Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Karl Marx nació hace doscientos años. Pocos pensadores han influido tanto en la historia como él. Su crítica aguda y radical del capitalismo sigue siendo actual hoy en día: crisis económicas, explotación, las características del Estado, la lucha de clases, el papel de la clase obrera, el pensamiento ecologista… (1).
1. Crisis económica
La crisis financiera de 2008 tuvo unos efectos devastadores. Socavó las finanzas públicas y costó un 20 % del PIB a los países de la zona euro (2). Para salvar a los bancos las autoridades nacionales del mundo entero liberaron casi 9 billones de dólares, esto es, el equivalente a 65 años de ayuda al desarrollo (3).
Esta gran recesión provocó el desmoronamiento de todo el sistema financiero. El colmo es que los economistas burgueses ni siquiera lo vieron venir. Pero no es sorprendente ya que la economía burguesa simplemente no tiene una teoría de la crisis. Para explicar una crisis económica se recurre a explicaciones superficiales y psicológicas como «comportamientos irresponsables» o «mala evaluación» de los actores económicos, «comportamiento irracional» de los inversores o «mala comunicación» por parte de los políticos. En el mejor de los casos se habla de «reglas del juego imperfectas». No hay un análisis profundo, estructural.
Para Marx, por el contrario, el estudio de las crisis es un elemento esencial de su teoría. Para él la crisis no es un fenómeno debido al azar o a la codicia. Al contrario, la crisis forma parte del ADN del capitalismo. Es parte integrante de su propia lógica. «El verdadero límite de la producción capitalista es el propio capital» (4). Marx constató que el motor del capitalismo se averiaba regularmente y entonces se destruye una parte del aparato de producción. Durante las crisis «una buena parte de los productos fabricados e incluso de las fuerzas productivas ya creadas se destruye regularmente» (5).
Marx fue el primer economista que explicó por qué el capitalismo se enfrentaba a crisis regularmente. Su explicación es la siguiente en pocas palabras: las personas asalariadas producen más de lo que pueden comprar con su salario o, dicho de otro modo, ganan menos que el valor que ellos producen con su trabajo (véase el segundo punto). Como la producción es mayor que lo que se puede consumir una parte de la producción no se puede vender. «La razón última de todas las crisis reales es siempre la pobreza y la limitación del consumo de las masas frente a la tendencia de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si solo tuvieran como límite la capacidad absoluta de consumo de la sociedad»(6).
De este modo se crea regularmente un cortocircuito entre la producción y el consumo. Durante la crisis se suprime este cortocircuito. Es una cura periódica de saneamiento, una purga que necesita el capital para sobrevivir. La crisis es «una destrucción violenta del capital, no debido a relaciones externas sino como condición de supervivencia» (7). La purga es brutal. En cada ocasión quien paga la crisis es la población de personas trabajadoras. «El capital no tiene en cuenta la salud y la duración de la vida del obrero, salvo cuando la sociedad lo obliga a tomarlas en consideración» (8). La crisis de 2008 precipitó a la pobreza extrema a 64 millones de personas en todo el mundo. Según Oxfam, se necesitarán entre 10 y 25 años para que la pobreza vuelva al nivel anterior a la crisis (9).
Durante una crisis se habla de superproducción, pero se hace desde el punto de vista del capital. En realidad se trata de un subconsumo porque para una gran parte de la población no se satisfacen muchas de las necesidades vitales a pesar de todo lo que se produce. «No se producen demasiados medios de subsistencia en proporción a la población existente; por el contrario, se producen demasiado pocos como para satisfacer decente y humanamente al grueso de la población» (10). Pensemos en las largas listas de espera para obtener una vivienda social, una plaza en la guardería, cuidados para personas discapacitadas y mayores. Y ni siquiera hablamos todavía de los enormes retos que plantea la producción de energía verde.
¿Qué recetas hay para hacer frente a una crisis económica? ¿Cómo supera la élite económica las recesiones periódicas? «Por una parte, mediante la destrucción forzosa de una una parte considerable de las fuerzas productivas; por otra, mediante la conquista de nuevos mercados y una explotación más intensiva de los antiguos» (11). De nuevo, la última crisis lo ilustra perfectamente. Después de 2008 las multinacionales de todo el mundo perdieron 2 billones de dólares de capacidad de producción y se destruyó un total de al menos 20 millones de empleos (12). Después de 2008 y en todos los países capitalistas los salarios se redujeron seriamente. «Las crisis también ofrecen unas posibilidades interesantes. Podemos obtener cosas que serían imposibles sin ellas», afirmaba Wolfgang Schäube, ministro de Finanzas alemán en el apogeo de la crisis en Europa (13).
Otro intento de salir de las crisis recurrentes es el «dopaje financiero» del sistema. Cuando las expectativas de beneficio en la esfera de la producción son bajas el capitalista recurre al sector financiero. «La especulación se produce regularmente en períodos en los que la superproducción ya está en pleno apogeo. Proporciona a la superproducción salidas temporales al mercado» (14). Tras la crisis de 19 73 somos testigos de una verdadera explosión financiera. En 1980 los activos financieros representan el 120 % del PIB en el mundo entero. En 2014 es el 370 %, es decir, tres veces más (15). El mercado de derivados representa hoy más de 630 billones de dólares (16), que equivalen a casi 90.000 dólares por cada persona en el mundo. Poco antes de la crisis de 2008 más del 40 % de los beneficios de las grandes empresas provenía de la especulación (17).
