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Reseña crítica del libro La razón populista del filósofo argentino Ernesto Laclau

«Populismo»: un concepto cajón de sastre

Fuentes: Crítica y emancipación, Nº 2

El libro que nos ocupa, desde su aparición a mediados de 2005, tuvo muchos lectores especialmente en los medios académicos argentinos, en los que Lacan tiene gran influencia y en los que el pensamiento marxista, incluso en su forma «de cátedra», por el contrario, nunca la tuvo tanto a causa del peronismo o de las […]

El libro que nos ocupa, desde su aparición a mediados de 2005, tuvo muchos lectores especialmente en los medios académicos argentinos, en los que Lacan tiene gran influencia y en los que el pensamiento marxista, incluso en su forma «de cátedra», por el contrario, nunca la tuvo tanto a causa del peronismo o de las dictaduras tan prolongadas como por la adopción de las ideas liberales por parte de los partidos socialista y comunista o por el pragmatismo y desinterés teórico de los grupos que se proclamaban revolucionarios. El mismo Laclau -que en su juventud perteneció, sin embargo, a un grupo que creía poder unir el trotskismo en clave nacionalista con el peronismo- se cuenta entre los «deconstructores» del pensamiento de Marx (justo cuando la actual crisis mundial hace evidente el papel de clase que desempeñan en la misma los gobiernos de los Estados en sus esfuerzos por salvar al gran capital) y escribe lapidariamente: 

«La política es lo que impide que lo social cristalice en una sociedad plena, una entidad definida por sus propias distinciones y funciones precisas. Es por esta razón que, para nosotros, la conceptualización de los antagonismos sociales y de las identidades colectivas es tan importante, y que resulte tan imperiosa la necesidad de ir más allá de fórmulas estereotipadas y casi sin sentido como ser ‘a lucha de clases’.» (Laclau, 2005: 309.)

Por lo tanto, en el principio está el Concepto y está la Nominación, del mismo modo que para los creyentes está el Verbo divino. No hay que partir de los seres humanos concretos para ver qué dioses se inventan y qué nombres dan a las cosas. No hay que escudriñar en la historia ni estudiar las evoluciones de las sociedades y de sus conceptos. Basta con llegar a formular el concepto de populismo apoyándose en la psicología y el psicoanálisis, así como en la lingüística, eso sí, mezclándolas con unas pequeñas partes de sociología y otras aún menores -apenas un poquito- tomadas de los historiadores liberales. Ese concepto será válido para todas las épocas, desde el comienzo mismo de las diferenciaciones sociales y los conflictos en las hordas primitivas y, por consiguiente, desde el nacimiento de la política.

La primera frase de este libro de 310 páginas es sumamente clara: «Este libro se interroga centralmente sobre la lógica de formación de las identidades colectivas» (Laclau, 2005: 9). Después precisa: «El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político»; y más adelante: «el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la construcción ontológica de lo político como tal» (Laclau, 2005: 91).

Desde que existe la comunidad humana organizada existe la política, expresión de los enfrentamientos entre los diversos sectores contrapuestos en que aquella se divide. Hubo política y pensamiento político entre los súmero-acadios de la Mesopotamia, en China y en la India hace 6 mil años, en el Egipto de los Faraones, entre los griegos, los romanos, las civilizaciones maya, tolteca, olmeca, azteca, inca. Pero, a menos que consideremos populistas a Pericles, Mario y los Graco, Cristo, Buda y Cuauhtémoc, no encontramos en esos casos el populismo (aunque sí, en cambio, la lucha de clases).

¿Cuándo y por qué aparece el concepto de «pueblo» y cuándo y por qué los enemigos del sector de la sociedad que es designado con ese nombre y con el mismo se autodesigna inventan el «populismo»? ¿Por qué si «el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la construcción ontológica de lo político como tal» recién se comienza a discutir este concepto cuando surge la llamada «cuestión social» (o sea, las modernas clases oprimidas y explotadas por el capitalismo y su expresión político-organizativa), a fines del siglo XIX?

Entre las Musas a las que apela Laclau no aparece Clío, la muy castigada de la Historia, que hace un tiempo en diversos sectores académicos ha sido rebajada a promotora de ejercicios meramente literarios o perentoriamente enterrada, como intentó hacerlo Francis Fukuyama.

