Este texto es la ponencia original que el autor tenía pensado presentar el pasado 14 de abril en la VI Escuela de Primavera de Anticapitalistes-Catalunya celebrada en el municipio de Begues (Barcelona). Debido a un cambio de formato -la mesa pasó a ser un debate con Marc Casanovas y Nuria Alabao (que finalmente no pudo […]
Este texto es la ponencia original que el autor tenía pensado presentar el pasado 14 de abril en la VI Escuela de Primavera de Anticapitalistes-Catalunya celebrada en el municipio de Begues (Barcelona). Debido a un cambio de formato -la mesa pasó a ser un debate con Marc Casanovas y Nuria Alabao (que finalmente no pudo asistir)- este texto fue adaptado. Viento Sur publica ahora el original.
Antes que nada, agradecer a los organizadores, y en particular a Josep Maria Antentas, por haberme invitado a raíz de una serie de artículos que publiqué en El Salto y La Directa sobre la nueva derecha en Estados Unidos y en Europa.
El tema de esta mesa es el crecimiento de esta nueva derecha radical en los últimos años, cuál es el motivo de esta ola que ha ido avanzando por toda Europa, y que no es, por lo tanto, un fenómeno puntual, aunque, como es lógico, en cada país presenta características propias.
En una entrevista reciente a Virginie Despentes en El Confidencial que tuvo una considerable difusión en nuestro país, preguntaban a la escritora francesa lo mismo que se plantea aquí: ¿por qué los trabajadores votan a la derecha y a la extrema derecha? Despentes respondía: «Ojo, no solamente los obreros votan a la extrema derecha, también lo hacen los ricos y los privilegiados e igualmente contra sus intereses.»
Ésta es una respuesta pobre y que no debería satisfacer a nadie. Efectivamente, los ricos y los privilegiados también votan a partidos de derecha, pero es el voto de los trabajadores lo que debería de preocuparnos. Porque los trabajadores son, objetivamente, una mayoría social, y los ricos y los privilegiados no lo son. Son los votos de los trabajadores -o su abstención- los que decantan los resultados de una elección. Po eso en las democracias contemporáneas se invierten tantos recursos en influir en su opinión.
Cito la segunda parte de la respuesta de Despentes porque también es significativa para la cuestión que hoy se trata aquí. «¿Eres gay y de extrema derecha? ¿Seguro? ¿Judío y de extrema derecha? ¿Seguro? […] al menos en Francia, hay una propaganda muy fuerte que viene de arriba a favor de la extrema derecha, vemos a Marine Le Pen cada día en la tele, la escuchamos en la radio, todos los días. Y los obreros ven la tele y escuchan la radio y votan en consecuencia.»
Este argumento último de Despentes no es sólo pobre: es peligroso. La teoría de la aguja hipodérmica, según la cual el público es una especie de receptáculo vacío que los medios de comunicación «llenan» con sus contenidos, está totalmente desacreditada. Además, considera que son los otros, y no uno mismo, este receptáculo vacío.
Esto no es una conferencia académica -yo tampoco soy académico- y no entraré en detalle en todas las cuestiones de este fenómeno, pero sí que podemos apuntar algunos de los motivos que lo explican.
En contra de lo que cree Despentes -y muchos otros militantes de izquierdas y ciudadanos sin filiación política-, un discurso político no echa raíces si el terreno no le es favorable. Es necesario señalar que muchos de los políticos y partidos que se mencionan cuando se habla de esta cuestión no sólo no contaban con el favor de los medios de comunicación de masas y la industria cultural, sino que incluso contaban con una cobertura negativa y, a pesar de eso, registraron avances importantes.
En las últimas elecciones en Estados Unidos, por ejemplo, Hillary Clinton recibió el apoyo de 500 medios de comunicación y Donald Trump de 28, una cifra inferior a la de los medios que pidieron simplemente no votarlo, que fueron 30. Clinton tenía el apoyo público de muchas estrelas del mundo del cine y la música. Pocas, en cambio, pidieron el voto por Trump -Jon Voight y James Woods son la excepción-. Es un caso clásico de espiral del silencio, cuando no se expresan opiniones impopulares por temor al aislamiento social.
En todos estos políticos y partidos encontramos una característica común: todos ellos han sido capaces de detectar el descontento popular y explotarlo demogágicamente en beneficio propio. Un descontento dirigido principalmente hacia esta fase de expansión del capitalismo tardío que se ha llamado «globalización» y sus consecuencias sociales, sentidas con mayor dureza después de la crisis financiera mundial del 2008.