En el seno de la élite económica se esconde una capa superior financiera que parasita al resto de la economía. «Produce una nueva aristocracia financiera, una nueva clase de parásitos en forma de proyectistas, fundadores de sociedades y directores puramente nominales: todo un sistema de especulación y de fraude con respecto a las fundaciones de sociedades y a la emisión y al tráfico de acciones» (18).
Los intentos de salir de la crisis permiten un alivio temporal pero no resuelven fundamentalmente el problema, al contrario, las contradicciones dentro del capitalismo «se superan permanentemente pero también se resucitan constantemente» (19). «La producción capitalista tiende constantemente a superar estos límites que le son inmanentes, pero sólo lo consigue en virtud de medios que vuelven a alzar ante ella esos mismos límites, en escala aún más formidable» (20). Las crisis se aprovechan para bajar los salarios con el fin de que los beneficios puedan aumentar más. Pero esto es precisamente una receta para un futuro cortocircuito entre producción y consumo.
El dopaje financiero no hace más que empeorar las cosas. «Proporciona a la superproducción salidas temporales al mercado, mientras que por esta misma razón precipita el estallido de la crisis y aumenta su fuerza» (21). El tamaño y poder de los grupos financieros, y el impacto que tienen sobre la esfera de producción han llegado a ser capaces actualmente de desestabilizar la economía mundial. Eso es lo que ocurrió en 1929 con el crash de Wall Street y en 2008 con la crisis financiera. Desde la financiarización de la economía en 1973 se ha perdido el vínculo con la economía real. Ha aparecido una gigantesca burbuja financiera que puede estallar tarde o temprano y que, además, estalla regularmente. Desde la década de 1980 cada dos o tres años hay una crisis bursátil, una crisis banquera, un crash financiero o una crisis de endeudamiento. Estas crisis financieras no existen por sí mismas, son consecuencia de la superproducción. «La crisis se desata en el ámbito de la especulación y sólo más tarde lo hace en la producción. Lo que al observador superficial le parece ser la causa de la crisis no es la superproducción, si no el exceso de especulación, pero esto en sí es sólo un síntoma de la superproducción» (22).
¿A qué lleva todo esto? A la preparación de «crisis cada vez más multilaterales y violentas» (23). En efecto, las crisis de estas últimas décadas se han vuelto cada vez más profundas y no van seguidas necesariamente de una recuperación o de periodos de buena coyuntura económica. Si aun así hay un periodo de buena coyuntura, a menudo es corto y, sobre todo, está causado por el «dopaje financiero»: deudas o especulación. Ahora las crisis ya no son acontecimientos aislados que se repiten con algunos años de intervalo, tienen un carácter casi permanente.
2. La explotación del trabajo
Fortunas fabulosas por una parte, miseria sorda por otra. ¿De dónde vienen estos fenómenos? ¿Tienen relación? Durante gran parte de su vida Marx buscó la respuesta a ambas preguntas. Buscaba el «fundamento oculto de la construcción socioeconómica» (24) responsable tanto de gigantescas riquezas como del abismo entre personas ricas y pobres. «Sólo con el conocimiento de las leyes económicas se puede entender la estrecha relación entre el hambre de la parte más activa de la fuerza de trabajo y el consumo grosero o sofisticado y excesivo de los ricos basado en la acumulación capitalista» (25).
Tras largos estudios desarrolló la teoría de la plusvalía y de la explotación: «La motivación y el objetivo dominante del proceso de producción capitalista es, sobre todo, la mayor autoexpansión posible del capital, lo que significa la mayor producción posible de valor añadido, es decir, la mayor explotación posible de la fuerza de trabajo por parte del capitalista» (26).
La clave es que cada persona trabajadora produce más valor que el salario que recibe a cambio. También es la condición para que el capitalista esté dispuesto a contratar. Supongamos, por ejemplo, que un trabajador produce un valor de 25 euros (de bienes o de servicios). Su salario será de 15 euros (27). La diferencia, 10 euros, es lo que Marx llama plusvalía. Este dinero va a los bolsillos del propietario de la empresa (el patrón o los accionistas). Marx denomina «explotación» al hecho de que el capitalista se atribuya esta plusvalía.
Nuestro ejemplo es ficticio, pero cercano a la realidad. En las quinientas empresas más grandes del mundo la plusvalía media por trabajador es de aproximadamente 11 euros la hora (28).
La creación de plusvalía explica por qué hay una riqueza gigantesca en el seno del capitalismo. Supongamos que en la empresa de nuestro ejemplo trabajan cien personas. El patrón se embolsa entonces mil euros por hora o setenta veces más que su trabajador. Por consiguiente, la propiedad de los medios de producción lleva a una concentración desmesurada de riqueza en manos de unas pocas personas. En nuestro ejemplo un trabajador con un salario de 2.500 euros tendría que trabajar 160.000 años para tener la fortuna de Albert Frère (29). Actualmente en el mundo ocho personas poseen tanto como 3.600 millones de de personas. En pocas palabras, «los que […] trabajan [en la sociedad burguesa] no ganan y los que en ella ganan no trabajan» (30).