Nuestro autor se mueve en cambio en el mundo de los conceptos desprendidos de su sustento terrenal y recurre sucesivamente a Gino Germani, a una obra de 1981 de Margaret Canovas, a otra de 1969 de Ghita Ionescu y a Ernest Gellner, Donald McRae, Daniel Worsley y Peter Wiles, colaboradores en el trabajo compilado por los autores anteriores, y después nos pasea por Gustave Le Bon, Hipólito Taine, el hipnotismo, Jean-Martin Charcot, Cesare Lombroso (todo eso para ver la «psicología de las multitudes»), por la lingüística (Ferdinand de Saussure) y las leyes de la retórica, el psicoanálisis (Sigmund Freud y sobre todo Jacques Lacan) para terminar con Serge Moscovici.

Laclau afirma, con Freud y Lacan, que «el lazo social es libidinal» (Laclau, 2005: 10). También sostiene la centralidad de la nominación y el afecto para el análisis de las identidades colectivas y proclama en efecto que «es sólo a partir del enfoque lacaniano que nos enfrentamos a una verdadera innovación: la identidad y unidad del objeto son resultado de la propia operación de nominación» (Laclau, 2005: 135). Es decir, nuevamente, sostiene que lo que da identidad a un objeto (de nuestra reflexión) no es su existencia material, su historia, la evolución de sus sucesivas nominaciones en diferentes etapas, sino el acto de darles, aquí y ahora, un nombre que, además de dicha identidad, le dará unidad.

 Las llamadas «democracias populares» en los primeros años de la segunda posguerra, para referirse a los países que estaban en la órbita de la Unión Soviética y mantenían gobiernos burgueses e incluso monárquicos pero controlados por los partidos comunistas estalinizados, recurrían a ese pleonasmo ridículo (gobiernos populares del pueblo o demos) para tratar de tranquilizar a las potencias que habían combatido contra el eje junto a la Unión Soviética y de demostrarles que esta no quería extender su «socialismo» (cosa que hizo sólo después del comienzo de la Guerra Fría y del Plan Marshall). Laclau en cambio inventa una diferencia entre las demandas «democráticas» (o sea, literalmente, favorables al gobierno del pueblo pero que él ve como exigencias de reformas del sistema) y las «populares» (literalmente, del pueblo, que demanda mayor poder, que para él pueden ser antisistémicas). Estas últimas serían las exigencias propias de los diversos populismos.

Una vez arribado al concepto de populismo, intenta aplicarlo a una serie de casos tomados al azar en los tres últimos siglos pero, como su fuerte no es la Historia y no cree en «tonterías» como la lucha de clases, los errores abundan, al igual que las interpretaciones superficiales.

Algunos ejemplos: Hébert, el tribuno de la Comuna parisina durante la Revolución Francesa, jacobino de ultraizquierda, se convierte en Hérbert, del mismo modo que el ex presidente uruguayo José Battlle y Ordóñez se transforma reiteradamente en Battle; la rebelión de los sectores más pobres de Nápoles, dirigida por los Borbones y los curas contra los burgueses liberales projacobinos y profranceses (Rebelión de la Santa Fe) se debería al «instinto nivelador» de las masas, irritadas porque los liberales circulaban en carrozas (como si los curas y los nobles fuesen austeros carmelitas descalzos) y no a la agitación clerical y al odio de los campesinos conservadores contra los propietarios liberales ausentistas y del bajo pueblo y los artesanos al servicio del lujo de la Corte y de la Iglesia contra los partidarios de la supresión de ambos (y de su fuente de trabajo). El cartismo inglés no habría sido, además, el precursor del naciente movimiento obrero, una expresión de su despertar como clase, sino un ejemplo de populismo. Pero dejemos esos supuestos populismos del pasado y entremos en el siglo XX. Para Laclau no hay duda alguna: «¡Todo el poder a los soviets!» sería «un reclamo estrictamente populista» (Laclau, 2005: 108). Mao Zedong (que figura del modo francés antiguo como Mao Tse Tung) habría sido populista (Laclau, 2005: 125) al igual que el ex gobernador de San Pablo, Brasil, Adhemar de Barros (según Laclau miembro de la «cossa [sic] nostra» o mafia, lo cual además de inexacto es un evidente anacronismo). También habrían sido populistas los neoconservadores de Estados Unidos; el general Boulanger, en la Francia posterior a Napoleón el Pequeño; el mariscal Tito en Yugoslavia; Palmiro Togliatti y la dirección del Partido Comunista Italiano; Umberto Bossi, líder de la separatista y racista Liga Norte lombarda; en México el pobre presidente Francisco Madero (que ni reformista era); el famoso Battle [sic]; Kemal Ataturk (en realidad, un reformador nacionalista y corporativista); el mariscal polaco Pilsudski (nacionalista semifascista); tanto Antonescu como Ceausescu; el líder campesino búlgaro Stambulisky y, por supuesto, el líder serbio Milosevic.