Si son capaces de hacerlo ha sido por la crisis de las dos grandes corrientes del movimiento obrero en la segunda mitad del siglo XX, el comunismo y la socialdemocracia, y los sindicatos asociados a esta última. A grandes rasgos, esta crisis comienza en los setenta y se acelera en los noventa, con la desitengración de la Unión Soviética y del campo socialista.
A los motivos, endógenos y exógenos, de esta crisis se podría dedicar otra ponencia entera. Limitémonos aquí a señalar dos consecuencias. La primera, la desaparición del tejido asociativo vinculado al movimiento comunista y a la socialdemocracia, que eran espacios de organización política, pero también de comunicación y socialización. El segundo, que es paralelo al primero, es la crisis del pensamiento político, que se consolida con la difusión del postestructuralismo -más popularmente conocido como posmodernismo- entre los intelectuales de izquierdas y su desconexión de la realidad social.
Estas dos consecuencias dejan a los barrios trabajadores abandonados a la deriva y expuestos sin ningún contrapeso a una cultura de masas alienante y consumista transmitida a través de los medios de comunicación de masas. Es este vacío político el que ha conseguido aprovechar la nueva derecha.
Esta situación que he descrito ha de llevarnos a rechazar los frecuentes paralelismos con los años treinta y el ascenso del fascismo en Europa, que fue una reacción organizada y violenta contra el movimiento obrero organizado y la influencia del triunfo de la revolución socialista en Rusia. Incluso si a nivel ideológico pueden compartir algunas características -como el culto a la tradición, el menosprecio a los débiles o el nacionalismo excluyente de gran nación- este paralelismo no es apropiado ya que el espectro ideológico en el que se sitúan estos partidos es mucho más amplio.
Ya me he referido antes a cómo muchos de estos partidos no sólo no cuentan con el apoyo de los medios de comunicación y la industria cultural, ni tampoco de algunos sectores de la economía -como las nuevas tecnologías digitales-, sino incluso con su rechazo, lo que no hace sino aumentar su atractivo a ojos de la antigua clase obrera industrial; los hijos de ésta, que se debaten entre el paro y trabajos temporales y mal remunerados en el sector servicios; los restos de una clase media que teme perder su posición; y un mundo rural que es prácticamente inexistente en el discurso de las izquierdas.
Cuando estos partidos llegan al gobierno abandonan las reivindicaciones sociales de su programa -ya sea la promesa ilusoria de un retorno al capitalismo dorado de posguerra en el mundo anglosajón o la oferta de programas públicos de trabajo en Europa continental- y se convierten en la porra del neoliberalismo, en algunos casos en el sentido más literal del término. Lo hemos visto en Estados Unidos con Trump, en Austria con el gobierno de coalición entre conservadores y el FPÖ, o en Finlandia con la participación del Partido de los Finlandeses en el gobierno conservador.
Hablar de las victorias de esta derecha implica, necesariamente, hablar de la derrota de la izquierda. El rechazo a la izquierda por parte de la clase trabajadora, y también de sectores de la clase media que antes votaban a partidos de izquierdas, está relacionado con la incorporación de buena parte de la izquierda posterior al 68 a los sistemas políticos occidentales. Nancy Fraser incluso ha hablado de un «neoliberalismo progresista«, que define como «una alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta «simbólica» y sectores de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood)»
«En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización […] El resultado fue un ‘neoliberalismo progresista’, amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Fue esa amalgama la que desecharon in toto los votantes de Trump. […] Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban también el liberalismo cosmopolita identificado con ella.»
Si la lucha de las mujeres se reduce a un pseudofeminismo meritocrático, consistente en cuotas de representación en los consejos de administración de empresa; si el ecologismo se limita a una opción de consumo alejada del poder adquisitivo de la clase trabajadora; si el discurso de los derechos humanos no es más que la caridad organizada en forma de ONG y la defensa de las denominadas «intervenciones humanitarias», con la muerte inútil de soldados en conflictos imperialistas; si el internacionalismo se confunde con la defensa de la globalización, incluso -o todavía más- si se trata de una «globalización alternativa», a los supuestos elementos enriquecedores de la cual únicamente puede accederse a través del consumo en forma de viajes o en forma de estudios e intercambios universitarios en el extranjero; si la izquierda política se presenta, en definitiva, con este programa, difícilmente esta clase trabajadora -que ya no puede afirmarse a través del consumo como lo había hecho antes del estallido de la crisis- puede identificarse con la nueva izquierda y considerarla representante y defensora de sus intereses materiales.