No en vano la obra principal de Marx, El Capital, empieza con la siguiente frase: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un enorme cúmulo de mercancías» (31). Hoy en día no es diferente. Nuestro país [Bélgica] nunca ha producido tanta riqueza como hoy. El ingreso medio disponible de un hogar belga con dos hijos es de 8.650 euros netos al mes (32).
Con semejante riqueza es evidente que todos podríamos vivir sin preocupaciones, en la opulencia. Y aun así existe mucha miseria. Un 20 % de nuestros hogares corre peligro de caer en la pobreza, una cuarta parte de las familias tiene problemas para pagar todos sus gastos médicos, un 40 % no puede ahorrar nada y un 70 % de las personas en paro tiene problemas para llegar a fin de mes (33).
» No hay dinero, lo único que podemos hacer es ahorrar», vocea a coro la derecha. ¿Cómo que no hay dinero? Solo en los tres últimos años las empresas belgas han desviado 300.000 millones de euros a los paraísos fiscales (34). Es una acumulación colosal de dinero con la que las empresas simplemente no saben qué hacer. Con mil millones de euros es posible dar empleo a 30.000 personas durante un año (35). Para Marx el problema no es que haya demasiada riqueza sino que está escandalosamente mal repartida y que ello es parte integrante del capitalismo. «El capital es la potencia económica, que lo domina todo, de la sociedad burguesa. Debe constituir el punto de partida y de llegada» (36).
Desde el origen del capitalismo la lucha por la plusvalía constituye el centro de la lucha social. Dado que la plusvalía es la única fuente de beneficios también es, por consiguiente, el objetivo último de todo capitalista. Sin embargo, cuanto más altos son los salarios más bajos son los beneficios y viceversa. El capitalista hace lo imposible para lograr que las personas asalariadas trabajen más tiempo, más duramente y más barato. Las personas asalariadas, por su parte, se esfuerzan por obtener una jornada laboral más corta, un salario más alto y más justo, y un ritmo de trabajo más humano. Los intereses son incompatibles: lo que para una persona es ganancia para otra es pérdida: Marx describe el capital de la siguiente manera: «El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa» (37).
Para sobrevivir una persona trabajadora debe ofrecer necesariamente su fuerza de trabajo en el mercado de empleo, ahí donde impera la ley de la oferta y la demanda. «Estos obreros, que se ven obligados a venderse por piezas, constituyen una mercancía como otro artículo de comercio y, en consecuencia, se ven expuestos de igual modo a todas las vicisitudes de la competencia sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las oscilaciones del mercado» (38).
Cuantas más personas trabajadoras se presenten para un mismo trabajo más competencia hay entre ellas y más inclinadas estarán a aceptar el trabajo por un salario menor y en peores condiciones. Por ello la élite económica siempre hace para que haya demasiadas personas trabajadoras o, en términos de Marx, un ejército industrial de reserva: «A la producción capitalista no le basta, de ninguna manera, la cantidad de fuerza de trabajo disponible que le suministra el incremento natural de la población. Para poder desenvolverse libremente requiere un ejército industrial de reserva que no dependa de esa barrera natural» (39).
Para mantener este ejército de reserva tras la Segunda Guerra Mundial se atrajo a Europa a trabajadores emigrantes y se incitó a las mujeres a trabajar. Hoy este ejército de reserva en los países ricos constituye el 26 % de la población activa (véase gráfico 1). En el mundo es incluso un 58 % (40). Desde hace décadas se preserva el nivel de este ejército de reserva haciendo trabajar a la gente más tiempo (se eleva la edad de jubilación y se suprimen las prejubilaciones), obligando a las personas paradas a aceptar un trabajo, acosando a la enfermas de larga duración para que vuelvan al trabajo lo antes posible y poniendo a trabajar a más estudiantes. «Lo que en un polo es acumulación de riqueza es, en el polo contrario […] es acumulación de miseria, de tormentos de trabajo» (41).
Cuando se trata de beneficios el capital no tiene en cuenta en absoluto la salud o bienestar de la persona trabajadora. Marx lo formula así: en su «hambre insaciable de plusvalía» el capital comete «unas extravagancias desmesuradas» (42).
La relación entre salarios y beneficios, o el grado de explotación, se define por medio de las relaciones de fuerza entre el trabajo y el capital. Cuanto más se organiza y defiende la población de personas trabajadoras mejores son las condiciones salariales y las condiciones de trabajo (véase punto 5). La huelga es una herramienta importante en esta relación de fuerzas. En el momento de la huelga se seca la fuente de la plusvalía y, por lo tanto, el enriquecimiento del capitalista, con lo que el capitalismo queda tocado en el corazón. De ahí, según Marx, «la ira furiosa» de la élite económica «contra la huelga» (43).
3. Lucha de clases
Micheline es una obrera de una gran empresa textil. Su jefe es el señor Richard*. Hay 600 personas asalariadas a su servicio. A primera vista Micheline y el señor Richard son ciudadanos iguales que tienen los mismos derechos. Ambos tiene derecho de ir a donde quieran, de hacer lo que deseen. Cuando entran en una misma tienda pagan el mismo precio. En la elecciones cada uno tiene un voto y en principio son iguales ante la ley.