En esta lista «ni están todos los que son ni son todos los que están». En efecto, ¿por qué Perón y no también Vargas, Velasco Alvarado, Velazco Ibarra, Torrijos, por referirnos sólo a los dirigentes populares latinoamericanos? ¿Por qué Boulanger y no Poujade, Le Pen o los del «Uomo Qualunque»? ¿Por qué Togliatti y no todas las direcciones de los Partidos Comunistas, igualmente nacionalistas y reformistas? ¿Por qué falsear la historia y atribuirle a Milosevic, como hizo la OTAN y toda la prensa mundial, y no a los nacionalistas albaneses de Kosovo respaldados por Estados Unidos la responsabilidad de una terrible guerra racista ignorando además todo lo que estaba detrás del intento de destruir a Yugoslavia e incluso a Serbia y dominar los Balcanes?

No sólo el concepto de populismo es «históricamente vacío» y se convierte en un verdadero cajón de sastre, en el cual se colocan las cosas más variadas en un orden totalmente arbitrario, sino que, sobre todo, es absolutamente inútil, ya que designa fenómenos muy diferentes entre sí y, además, está colocado fuera de la historia y de los conflictos sociales y nacionales y prescinde del estudio de las particularidades del desarrollo de cada formación económico-social y de cada cultura. La pretensión de que toda política es populista expresa una banalidad: en toda sociedad moderna, dividida en clases, la política es el arte de manejar los conflictos y no puede ignorar a las clases mayoritarias, sea para encauzarlas y utilizarlas como base de apoyo de los nuevos candidatos al poder en su combate contra los que antes lo ocupaban, sea, por el contrario, en el caso de la derecha, para movilizar en su beneficio la xenofobia, el racismo, el nacionalismo de los sectores más conservadores y atrasados.

En realidad, «populista» es una etiqueta passepartout que se aplica a todo personaje, gobierno o fuerza política partidario de una política de obras públicas y de distribución de los ingresos que mantenga el mercado interno y favorezca a los industriales nacionales, creando infraestructuras para su desarrollo y conteniendo las luchas obreras y los salarios reales. Como esa política tiene un costo, la política impositiva está dirigida contra alguno de los sectores sociales más importantes y favorece en cambio a otros; por lo tanto, como el Gattopardo1, propone cambios para que el sistema siga en pie y recurre a una retórica radical. En los países en los que el grueso del capital está en manos de empresas y de bancos extranjeros, el aparato estatal, practicando a veces una especie de capitalismo de Estado, sustituye y fomenta a la vez a la débil capa capitalista nacional y trata de compensar su debilidad y la de esta apelando al apoyo social de los trabajadores, mientras se esfuerza por controlarlos estatizando y burocratizando sus organizaciones y por mantenerlos en el nivel del nacionalismo y del corporativismo. En cuanto al supuesto «populismo» de derecha, es simplemente fascismo o semifascismo. O sea, el control del gran capital y del Estado capitalista de la movilización reaccionaria del sector «plebeyo», sobre todo de las clases medias contra «el peligro social» y la subversión interna y externa, mezclado con algunas declaraciones antiplutocráticas para engañar gente con ese «socialismo de los imbéciles». En este caso, la retórica será chauvinista y religiosa. Como se recordará, Hitler tenía una bandera roja, llamaba nacional socialista a su partido y hablaba sobre una supuesta superioridad racial de los alemanes. Nuevamente, todo eso no tendrá nada que ver con el «populismo», pero sí con la lucha de clases.

Tomado de:http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2753