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Poner el sol a referéndum

Fuentes: La Calle del Medio

Podemos decir que hay dos tipos de acontecimientos, los que se repiten y los que no se repiten, y que cada uno de estos dos tipos se divide a su vez en otros dos: los que tenemos que esperar y los que podemos provocar. Pondré algunos ejemplos para que se me entienda. Un acontecimiento que […]


Podemos decir que hay dos tipos de acontecimientos, los que se repiten y los que no se repiten, y que cada uno de estos dos tipos se divide a su vez en otros dos: los que tenemos que esperar y los que podemos provocar.

Pondré algunos ejemplos para que se me entienda. Un acontecimiento que se repite, pero que tenemos que esperar, es la primavera (raramente se espera el invierno) y, en general, todos los fenómenos naturales: desde el paso de un cometa, con sus largos plazos cósmicos, hasta el crepúsculo y el amanecer, que se repiten todos los días sin que podamos hacer nada, sin embargo, para anticipar o retrasar su hora. Cuando la cultura imita a la naturaleza o marca con solemnidad sus ritmos y estaciones, tenemos esos otros acontecimientos repetidos e involuntarios a los que damos el nombre de fiestas: la Navidad o el Carnaval o el 1º de Mayo, que forman parte del calendario a igual título que los solsticios y los equinoccios.

Tenemos luego los acontecimientos que ocurren una sola vez. Aquellos que no podemos provocar y que ni siquiera podemos esperar son los que dependen del azar y que, cuando son favorables, llamamos «milagros»: el milagro, por ejemplo, de la reciprocidad amorosa o el de un premio de lotería o incluso el de una gran victoria deportiva. O el de esa cara que no volveremos a ver -o ese bosque rojo iluminado por la primera luz del día y que se deshace a nuestras espaldas como un pedacito de hielo- y que nos salva de un mal pensamiento o de una decisión irreparable. Por otra parte, los que no se repiten y son, sin embargo, obra nuestra son como imitaciones voluntarias del «milagro», tentativas individuales de adueñarse del azar inscribiéndolo también en el calendario: una boda, por ejemplo, o un viaje o una hazaña deportiva (o esos records absurdos que recoge el Libro Guinness, patética y casi enternecedora ilusión de irrepetibilidad voluntaria). La máxima expresión de «milagro negativo» es la muerte, que nos está ya esperando y que nadie espera, acontecimiento que ocurre una sola vez y que, cuando es voluntario, parece querer suprimir, junto a la vida, su propio acontecimiento. El suicidio es irrepetible y trabajoso: el trabajo de destruir al mismo tiempo el objeto y al trabajador.

Y están finalmente los acontecimientos repetidos y que no hace falta esperar: los que son repetibles a voluntad. ¿Cuáles son? Los que contradicen o vencen la naturaleza: los técnicos o tecnológicos. Las máquinas sirven, sobre todo, sí, para abolir la espera, lo que sin duda es bueno cuando se trata, por ejemplo, de construir una casa o de fabricar mantas y vacunas, pero no tanto si hay que gestar un niño o escribir un poema. La imagen más pura y precisa de esta «repetición voluntaria» es, en efecto, la fábrica, en la que un juego de palancas y pulsadores, manejados por la voluntad, producen una y otra vez, de manera potencialmente ilimitada, el mismo objeto. Pero la tecnología, en condiciones de mercado capitalista, ha ido mucho más allá y ha reducido e incluso suprimido los acontecimientos naturales y el compás mismo de las estaciones. Ya no tenemos que esperar la temporada de la alcachofa o del tomate porque en cualquier momento -con aviones o mediante invernaderos- podemos llevarlos hasta nuestra mesa. Ya no tenemos que esperar el amanecer, porque hay millones de fotos y vídeos que nos lo repiten en ese horizonte estrecho -demasiado cercano- que llamamos «pantalla». Ni siquiera tenemos que esperar el momento siempre azaroso, emocionante y hasta peligroso, en el que una vecina o un vecino se desnudan en la ventana de enfrente: esa ventana está en todo momento al alcance de un clic del ordenador.

Digamos que no hay más que un verdadero acontecimiento y lo llamamos «belleza». O digamos, aún mejor, que sólo hay verdadero acontecimiento en la belleza y que bello es precisamente lo inesperado o lo que se hace esperar -porque hay siempre algo inesperado en que vuelve a ocurrir lo mismo tras una larga espera: la fruta y el beso. Bella es la independencia del mundo. Por eso, la tecnología, tan necesaria para repetir las condiciones mismas de la vida material, no puede introducir voluntad mecanizada, al menos en el marco del consumo capitalista, sin atentar también contra la independencia del mundo, reduciendo con ello cada vez más el campo de los acontecimientos o convirtiendo -más radicalmente- los acontecimientos en no-acontecimientos. La alcachofa, por ejemplo, ya no es un acontecimiento. El tomate no es un acontecimiento. Tampoco el crepúsculo. Tampoco el cuerpo. El acceso tecnológico al mundo, que queda ahora fuera de la experiencia, como un puro residuo previo, destruye recursos para la supervivencia y destruye la propia naturaleza, pero además destruye la independencia misma del mundo, los fértiles tiempos de espera en los que germinan los acontecimientos.

Esta doble agresión, natural y cultural, se resume muy bien en una noticia reciente, parcialmente falsa, según la cual «el gobierno chino retransmite el amanecer en pantallas gigantes a causa de la contaminación de Beijing». La noticia es falsa porque no es una iniciativa del gobierno chino. Pero es sólo parcialmente falsa porque lo cierto es que la contaminación asfixiante de Beijing no permite ya ver la salida del sol; y porque una organización ambiental ha instalado una pantalla gigante para retransmitir el acontecimiento, residuo de un mundo anterior en el que el amanecer se repetía, al margen de la voluntad, a la vista de todos los seres humanos. La contaminación, resultado de la agresión productiva y tecnológica contra las condiciones materiales de la vida, obliga además a convertir el acontecimiento del amanecer en un no-acontecimiento tecnológico. Se retransmite. Se repite a voluntad. Y la pantalla es ahora el horizonte en el que los chinos ven la salida del sol. Podría salir diez veces. Podría salir de noche. Aún más, podría desaparecer el sol -si no fuese condición de supervivencia- y los chinos seguirían viéndolo salir en Beijing tantas veces como decidiese el gobierno o una empresa de publicidad. La solución tecnológica a la contaminación tecnológica ha suprimido el acontecimiento del amanecer, que ahora es sólo otro producto de fábrica o, si se prefiere, una mercancía más.

Es un indicio, un modelo. El mercado debilita la independencia del mundo y además desprestigia su belleza. ¿A quién le importa el amanecer? Si el sol fuera prescindible, si hubiera un dios creador y si pusiera a referendum su existencia (la del sol), mucho me temo que muchos consumidores elegirían la pantalla gigante. ¿Cómo decirlo? Entre el sol y el amanecer, elegirían sin duda el amanecer. Con mando a distancia y «me gusta» en facebook.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.