Pero en cuanto se traspasa la puerta de la empresa todo cambia como por encanto. Micheline ya no tiene nada que decir y ya no se trata de los mismos derechos. Para poder disponer de unos ingresos se ve obligada a vender su fuerza de trabajo. El hecho de tener derecho a trabajar, cuántas horas a la semana, la organización de su trabajo, todo está totalmente determinado por su jefe. El señor Richard, por su parte, decide él mismo tanto acerca de sus propias inversiones y sus beneficios, como acerca de todo lo que concierne a Micheline. Si le da la gana invertirá el dinero en otra empresa que echará a Micheline a la calle.
«¿Qué es la riqueza sino […] el absoluto despliegue de las potencialidades creativas [del ser humano]», escribe Marx (44). Micheline es una mujer sociable, creativa y emprendedora. Pero dentro de la empresa no puede desplegar su talento, al contrario, tiene que reprimirlo para poder seguir trabajando ahí. Lo único que se espera de ella es que actúe para realizar las expectativas de beneficios de su jefe. Es reducida a un factor de producción, no se tienen en cuenta en absoluto su dignidad humana o sus necesidades. «El trabajo como mero servicio para la satisfacción de necesidades inmediatas no tiene nada que ver con el capital, ya que no es asunto del capital» (45).
Micheline trabaja a un ritmo desenfrenado, se cronometran sus pausas para ir al servicio. Aun así gana veinte veces menos que su jefe, que organiza totalmente solo su ritmo de trabajo y sus vacaciones. Ella vivirá con buena salud 18 años menos que la señora Richard (46). «La producción no produce al hombre simplemente como mercancía […] lo produce […] como un ser espiritual y físicamente deshumanizado» (47).
Micheline y el señor Richard personifican la muy desigual situación socioeconómica de la sociedad capitalista. Veamos la situación en Bélgica. En la base de la pirámide hay una tercera parte de la población que no puede ahorrar y que tiene muy pocas posesiones. En la parte alta hay un 5 % de superricos. Poseen tanto como el 75% de las personas más pobres. Unos cientos de familias controlan la mayor parte de la economía belga (48). Marx tuvo el mérito de analizar con precisión esta contradicción flagrante, pero también de situarla en una perspectiva histórica y de ver cómo se podía superar. En la maraña de contradicciones y conflictos sin fin descubrió un patrón fundamental que aparece regularmente con diferentes aspectos. Según él, la contradicción entre trabajadores y patronos en el capitalismo no es un fenómeno nuevo, ya había surgido una contradicción similar bajo diferentes formas varias veces a lo largo de la historia. «La historia de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la historia de las luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales de gremio, en definitiva, opresores y oprimidos han estado permanentemente enfrentados, han librado una lucha incesante entre sí, en ocasiones velada y otras veces abierta; una lucha que ha concluido sistemáticamente con una transformación revolucionaria de toda la sociedad o con el hundimiento generalizado de las clases combatientes. […] La sociedad burguesa moderna, surgida del hundimiento de la sociedad feudal, no ha eliminado estos enfrentamientos entre clases. Sencillamente, ha establecido nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas formas de lucha en lugar de las anteriores. Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se distingue por haber simplificado los enfrentamientos entre clases. La sociedad en su conjunto se encuentra cada vez más dividida en dos grandes frentes enemigos, en dos grandes clases directamente antagónicas: la burguesía y el proletariado» (49).
Esta lucha de clases es esencialmente una lucha en torno al excedente económico. Durante cientos de miles de años la humanidad ha vivido en modo de supervivencia. No había excedentes y todo se compartía equitativamente. Era el periodo de los cazadores recolectores y de los inicios de la agricultura. A partir de 3.000 años antes de Cristo esta situación cambia. Las técnicas de agricultura mejoran y se produce más de lo necesario para sobrevivir. La producción excedente permite la creación de categorías de población que no producen: dirigentes, sacerdotes, clérigos, jueces, soldados… En estas filas se forma una capa que atrae el poder, que tiene en sus manos los medios de producción más importantes y que se va a apropiar de la producción excedente.
Así nace la escisión de la sociedad en una pequeña clase superior que se enriquece en detrimento de las clases inferiores. Este esquema es recurrente en la historia. En la Antigüedad los amos se enriquecen gracias a los esclavos. En la Edad Media la nobleza lo hace gracias a los siervos. En el capitalismo son los capitalistas quienes se enriquecen en detrimento de la clase obrera.
Evidentemente, este enriquecimiento o explotación no se basa en el consentimiento espontáneo de las clases inferiores, debe ser forzado, supone una lucha y de ahí la formulación de Marx que habla de «lucha» de clases.
Debido a que esta lucha concierne esencialmente a la producción excedente el trabajo se organiza de tal manera que la clase dominante pueda seleccionar el excedente económico. «La forma económica específica en la que se le extrae el trabajo adicional no remunerado al productor directo determina la relación de dominación y servidumbre […] en esto se funda toda la configuración de la entidad comunitaria económica […] y, al mismo tiempo, su figura política específica. En todos los casos es [en] la relación directa entre los propietarios de las condiciones de producción y los productores directos […] donde encontraremos el secreto más íntimo, el fundamento oculto de toda la estructura social, y por consiguiente también […] de la forma específica del Estado» (50).
