En el famoso cuadro de Delacroix La libertad guía al pueblo (1830), la única mujer que aparece es precisamente la Libertad. Detrás sólo hay hombres. ¿La siguen porque es la Libertad o porque es una mujer y tiene los pechos desnudos? En realidad el pintor francés hace converger dos emociones paralelas cuya fusión se traduce […]
En el famoso cuadro de Delacroix La libertad guía al pueblo (1830), la única mujer que aparece es precisamente la Libertad. Detrás sólo hay hombres. ¿La siguen porque es la Libertad o porque es una mujer y tiene los pechos desnudos? En realidad el pintor francés hace converger dos emociones paralelas cuya fusión se traduce en una explosión de entusiasmo: la emoción que produce la palabra Libertad y la emoción que produce el cuerpo desnudo de la mujer. Ahora bien, esa fusión es, si se quiere, una decisión arbitraria en la que no hay más necesidad que la que impone el contingente género gramatical de la palabra misma: la Libertad nos la imaginamos mujer como el Poder nos lo imaginamos hombre. ¿Podríamos representar en una imagen a la Libertad vestida y velada? Podríamos, pero no sin amortiguar la carga libidinal, más bien patriarcal, de nuestra adhesión afectiva. ¿Podríamos llamar al cuadro de Delacroix La violación de Lucrecia? Podríamos, pero no sin alterar por completo -e incomodar- nuestra relación visual con el cuerpo desnudo de la mujer abanderada. El cuadro de Delacroix no es una simple alegoría o emblema, como las representaciones, 250 años antes, de la famosa Iconología de Cesare Ripa, tan cultas, codificadas y frías. Delacroix está haciendo propaganda o, si se prefiere, publicidad.
Se puede hacer publicidad de cualquier cosa y uniendo mediante una decisión arbitraria cualesquiera estímulos. Es lo que llamamos «populismo», cuyo principio es la sinestesia; es decir, la promiscuidad sensorial o la colisión en los sentidos de imágenes, palabras y sonidos. Durante siglos la iglesia católica tuvo su monopolio. Benedetto Croce, en su libro de 1947 sobre el Barroco, cuenta una anécdota que revela ya su declive y sus consecuencias. Hacia 1600, en la hermosísima plaza de Siena, con su concavidad de ostra, un sacerdote trataba de hacerse escuchar por los ciudadanos, mucho más pendientes de un teatrillo de guiñol donde se representaba una farsa de la Comedia del Arte. Inaudible, ignorado, desesperado, al final el sacerdote levantó el crucifijo y gritó rabioso: «miradlo a él, ¡este es el verdadero Polichinela!». La derrota populista de la iglesia, que indujo a este pobre sacerdote a la blasfemia, revelaba un mundo nuevo en el que había que aceptar no ya que Polichinela era un falso dios sino que Dios estaba obligado a ser más y mejor Polichinela que el propio Polichinela: un mundo en el que, en definitiva, el espectáculo de Cristo tenía que rivalizar sin éxito con las payasadas de un marido cornudo y con las cabriolas de Arlequín. Doscientos años antes, en la misma plaza, ningún juglar hubiera podido eclipsar la prestidigitación de San Bernardino con su tabla del nombre de Jesús, sus discursos en lengua vulgar y sus técnicas de luz y sonido. Pero en 1600 todo había cambiado. El Barroco, con sus sinestesias imposibles, expresa sin duda el retroceso del populismo religioso frente a la publicidad laica y su teatro total sin asidero exterior. «Perdido nuestro verdadero bien», decía Pascal, «todo es nuestro verdadero bien».
A partir de la segunda mitad del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX vuelve, sin embargo, el populismo religioso, esta vez en formato político, a través de una serie de movimientos -socialistas y anarquistas- cuya publicidad reconecta, como hace ya Delacroix, los conceptos abstractos a la sensibilidad general: la razón en marcha, el proletariado guiando a la Humanidad, la libertad alienada en las instituciones burguesas. En 1946, en esa misma plaza de Siena, derrotado el fascismo, el partido Comunista Italiano celebraba la victoria en los primeros comicios municipales y regionales de la post-guerra mundial.
A esa misma plaza, con su concavidad de ostra, me asomé yo hace unos días tras contemplar los frescos de Lorenzetti sobre El buen gobierno (1340), programa político populista del final de la Comuna, y me encontré con un enorme cartel que proclamaba: «las grandes ideas pueden cambiar las opiniones pero sólo el coraje puede transformar el mundo». No, no era la divisa de los Medici ni un homenaje al desaparecido PCI. ¿De qué se trataba? Era la publicidad del nuevo modelo de Porsche, Panamera, cuya fotografía centelleaba debajo como la tabla de San Bernardino de Siena, con sus letras divinas, en 1420.
Vuelve el barroco. La fotografía de ese coche, rutilante y veloz, tentador y expiatorio, podría haberse titulado de mil maneras: Por el camino de Dios o La libertad guía a la humanidad (porque «macchina», en italiano, como libertad, es femenino) o incluso, en otro mundo posible, Hacia el accidente mortal. Vuelve el barroco, sí. Y al mismo tiempo está acabando. Porque no es una casualidad que en estos momentos de crisis el capitalismo, para vender un coche, recurra a un slogan que tanto se parece a una de las famosas «tesis sobre Feuerbach» de Karl Marx: «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata ahora es de transformarlo». Que no lo transformen otros y contra la mayoría social dependerá también de cómo concibamos nuestra publicidad (y nuestros periódicos).
Fuente original: http://www.atlanticaxxii.com/archivo/
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