Y esto, de lo que parece no darse cuenta la propia nueva izquierda -no, al menos, si uno observa los debates públicos-, lo sabe perfectamente la nueva derecha. «Cuanto más hablen de políticas de identidad, más agarrados los tengo», confesó el último director de campaña de Trump, Steve Bannon, al periodista Robert Kuttner, de la revista American Prospect. «Quiero que hablen todos los días de racismo: si la izquierda está centrada en cuestiones de raza e identidad y nosotros en el nacionalismo económico, aplastaremos a los Demócratas». Razonablemente se puede hablar -y esto es una broma a medias- de su estrategia como un «leninismo de derechas«: descubrir el eslabón débil, explotar las contradicciones, crear hegemonía, atraerse a la clase trabajadora.
«¿Eres gay y de extrema derecha? ¿Seguro? ¿Judío y de extrema derecha? ¿Seguro?», se preguntaba Despentes en la entrevista que he mencionado antes. La señora Despentes parece estar en esto también muy desinformada. Incluso si en muchos aspectos la nueva derecha se apoya en planteamientos patriarcales y antisemitas -particularmente las teorías de la conspiración- nada de lo que menciona Despentes es incompatible. En este espacio político encontramos homosexuales: Pim Fortuyn, Milo Yiannopoulos, Peter Thiel, o el expresidente del Frente Nacional francés, Florian Philippot. Este espacio político no sólo no es antisemita, sino que en muchos casos, sobre todo en Estados Unidos, es agresivamente prosionista. Y no sólo: después del asesinato de Fortuyn en Holanda un inmigrante de Cabo Verde lideró su partido, y también sabemos por los medios de comunicación que hay hijos de inmigrantes árabes y caribeños que apoyaron en las últimas elecciones presidenciales a Le Pen -incluso por su propuesta de restringir la política de inmigración, ya que ven a los nuevos inmigrantes como competidores directos de sus puestos de trabajo-.
Las respuestas de Despentes son de todos modos sintomáticas: pensamiento débil, declive de las categorías sociales y universales de origen republicano, y auge de las políticas de identidad.
Lo ha explicado bien el marxista francés Jean-Loup Amselle: «Ese declive -junto con el del universalismo- es continuo desde 1968. Es un fenómeno lento, que procede también de la descalificación del prisma analítico del marxismo, habida cuenta de la difamación sufrida por el marxismo como intrínsecamente vinculado al totalitarismo.»
Esta difamación «ha facilitado, en la coyuntura postsesantaiochesca, postmoderna, postcolonial, la substitución de un análisis en términos horizontales y de clases por una manera de cortar la sociedad en capas y rebanadas fragmentarias, lo que yo llamo las ‘entalladuras verticales’. Esta temática de los ‘fragmentos’, de la multitud, ha sido notoriamente formalizada por Toni Negri, pero también por toda la corriente conocida internacionalmente como French Theory.» Incluso ahora que algunos medios hablan de redescubrir la clase social, y en concreto la clase trabajadora, lo hacen desde una perspectiva de identidad, en base a preferencias culturales o códigos estéticos -frecuentemente estereotipados- y no a su posición en el sistema socio-económico.
Otra consecuencia de esta política de la que habla Amselle es un «doble fenómeno de reivindicación identitaria». Cito: «Por una parte, crecen las reivindicaciones minoritarias por parte de los grupos que se sienten discriminados, oprimidos, marginados». Un fenómeno que, como el ecologismo, ha sido transformado en una etiqueta comercial por a quienes Amselle llama «empresarios de la etnicidad y la memoria», personas que hablan «en nombre de esos grupos, constituidos por ellos mismos y de los que se proclaman portavoces, a fin de monopolizar en beneficio propio unas reivindicaciones inicialmente poco articuladas y dispersas». La identidad, recuerda Amselle, es en realidad «múltiple» y existe «en función del contexto de interlocución», mientras que «las reivindicaciones monopolizadas por esos empresarios de la etnicidad y la memoria encierran a los actores en monoidentidades».
Y es un fenómeno doble porque la promoción de esta reivindicación identitaria desde la izquierda académica ha comportado que los trabajadores «blancos» occidentales se vean a sí mismos, en contraposición al resto de grupos, más como «blancos», «occidentales» o incluso «cristianos» que como parte de una cadena de producción de valor mundial en la que tienen intereses compartidos con otros trabajadores, y hasta que aseguren haber «descubierto» o «redescubierto» esta «identidad» que ahora consideran prácticamente «perdida» o «amenazada».