La posesión de los medios de producción es esencial en la apropiación de la producción excedente y por eso Marx no lo desea. «Vemos cómo solo ahora puede perfeccionar la propiedad privada su dominio sobre el hombre y convertirse, en su forma más general, en un poder histórico-universal » (51). Para Marx las clases tienen que ver con la esfera de producción. Se trata de grupos de personas una de las cuales puede apropiarse del trabajo de otra debido al hecho de que posee unos medios de producción.
Para Marx y Engels la lucha de clases no es un detalle de la historia es «la fuerza directamente propulsora de la historia» (52). Es la dinámica fundamental que hace avanzar la historia. Para Marx es un desarrollo «diálectico», es decir, una dinámica basada en contradicciones internas. «Siendo la base de la civilización la explotación de una clase por otra, su desarrollo se opera en constante contradicción. Cada progreso de la producción es al mismo tiempo un retroceso en la situación de la clase oprimida, es decir, de la inmensa mayoría» (53). Esta ley «tiene el mismo significado para la historia que la ley de la conservación de la energía para las ciencias naturales» (54).
En la visión de la sociedad de Marx y Engels los intereses contradictorios tienen un lugar fundamental, lo cual matiza su opinión sobre la política. «El poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra» (55). Para Marx el conflicto es fundamental. La política no se hace para buscar soluciones a los problemas, sino para ocuparse de situaciones de dominación y de opresión. Solo abordando las causas se puede acabar con eso. Para Marx la política es en primer lugar una confrontación entre grupos de interés que él denomina clases. «La sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de las relaciones, relaciones en las que estos individuos se encuentran entre sí. Como si alguien tratara de decir: desde el punto de vista de la sociedad, los esclavos y los hombres libres no existen, son todos seres humanos» (56). Micheline y el señor Richard serían ambos seres humanos, ni más ni menos …
Solo se puede producir un verdadero cambio de sociedad si se abordan las contradicciones fundamentales y eso se sitúa en el nivel de la economía. «Según esto, las causas últimas de todas las modificaciones sociales y las subversiones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres, en su creciente comprensión de la verdad y la justicia eternas, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio; no hay que buscarlas en la filosofía, sino en la economía de las épocas de que se trate» (57).
No es que a Marx y Engels no les interesara la lucha de las ideas, le dedicaron casi toda su vida. Pero es iluso pensar que es posible modificar los fundamentos de una sociedad solo por medio de la persuasión, haciendo cambiar a la gente de opinión. El poder de la argumentación por sí mismo no lo logrará ya que las ideas no existen por sí mismas. «La producción de las ideas […] aparece al principio directamente entrelazada con la actividad material y el trato material de los hombres » (58). Y esta actividad material no es neutra sino que está caracterizada por las relaciones de fuerza que determinan a su vez las ideas . «Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época» (59) . Si se quiere vencer a las ideas dominantes hay que destronar a la clase dominante y para ello hay que modificar las relaciones de fuerza, para lo cual la clase obrera es esencial.
4. El papel de la clase obrera
Marx era un pensador estratégico. No quería saber nada de ideas románticas, alejadas de la realidad. En cambio, buscaba palancas y fuerzas en la realidad que pudieran llevar a un mundo mejor. «[Los obreros] No tienen que realizar ningunos ideales sino, simplemente, liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno» (60). Más precisamente, hay que poder usar «unas fracturas internas de la burguesía» (61).
La fuerza social en el interior del capitalismo capaz de hacerlo es la clase obrera. La esencia del capitalismo es, entre otras cosas, la acumulación de capital basado en la plusvalía y el trabajo asalariado. En última instancia eso hace al capitalista dependiente del trabajado. «La condición fundamental para la existencia y la dominación de la clase burguesa es la acumulación de la riqueza en manos de ciudadanos particulares y la creación y multiplicación del capital; y la condición para la existencia del capital es el trabajo asalariado» (62). Las personas obreras pueden paralizar la producción y herir al capitalismo en el corazón.
Debido a que cada vez se organiza más la producción en grandes unidades, el capitalismo une de hecho a la población trabajadora. «El capital es lo que los une» (63). «El avance de la industria, cuyo portador, carente de voluntad y de capacidad de resistencia, es la burguesía, provoca que el aislamiento de los trabajadores, generado por la competencia, sea sustituido por la revolucionaria unión generada por la asociación [sindicatos] […] Los trabajadores empiezan a crear coaliciones [sindicatos] contra los burgueses. Se unen para defender sus salarios. Fundan asociaciones estables con el fin de estar preparados para cualquier posible rebelión» (64).
El hecho de unirse aumenta también la conciencia política de las personas trabajadoras. «Con el desarrollo de la industria el proletariado no solo crece, sino que se reúne en masas más amplias y aumenta su poder, del que es cada vez más consciente» (65).
Es la astucia de la historia. Sin saberlo el capitalismo «está cavando su propia tumba» (66).
