderno no es otra cosa que un comité de administración de los negocios de la burguesía» … que en España es el Ibex 35.
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