Los políticos de la nueva derecha se convierten, así, en los gestores «de la etnicidad y la memoria» de este grupo. No identificándose con otros trabajadores es más fácil que los trabajadores occidentales vean en los líderes de los partidos de la nueva derecha a hombres y mujeres que, como se dice vulgarmente, «han triunfado», y proyecten en ellos la aspiración a abandonar la clase a la que objetivamente pertenecen y subir unos peldaños en la escala social, ni que sea para recuperar el poder adquisitivo perdido con la crisis.
La diagnosis de Amselle apunta un camino para salir de este laberinto en el cual la izquierda se ha adentrado -y hay que decir que buena parte de sus intelectuales orgánicos se ha adentrado de buen gusto, porque obtenían más réditos académicos y económicos y menos quebraderos de cabeza filosóficos y laborales que ocupándose de cuestiones políticas y económicas-. El camino pasa por abandonar un pensamiento político que fracciona a la izquierda y la recluye en torres de marfil incomunicadas entre sí.
Como denunció Mark Fisher en un ensayo de 2013, este tipo de discursos nos ha llevado a un desfiladero «oscuro y desmoralizante, donde la clase ha desaparecido y el moralismo está en todas partes, donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes: no porque estemos aterrorizados por la derecha, sino porque hemos permitido que modos de subjetividad burguesa contaminen nuestro movimiento.»
Fisher llamó a esta nueva izquierda, con una importante presencia en las redes sociales «el castillo del vampiro». Sus habitantes, explicaba, son prisioneros de un triple deseo: el del sacerdote de excomunicar y condenar, el del académico pedante de ser el primero en detectar un error, y el del hipster que quiere formar parte de un grupo en vez «de buscar un mundo en el que todo el mundo consigue ser libre de la clasificación identitaria».
En el «castillo del vampiro» todo el mundo vive acorralado «en campos identitarios» que son «definidos en términos marcados por el poder dominante» y «aislados por una lógica del solipsismo que insiste que no podemos comprender al otro si no pertenecemos al mismo grupo».
Ya en 2013 Fisher comprobó que en estas largas discusiones en Twitter sobre privilegios había «un mecanismo de proyección y rechazo por el cual la mera mención de la clase es automáticamente tratada como si significase subestimar la importancia de la etnia y el género». De hecho, decía, lo que ocurre es exactamente lo contrario: se utiliza una definición liberal de éstas para «oscurecer el concepto de clase» hasta el punto de desarticularlo de otras categorías. El concepto de «interseccionalidad», que aparece con frecuencia como una solución mágica, se utiliza, precisamente, como barricada frente a ese intento de articulación.
«El castillo del vampiro se alimenta de la energía, la ansiedad y las vulnerabilidades de jóvenes estudiantes, pero sobre todo vive convirtiendo el sufrimiento de grupos particulares, cuanto más ‘marginales’ mejor, en capital académico», escribía Fisher. «Las figuras más elogiadas en el castillo del vampiro son aquellas que han descubierto un nuevo mercado de sufrimiento: quienes pueden encontrar un grupo más oprimido y sometido que cualquier otro previamente explotado serán promovidos rápidamente en la escala.»
El resultado lo han ido comprobando, como si dijéramos, a garrotazos: a medida que la nueva derecha ha avanzado electoralmente y han visto que existe un mundo más allá de las redes sociales. La solución no pasa por encerrarse en torres de marfil -y menos todavía en torres de marfil dentro de las torres de marfil ya existentes- ni leer medios de comunicación digitales ni ver programas de televisión dominicales que confirmen, de manera autocomplaciente, la manera en que vemos el mundo en lugar de escuchar otras opiniones, por desagradables que puedan resultar.
Se trata de abandonar este pensamiento, en definitiva, que tiene como matriz aquello que se ha llamado posmodernismo y regresar a categorías universalistas, republicanas, que apelen a mayorías sociales. La que no implica, evidentemente, una asunción acrítica de las opiniones xenófobas o machistas que puedan tener muchos trabajadores. También recuperar, reconstruir y fortalecer el hoy deteriorado tejido social y asociativo popular. De lo contrario, la nueva derecha nacional-conservadora seguirá ganando terreno aquí y allá. Y no será ninguna sorpresa.
Muchas gracias.
Àngel Ferrero es periodista y traductor. Es coautor de La quinta Alemania (Icaria, 2013) y El último europeo (La Oveja Roja, 2014).