En la lucha por una sociedad más justa las personas trabajadoras tendrán que contar sobre todo con ellas mismas y no con la burguesía o la pequeña burguesía (67). «La emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos. No podemos, por consiguiente, marchar con unos hombres que declaran abiertamente que los obreros son demasiado incultos para emanciparse ellos mismos, por lo que tienen que ser liberados desde arriba, por los filántropos de la gran burguesía y de la pequeña burguesía» (68). Contrariamente a las demás clases, las personas trabajadoras «no tienen nada que perder más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar» (69). Serán las personas trabajadoras quienes «por su valor, resolución y espíritu de sacrificio, formarán la fuerza principal en la conquista de la victoria. Como hasta aquí ha ocurrido, en la lucha que viene la pequeña burguesía mantendrá una actitud de espera, de irresolución e inactividad tanto tiempo como le sea posible, en orden a que, tan pronto como la victoria esté asegurada, pueda arrogársela como propia y decir a los trabajadores que permanezcan tranquilos, vuelvan al trabajo y eviten los llamados excesos, apartando así a los obreros del fruto de su victoria» (70).
Así, las personas obreras representan a la gran mayoría de la población. «Todos los movimientos pasados han sido movimientos impulsados por minorías o en interés de minorías. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de la inmensa mayoría en interés de la inmensa mayoría. El proletariado, la capa más baja de la sociedad actual, no puede levantarse, no puede alzarse, sin hacer saltar por los aires toda la superestructura de capas que constituyen la sociedad oficial» (71).
Para Marx y Engels no hay duda posible: «De todas las clases que se enfrentan hoy a la burguesía, el proletariado es la única verdaderamente revolucionaria» (72).
¿Siguen siendo válidas hoy en día las ideas de Marx y Engels?
Es indudable que la situación de la clase obrera, en comparación con la de la segunda mitad del siglo XIX ha cambiado profundamente. Ha disminuido fuertemente la cantidad de agricultores y obreros industriales mientras que el sector de servicios ha experimentado un gran aumento. Pero en lo fundamental la naturaleza del capitalismo no ha cambiado, bien al contrario, estas modificaciones no han hecho más que reforzar y consolidar las relaciones capitalistas.
El capital sigue estando en manos de muy pocas personas. Más aún, en comparación con el siglo XIX la concentración de capital ha aumentado terriblemente. Actualmente 147 superempresas controlan el 40 % de la economía mundial. 737 de estos «systems integrators» incluso controlan el 80 %. Las 110 empresas más grandes tienen un volumen de negocios mayor que el PIB de más de 120 Estados nacionales (73). Exactamente como había previsto Marx, la cantidad de personas asalariadas ha aumentado sistemáticamente: nunca ha habido tantas como hoy en día. Desde 1990 hay 1.200 millones de personas trabajadoras más en el mundo (74). El único objetivo de las discusiones de moda sobre «el fin de la clase obrera», el postcapitalismo o el postmodernismo es minar la combatividad del movimiento obrero. Aun así, eso no resiste a la prueba de la realidad.
Lo único que puede perder esta mayor cantidad de personas trabajadoras en el mundo es sus cadenas. Más de 700 millones de personas trabajadoras trabajan por unos salarios ridículos, son los «working poor» [personas trabajadoras pobres]. Además, 1.400 millones de personas trabajadoras tienen unas condiciones laborales muy malas, sobre todo trabajo informal. 190 millones de personas están estructuralmente en paro. En total se trata de más del 70 % del conjunto de la población activa (75). Y la tendencia actual no va por buen camino. Desde la crisis bancaria de 2008 la cantidad de ingresos medios ha disminuido en muchos países (76). Los nuevos empleos son cada vez más temporales o a tiempo parcial. Hoy en día una gran parte de los ingresos medios está expuesta a la incertidumbre que caracterizaba el trabajo en el siglo XIX. Al aumentar el ritmo de trabajo y la flexibilidad las condiciones laborales se vuelven cada vez peores para la mayor parte de las personas trabajadoras.
La clase obrera debe seguir confiando solo en sí misma y no debe esperar demasiado de las fuerzas (pequeño)burguesas o de los partidos. Una coalición entre los Verdes y los socialdemócratas es la que hace veinte años lanzó en Alemania un ataque contra los salarios y los contratos de trabajo, y ha arrastrado así a toda Europa a una espiral descendiente de destrucción social (77). Son los populistas de (extrema)derecha o los nacionalistas al estilo Trump, Le Pen, Salvini, Orban y compañía quienes supuestamente representan a la persona común, pero que de hecho son los recaderos de los grandes grupos del capital.
5. La importancia de la organización y de la unidad
Para Marx la clase obrera es la verdadera clase revolucionaria, que constituye el vínculo entre la vieja sociedad y la nueva. No obstante, esta transformación hacia una nueva sociedad no se producirá espontáneamente. Tampoco se producirá por medio de un gran cambio de mentalidades o adoptando otro estilo de vida personal. Las personas obreras se ven enfrentadas a un enemigo fuerte y tendrán que hacer todo lo posible para construir relaciones de fuerza. Por lo tanto, tendrá que organizarse. «Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase» (78).
