No es infrecuente escuchar a militantes marxistas decir que el nacionalismo y el feminismo dividen a la clase trabajadora, por lo que ambas temáticas deben disolverse en un difuso cosmopolitismo proletario centrado en «la única» contradicción real: la que divide al capital y al trabajo. En realidad, el marxismo superó hace mucho esta visión estrecha, […]
No es infrecuente escuchar a militantes marxistas decir que el nacionalismo y el feminismo dividen a la clase trabajadora, por lo que ambas temáticas deben disolverse en un difuso cosmopolitismo proletario centrado en «la única» contradicción real: la que divide al capital y al trabajo.
En realidad, el marxismo superó hace mucho esta visión estrecha, economicista y obrerista de la lucha por la emancipación social. Por dos motivos fundamentales:
1) La contradicción entre capital y trabajo es la más determinante, pero no la única. La división entre los Estados opresores y las naciones oprimidas, o entre el patriarcado y las mujeres, existe de manera previa a su enunciación consciente. Negarla no es superarla.
2) El socialismo no subsana por sí mismo, de manera mágica y automática, el resto de contradicciones existentes en el cuerpo social (existentes, de hecho, mucho antes de la existencia del capitalismo). Cada una de ellas ha de tener, pues, un tratamiento específico.
El marxismo (que desde su misma fundación por Marx se enriqueció de los aportes de diversas disciplinas) es por tanto para nosotros la teoría y praxis de la emancipación de clase, nacional y de género por parte de la humanidad. Eso no significa que estas tres contradicciones estén situadas al mismo nivel teórico (aunque sus efectos se constaten casi siempre de manera interrelacionada y transversal). Realmente, la contradicción de clase es la más determinante, pero no porque lo diga una concepción economicista de la existencia, sino por motivos de otra índole. Por ejemplo, no debe desdeñarse el hecho de que sea la que incumbe y abarca a más seres humanos.
Un 20% de los seres humanos puede pertenecer a pueblos sin Estado o colonizados, un 50% pertenece al género femenino, oprimido por el patriarcado. Pero al menos un 80% de la humanidad pertenece a aquellos que, en las más diversas áreas productivas, cuentan tan solo con su fuerza de trabajo, la cual han de vender a la oligarquía o los capitalistas (o bien dedicarse al trabajo doméstico sin percibir salario alguno) para poder subsistir.
Bien es cierto que, para Marx, hay algo más que hace que la contradicción capital/trabajo sea la más determinante, la que marca de manera más indeleble y transversal el funcionamiento de todo el edificio social, subsumiendo de forma real al resto de estructuras sociales, poniéndolas a su servicio. Ahora bien, dado que el socialismo no subsana de manera automática todos los problemas, pues no todos los problemas tienen su origen en la estructura de la propiedad de los medios de producción, estas diversas contradicciones han de tener, como decíamos, su propio tratamiento específico y diferenciado.
En realidad, el marxismo (exceptuando quizá al marxismo vulgar, si se me permite el oxímoron) comprendió todo esto hace muchísimo tiempo. Lenin se negó a equiparar el nacionalismo imperialista de las naciones opresoras y el nacionalismo de liberación de las naciones oprimidas. Más recientemente, Carlo Frabetti decía con acierto que el orgullo sólo debe ser enarbolado como reacción frente a la dominación. Por eso no es lo mismo enorgullecerse de ser gay que enorgullecerse de ser hombre. Por eso tampoco es lo mismo enorgullecerse de ser vasco o irlandés que enorgullecerse de ser español o estadounidense.
A despecho de ciertos obreristas, Fidel Castro comprendió también todo esto hace mucho, al hacer del «Patria o muerte» el lema fundamental de la revolución cubana. También Hugo Chávez, con su «Patria, socialismo o muerte», es un ejemplo de patriotismo revolucionario. Sin embargo, el nacionalismo de Fidel o de Chávez no ha sido en absoluto contradictorio con el internacionalismo (aunque sí con el cosmopolitismo burgués que algunos se empeñan en confundir con el internacionalismo).
Cuba ha sido siempre una nación solidaria, que mandó tropas guerrilleras a Angola y que organizó los comandos del Che Guevara en el Congo y Bolivia, en busca de la revolución mundial. Fidel clamó siempre por una alianza del Tercer Mundo para hacer valer sus derechos y sus ansias de soberanía. Su nacionalismo internacionalista cubano será siempre un ejemplo para todos los revolucionarios del mundo. Pero ya mucho antes, desde Lenin, la autodeterminación de los pueblos sin Estado era una máxima defendida por los marxistas de todo el planeta.
