En su impactante artículo «Permission to Narrate», publicado en la London Review of Books en febrero de 1984, Edward Said escribió: «La narrativa palestina nunca ha sido admitida oficialmente en la historia israelí, excepto como la de los “no judíos”, cuya presencia inerte en Palestina era una molestia que había que ignorar o expulsar».
Del mismo modo que la infame frase «una tierra sin pueblo» no puede verse sólo como una falsedad propagada con fines políticos, sino también como una aspiración colonial de asentamientos, Said eligió la palabra «inerte» no de forma descriptiva, sino para evocar la fantasía sionista sobre el cuerpo palestino ideal.
Tal vez para el colonizador, este cuerpo ideal debería carecer de vida o haber «desaparecido». Pero dada la obstinada persistencia de los palestinos en seguir viviendo en su tierra, es preferible que causen las menores molestias posibles a los colonizadores.
Junto con ninguna muestra de identidad cultural, no debe haber pasión, ni orgullo, ni alegría, ni pena, ni ira; de hecho, ninguna emoción demostrable que pueda molestar a sus opresores.
El difunto psicólogo palestino Adib Jarrar dijo en 2016: «Debemos ser el único pueblo oprimido cuyo trabajo es hacer que nuestros opresores se sientan bien consigo mismos».
Volveré más adelante sobre el narcisismo extremo que caracteriza tantas interacciones israelíes con los palestinos.
El contexto inmediato de este artículo es el dictado israelí de que, en los primeros intercambios de prisioneros como parte del alto el fuego en Gaza, los palestinos que reciben de vuelta a sus seres queridos no deben demostrar ninguna alegría o celebración pública.
Estas órdenes se vieron reforzadas por la llegada de soldados a los domicilios familiares de los que iban a ser liberados. La mayoría de los presos liberados en la primera ronda eran mujeres sometidas a encarcelamiento ilegal, y no llegaron a casa hasta altas horas de la madrugada. Ni que decir tiene que fueron recibidas con exuberante alegría pública por todos los que esperaban despiertos su regreso.
Agudo contraste
Debemos hacer una pausa y preguntarnos: ¿Qué significa este intento de prohibir la alegría pública? Contrasta fuertemente con la efusión pública de emoción que saludó la liberación de los cautivos israelíes.
Esto refleja narcisismo, un sentimiento de derecho y la creencia de que sólo importan los sentimientos de los ciudadanos judíos. Este sentimiento de derecho se ve fomentado por la impunidad que los gobiernos occidentales conceden a Israel para que sólo tenga en cuenta sus propios intereses.
Tiene su reflejo en los principales medios de comunicación, que cubren con detalle el sufrimiento de los cautivos israelíes y de sus familias, elaborando sus relatos y refiriéndose siempre a ellos como individuos y por su nombre, mientras que los palestinos retenidos en las cárceles israelíes son retratados como una masa incipiente, a la que rara vez se adjuntan historias individuales.
El New York Times, por ejemplo, ha publicado extensas historias de interés humano sobre las mujeres soldados israelíes liberadas, pero no ha cubierto ningún detalle sobre la detención del heroico Dr. Hussam Abu Safiya.
Este enfoque, centrado únicamente en los sentimientos de los judíos israelíes, se ha reproducido -y sigue reproduciéndose- en la exigencia de que cualquiera que hable sobre el sufrimiento palestino debe condenar primero los atentados de Hamás del 7 de octubre de 2023. Sin menospreciar en absoluto el trauma que ese día supuso para los israelíes, podemos ver cómo este trauma se intensificó por la implacable cobertura de los medios de comunicación israelíes, que amplificó la sensación de miedo y reforzó una escandalosa indiferencia ante el genocidio que se estaba librando a menos de 80 km de Tel Aviv.
La escritora Naomi Klein se ha referido a esto como la «militarización del trauma». Sostiene que el estado de shock del 7 de octubre se mantiene para que nunca pueda haber recuperación, manteniendo a la gente en un estado de emoción cruda que excluye cualquier posibilidad de empatía, análisis reflexivo, o cualquier culpa o vergüenza por la campaña genocida que tiene lugar supuestamente en su nombre.
El anverso de esta hiperemocionalidad es la negativa a aceptar que los palestinos tengan derecho a cualquier manifestación emocional y a etiquetar cualquier manifestación de este tipo como una amenaza. La «prohibición de la alegría» encaja con un patrón de vigilancia no sólo sobre los movimientos, actividades y discurso de los palestinos, sino también sobre sus emociones.
La vigilancia de las emociones es otro aspecto de la profunda intrusión del Estado colonial de asentamientos en los mundos subjetivos e íntimos de los súbditos. Por ejemplo, los palestinos que son retenidos durante horas en un puesto de control y expresan su frustración gritando o haciendo sonar las bocinas de sus coches pueden ser castigados. En consecuencia, hay que reprimir los sentimientos de rabia y furia.