La historia ha demostrado que la organización de la clase obrera era decisiva para los logros sociales. En la mayoría de los casos estos logros han sido arrebatados a los parlamentos. Sin huelgas nacionales no habría sufragio universal y el trabajo infantil seguiría siendo una realidad. Las vacaciones pagadas, el salario mínimo, las pensiones, los subsidios de paro, los subsidios familiares, etc, todo ello se debe a la dura lucha social de las generaciones anteriores.
Hasta la década de 1950 estas huelgas tenían un carácter ofensivo y después un carácter más defensivo: luchar para preservar todo lo posible el estado de bienestar. El nivel de organización es determinante en la lucha social. Cuanto más fuertes son los sindicatos, más garantizan la edificación y preservación del estado de bienestar social. Los países que tiene la tasa más alta de sindicalización disponen de los mejores sistemas de seguridad social y conocen una pobreza menor. A la inversa, los países que tienen una tasa de sindicalización baja se enfrentan a más pobreza y más problemas de criminalidad, salud, etc. (79).
Para Marx organizar a la clase obrera implicaba al menos tres cosas.
En primer lugar, hay que tener una visión y una estrategia a largo plazo. Sin duda las personas obreras deben luchar para tener mejores condiciones laborales, pero siempre con el objetivo final muy presente. «De cuando en cuando los obreros ganan, pero solo de forma temporal. El verdadero resultado de sus combates no es el éxito inmediato, sino la unión de los trabajadores, cada vez más amplia» (80) . Las personas trabajadoras deben tomar conciencia del hecho de que «la emancipación económica de la clase obrera es […] el gran fin al que todo movimiento político debe ser subordinado como medio» (81) .
En segundo lugar, la unidad es una condición decisiva del éxito. Tras enfrentarse a una serie de derrotas, Marx constataba «que todos los esfuerzos dirigidos a este gran fin han fracasado hasta ahora por falta de solidaridad entre los obreros de las diferentes ramas del trabajo en cada país y de una unión fraternal entre las clases obreras de los diversos países» (82). A la élite le gusta promover esta división. Tiene todo el interés en dividir internamente a la población trabajadora y en enfrentar a unas personas con otras. El nacionalismo y el racismo son unas herramientas prácticas para lograrlo. Desvían la atención de las contradicciones de clase y ocultan a la élite. Llevan a las personas obreras a luchar contra quienes están abajo en vez de luchar contra quienes están arriba. Hacen olvidar la escandalosa fractura entre personas ricas y pobres, y el hecho de que la población trabajadora paga el precio. El nacionalismo y el racismo constituyen el tendón de Aquiles del movimiento obrero.
Marx hablaba de ello con ocasión de las tensiones entre las y los obreros ingleses e irlandeses en Inglaterra. En el siglo XIX en Gran Bretaña había muchas personas trabajadoras extranjeras venidas de Irlanda. Las personas irlandesas hablaban la misma lengua que las británicas, pero eran mucho más pobres y practicaban otra religión. La élite británica azuzaba intencionadamente las tensiones con el fin de reforzar su propia posición y debilitar al movimiento obrero. «Todos los centros industriales y comerciales de Inglaterra tiene actualmente una clase obrera escindida en dos campos hostiles: el de los proletarios ingleses y el de los proletarios irlandeses. El obrero inglés ordinario detesta al obrero irlandés como a un competidor que hace bajar su nivel medio de existencia . […] Prejuicios religiosos, sociales y nacionales enfrentan al obrero irlandés. Se comporta con él poco menos que como los «poor whites» [blancos pobres] con los negros en los viejos estados esclavistas de los Estados Unidos. […] El irlandés […] ve en él a un tiempo al cómplice y al instrumento ciego de la dominación inglesa en Irlanda. Este antagonismo se alimenta artificialmente y se estimula con la prensa, los sermones, las revistas humorísticas, en suma, con con todos los medios de que disponen las clases dominantes. Este antagonismo es el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa a pesar de su organización. Es también el secreto del persistente poderío de la clase capitalista, que se da perfecta cuenta de ello» (83).
En Estados Unidos la división en el seno de la clase obrera no se basaba tanto en la religión o la nacionalidad sino sobre todo en el color. A finales del siglo XIX una gran parte de la población vivía en la esclavitud. Proliferaban el racismo y la discriminación. Según Marx, la clase obrera blanca debía ocuparse de la suerte de sus hermanos y hermanas negras. La emancipación de la clase obrera concernía a todos los obreros. Mientras una parte estuviera oprimida no era posible alivio alguno para el resto. «En los Estados Unidos de Norteamérica todo movimiento obrero independiente estuvo sumido en la parálisis mientras la esclavitud desfiguró una parte de la república. El trabajo cuya piel es blanca no puede emanciparse allí donde se estigmatiza el trabajo de piel negra» (84).
Son unas palabras enormemente actuales. Los políticos de derecha y de extrema derecha se divierten enfrentando entre sí a los diferentes grupos de la población. El movimiento obrero no puede caer en esa trama. Si la clase obrera está dividida no podrá hacer frente a la élite. Una actitud de solidaridad, en cambio, puede darle alas. En todo caso, esa fue la lección de Estados Unidos. «Pero de la muerte de la esclavitud surgió de inmediato una vida nueva, remozada. El primer fruto de la guerra civil fue la agitación por las ocho horas» (85).
