En una época en el que el capitalismo ha conseguido- esperemos que momentáneamente- imponer el fetichismo tecnológico como una suerte de culto subliminal al aceleramiento de nuestras vidas, encontrar una obra que vindique simultáneamente, el libro como un objeto de diseño perfecto e imperecedero, y la lectura como un acto sanador, es, sin duda, un motivo de celebración.
Irene Vallejo, con su ensayo El infinito en un junco, ha conseguido con sabiduría, inteligencia y belleza, adentrarnos en un viaje que nos permite entender el largo proceso histórico en el que se alumbra el libro, ese fósil guía perdurable que nos contiene y nos explica como mamíferos culturales. Sin embargo, lo fundamental de esta obra- de alguna manera emparentada con el ensayo de Roberto Casati Elogio del papel– es la manera en que la autora nos guía por un pasado aparentemente lejano, para mostrárnoslo aprehensible, cercano y cautivador. Como las tejedoras de historias que elogia en su ensayo, Irene Vallejo trenza un tapiz colorista y minucioso utilizando los hilos , no grandilocuentes, de la Historia, de la Filosofía, de las religiones o de las mentalidades pretéritas y presentes. Nada queda en el tintero: desde los primeros soportes para la escritura, hasta el diseño actual del libro, o las maneras de leer y sus implicaciones posteriores. Todo esto y mucho más, será desplegado, en un aparente desorden, ante nuestra lectura hipnotizada y silenciosa.
Hay además en el libro, numerosas cargas de profundidad, sutiles maneras con las que Irene Vallejo toma partido: un feminismo transhistórico presente en creadoras reales como Safo, Espasia o Leoncia, así como en personajes de ficción como Antígona, Lisístrata o Medea, es recuperado y actualizado, construyéndonos una clarificadora perspectiva histórica de la emancipación. Encontramos también en las páginas de El infinito en un junco, una delicada y permanente admiración por todas las personas que, desde la sensibilidad y la creación, se enfrentaron al poder, removiendo, con altos costes personales, los obstáculos y las barreras que nos alejaban de una vida más justa y feliz. Presiento que Irene Vallejo sabe de lo que habla: el pasaje, bello y duro, en el que narra el acoso escolar que padeció siendo niña, fue el volcán, su Vesubio interior que solidificó su amor por los libros y las narraciones que contenían; ellos fueron sus mejores aliados para sanar el dolor y el oprobio. Frente al discurso fétido y sospechosamente individualista de los libros de autoayuda, este libro nos conjuga en primera persona del plural, nos deja claro quiénes somos, de dónde venimos y qué experiencias históricas nos han constituido como seres eminentemente sociales.
Al concluir El infinito en un junco, se experimenta cierta pena, pero solopor unos momentos. Este es un libro para tenerlo siempre cerca, siempre a mano; volver a releerlo, por cualquier pasaje, es como introducirse en el gran bolso de Mary Poppins, en cuyo interior, siempre encontraremos grandes lámparas que nos alumbren caminos colectivos. Además, como nos recuerda en sus páginas Irene Vallejo, el futuro avanza siempre mirando de reojo al pasado.
RECOMENDACIONES A MODO DE EPÍLOGO
Me adentro en la librería de unos grandes almacenes. Me encuentro con una bien surtida sección de libros de autoayuda y elijo dos títulos al azar (Éxito en la vida, éxito en los negocios, de un tal Bert Hellinger , y La liberación del alma, de un tal Michael A. Singer). Nada más llegar a casa introduzco pacientemente los dos libros en la trituradora de papel. Mis dos hámster me observan curiosos mientras comen una zanahoria. Esparzo los trocitos de papel procedentes de la trituradora en la superficie de la amplia jaula de Piki y Kuki.
¿Quién dijo que los libros de autoayuda eran inútiles? Mientras siguen comiendo, detecto en los ojillos de mis amigos un agradecimiento inmenso por haberles proporcionado una mullida zona de confort.
Por último, no dejen de leer El hechicero de la tribu, de Atilio Borón (una crítica al ideario liberal de Mario Vargas Llosa); encontrarán un crecimiento personal inconmensurable, y una sabiduría que ni el mismísimo Buda les podría proporcionar.