Moneda de cambio
Las manifestaciones públicas de emoción, ya sea alegría por la liberación de prisioneros o dolor por el entierro de mártires, se vigilan de múltiples maneras. Israel lleva mucho tiempo negándose a devolver los cadáveres de los palestinos víctimas de ejecuciones extrajudiciales, siempre acusados de atentados terroristas pero asesinados antes de que tuvieran la oportunidad de ser juzgados.
En estos casos, el cadáver suele retenerse como moneda de cambio, como medio de control.
El exministro de Defensa Moshe Yaalon admitió en 2015 que Israel se negaba a devolver los cuerpos de palestinos asesinados a menos que sus funerales se mantuvieran como «modestos asuntos familiares, celebrados por la noche». Y añadió: «Cuando haya un compromiso con los funerales tranquilos y modestos, seguiremos devolviendo los cuerpos. Donde no lo haya, no los devolveremos, aunque eso signifique que los enterremos aquí».
La angustia causada a las familias palestinas por tener que enterrar a sus seres queridos en estas condiciones impuestas se ve agravada por la imposibilidad de realizar los rituales musulmanes de enterramiento y el pésimo estado en que se encuentra un cuerpo que lleva semanas congelado. Pero las expresiones de angustia suscitadas por estas condiciones intolerables sólo son vistas por quienes detentan el poder como una amenaza política.
Dennis Ross, diplomático estadounidense y sionista comprometido, consideró oportuno pronunciarse en una ocasión: «En la época de la Segunda Intifada, los funerales públicos se utilizaban para movilizar a grandes multitudes, alentar la ira y alimentar el tipo de pasiones que promovían la violencia contra los israelíes». Así pues, las emociones y las pasiones se consideran únicamente en función del efecto que tienen sobre Israel.
Uno de los ejemplos más atroces de perturbación del dolor público tuvo lugar en 2022 en la Jerusalén Oriental ocupada, en el funeral de Shirin Abu Akleh, la conocida periodista de Al Jazeera. Soldados israelíes atacaron a los portadores del féretro, casi provocando que su ataúd cayera al suelo.
El hecho de que consideraran oportuno hacer esto en el funeral de una mujer que era una figura emblemática -querida por millones de personas en el mundo árabe y, además, asesinada por un soldado israelí- indica lo poco que les importa a Israel y a Estados Unidos herir u ofender a la opinión pública árabe.
Sin contexto
Las emociones, por citar el comentario de Said sobre los hechos, «no hablan en absoluto por sí mismas, sino que requieren una narrativa socialmente aceptable para absorberlas, sostenerlas y hacerlas circular». El modo en que se «narrativizan» las emociones depende del poder y, en un contexto de extremo desequilibrio de poder, sólo se permite que cuenten las emociones de quienes tienen el poder.
Y, sin embargo, miles de académicos, periodistas, activistas, poetas y novelistas palestinos han compartido los relatos históricos que conforman la experiencia palestina contemporánea y, por tanto, han situado las acciones y emociones -incluidas las emociones vengativas del 7 de octubre- en un contexto.
La negativa de Israel y sus defensores a relacionar las acciones palestinas con cualquier historia o contexto, junto con su construcción de toda resistencia como «terrorismo» y su negación de lo que produce un contexto invivible, quedan así expuestas como prácticas estériles de poder, y la necesidad de «vigilar las emociones» como signo, en última instancia, de debilidad y vulnerabilidad.
El primer día del alto el fuego en Gaza, tres jóvenes israelíes salieron de su cautiverio a la luz con expresiones de alegría que pocos les envidiarían a ellas o a sus familias.
En medio de esa noche, 90 mujeres y niños palestinos salieron de la oscuridad de su cautiverio. La liberación nocturna de los prisioneros no se debió a la vergüenza por el trato recibido -aunque cualquiera que haya visto las fotos de la política Khalida Jarrar tras un año de cautiverio sabe lo vergonzoso que fue ese trato-, sino más bien a que el cautiverio en sí mismo se considera el destino adecuado para los palestinos.
No se pretende que emerjan en una luz de júbilo y alegría. El intento de suprimir las muestras de emoción que desafían a los opresores está profundamente arraigado en una visión del mundo racista y deshumanizadora.
Las familias de los detenidos liberados rechazaron esta deshumanización e insistieron en celebrarlo. Esto constituye un acto de resistencia. Sin embargo, la palabra «resistencia» transmite reactividad ante la opresión, que otorga demasiado poder al opresor. Mucho más que resistencia, es una insistencia en el derecho a la vida, a la habitabilidad y a la libertad de dar voz a todas las emociones humanas, ya sea alegría, tristeza, ira u orgullo.
Gwyn Daniel es psicoterapeuta, formadora y escritora británica. Es miembro de la Red de Salud Mental Palestina del Reino Unido y patrona del Centro de Trauma Palestino, que trabaja en Gaza. Ha presentado y publicado sobre el impacto de la ocupación militar israelí en la vida de las familias palestinas.
Texto original: Middle East Eye, traducido del inglés por Sinfo Fernández.