Defender el derecho a la libre separación estatal y, a la vez, el internacionalismo proletario sólo puede sonarle contradictorio a quien no haya comprendido una sola palabra del marxismo (y a quien no haya sufrido nunca una ocupación extranjera o la negación forzosa de su lengua madre como lengua vehicular). Por otro lado, en la práctica, no fue el monoazulismo cosmopolita y abstracto el que realizó revoluciones por todo el planeta, desde la América Latina hasta el Asia profunda: fueron los movimientos anticoloniales y de liberación nacional.
Lo mismo cabe decir del feminismo socialista. Alexandra Kollontai no fue jamás una hembrista (el antónimo de machista, por más que algunos, en su ignorancia, se empeñen en patalear el diccionario, es hembrista, no feminista), no fue jamás una mujer que defendiera la supremacía de las mujeres o que ansiara «eliminar al otro», al hombre. Kollontai combate una ideología, el machismo, que comparten muchos hombres y mujeres y a la cual se oponen otros muchos hombres y mujeres.
No toda afirmación identitaria supone la negación de la otredad. Los Black Panthers jamás plantearon la negación o la eliminación del hombre blanco. Por otro lado, si rechazáramos la conveniencia de tener reivindicaciones específicas de las mujeres (o de los negros, o de los vascos, kurdos e irlandeses), sólo estaríamos impidiendo o dificultando la superación de problemáticas sociales que no deben «posponerse hasta después de la revolución». Tratar de posponer esas problemáticas es, de nuevo, negarse a comprender la dialéctica entre reforma y revolución. Ser revolucionario no implica rechazar las reformas, sino contextualizarlas como pasos hacia la revolución. Por otro lado, tratar de negar la necesidad de un tratamiento específico, desde la fe en que el socialismo o el «laissez faire» subsanarán por sí solos el asunto, es directamente antimarxista.
Entre muchos compañeros observo un gran rechazo hacia las políticas de cuotas y otras medidas de discriminación positiva. No comparto ese rechazo. Las cuotas son medidas reformistas que no sirven para superar el patriarcado, de igual modo que vencer en una huelga salarial no sirve para superar el capitalismo. Pero las cuotas pueden dignificar a muchas mujeres que están tan capacitadas como los hombres para desempeñar determinadas tareas.
La fe en el laissez faire, en los concursos puramente meritocráticos, encierra un radical antimarxismo, al no comprender los mecanismos ocultos de perpetuación del poder por parte de los grupos sociales dominantes, que en tan «igualitaria» y «libre» carrera parten en una situación de privilegio, muchos metros por delante. Marx era contrario a la idea del igualitarismo burgués, según el cual, si concedemos legalmente la «igualdad de oportunidades», entonces las contradicciones desaparecerán por sí solas. ¿Desde cuándo es marxismo, y no liberalismo, defender que dirijan «los mejores», en lugar de tratar de elevar el nivel formativo de todo el cuerpo social? ¿Es para el marxismo casualidad que esos «mejores» suelan ser en su mayoría hombres, o quizá es consecuencia de una genética superior, y no de determinadas condiciones sociales que deben ser combatidas desde el poder institucional?
Sin ir más lejos, en la Crítica del Programa de Gotha, Marx nos recuerda que, dado que unos individuos son físicamente más poderosos que otros (por ejemplo, añadiría yo, los hombres son de media físicamente más fuertes que las mujeres), «el derecho igual es un derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de clase, porque aquí cada individuo no es más que un trabajador como los demás; pero reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes individuales y, por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad».
Nuestro marxismo (como el de Marx) no es, pues, un economicismo vulgaris, que confíe (negando, por cierto, toda la historia del siglo XX) en que, una vez colectivizados los medios de producción, el resto de problemáticas sociales desaparecerán como por arte de magia, de manera automática o merced a un «laissez faire socialista». El nacionalismo y el feminismo no dividen a la clase obrera, sino que constatan la necesidad de afrontar de una manera sana divisiones que, de hecho, ya existen en el cuerpo social y que no pueden ser superadas mediante la negación o la imposición.
Sí, todos deben compartir las reivindicaciones anticapitalistas… pero también todos (hombres y mujeres, en la metrópoli y en la colonia) deben compartir las reivindicaciones antipatriarcales y antiimperialistas. Sólo sobre esta base será posible la unidad y la construcción del ser humano nuevo, ya que la unidad de clase jamás podrá venir de una negación idealista de la diversidad existente en la clase obrera real (a menos que prefiramos olvidarnos de la realidad y basar nuestro análisis en aquel obrero fornido que portaba una bandera en los carteles de la Unión Soviética).
Nuestro marxismo es una teoría de la emancipación humana: de clase, nacional y de género. Esa es, además, mal que le pese a algunos, nuestra historia: los comunistas siempre fuimos la vanguardia de los movimientos anticoloniales y feministas, y no únicamente del movimiento obrero.
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