Además de la unidad y de una visión a largo plazo el movimiento obrero también necesita un intermediario político. «Contra ese poder colectivo de las clases poseedoras el proletariado sólo puede actuar como clase constituyéndose en partido político diferenciado, opuesto a todos los antiguos partidos formados por las clases poseedoras» (86). A mediados del siglo XIX el movimiento obrero se encontraba todavía en un estado embrionario. Las personas obreras todavía estaban organizadas sobre todo a nivel local y sectorial, aún no disponían de un partido obrero propio. Si querían convertirse en un factor significativo y resistir a su poderoso enemigo, tenían que crear un partido revolucionario. Marx y Engels llegan a esta conclusión tras las fracasadas revueltas revolucionarias de 1848 en varias ciudades europeas. «El progreso revolucionario no se abrió paso con sus conquistas directas tragicómicas, sino, por el contrario, engendrando una contrarrevolución cerrada y potente, engendrando un adversario, en la lucha contra el cual el partido de la subversión maduró, convirtiéndose en un partido verdaderamente revolucionario» (87). Los sindicatos son necesarios para las luchas directas (como las reivindicaciones salariales y las condiciones laborales). Pero para llegar a un objetivo final, una sociedad justa en la que no exista la explotación, se necesita un partido político. «La coalición de las fuerzas obreras, ya obtenida merced a las luchas económicas, debe servir también como palanca en manos de esta clase, en su lucha contra el poder político de sus explotadores» (88).
6. El Estado del 1 %
En los puntos 2 y 3 hemos visto que la población trabajadora se encuentra en una posición débil y sometida respecto a los capitalistas. Sin embargo, tiene una gran ventaja: representa a la mayoría aplastante de la población. Y puesto que la producción se organiza cada vez más en grandes unidades, el capitalismo ha «reunido», por así decirlo, a las personas obreras y empleadas, lo que constituye una amenaza potencial para las relaciones de explotación.
En ese punto es en el que la clase dirigente acude al Estado para proteger su poder y sus privilegios. Ni más ni menos que Adam Smith, el fundador del liberalismo clásico, lo dijo de modo en absoluto ambiguo: «El gobierno civil, […] instaurado para asegurar la propiedad, está en realidad instituido para la defensa del rico contra el pobre o de quienes tienen alguna propiedad contra quienes no tienen ninguna» (89).
El aparato de Estado fue uno de los temas fundamentales de Marx y Engels: «Al paso que los progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el poder estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase» (90). Y concluyen Marx y Engels: «El Estado moderno no es más que una comisión que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» (91).
El Estado debe permitir a los capitalistas percibir un máximo de beneficios. Esto significa proteger la propiedad privada de los medios de producción y crear las condiciones favorables para la usurpación de la plusvalía. Esto último el Estado lo hace, entre otras cosas, delimitando los márgenes de las negociaciones salariales, limitando la posición de poder de los sindicatos, fijando el margen de maniobra legal en caso de conflictos sociales (huelgas, ocupaciones de centros de trabajo), etc.
Dicho claramente, la clase capitalista reina, pero no gobierna. Como regla general, la clase dominante deja la gestión a una casta política que se supone sirve a sus intereses a largo plazo. En una carta a Karl Marx Engels habla de una «oligarquía capaz de ocuparse de la gestión del Estado y de la sociedad que defiende los intereses de la burguesía a cambio de una indemnización adecuada» (92) . La élite económica no gobierna de forma directa sino que busca personal político para hacerlo. «La riqueza ejerce su poder indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la forma de corrupción directa de los funcionarios […] de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la Bolsa» (93).
El Estado es una especie de campana política que sirve para neutralizar y cubrir las contradicciones económicas. La cohesión, imposible en la esfera económica debido a la contradicción entre el trabajo y el capital, se crea en la esfera política. «Pero a fin de que estos antagonismo, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del «orden». Y ese poder, nacido de la sociedad pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado» (94).
El hecho de que para hacer esta misión la clase dominante subcontrate a «terceras personas», que además son cargos electos, permite salvar las apariencias de neutralidad y de imparcialidad. Se aparenta que el Estado está por encima de las clases y que representa el «interés general»: «Cada nueva clase que pasa a ocupar el puesto de la que dominó antes de ella se ve obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad» (95).
El mito de la neutralidad y del interés general se destruye rápidamente. «La alianza entre el gobierno y la Bolsa» por sí sola ya l o demuestra. Así, Jean-Luc Dehaene, exprimer ministro de Bélgica, desempeñó cargos en varias empresas, como Umicore, Lotus, Dexia y AB Inbev. Sigfried Bracke, presidente de la Cámara, era (antes de ser obligado a dimitir) consejero de Telenet, una gran empresa belga de telecomunicacione. Karel de Gucht, excomisario europeo de Comercio, trabaja en Proximus y ArcelorMittal, y José Manuel Barroso, expresidente de la Comisión Europea, trabaja ahora en el banco de inversión Goldman Sachs, uno de los responsables de la crisis financiera de 2008.
No es sorprendente que las multinacionales paguen menos impuestos que quienes trabajan limpiando sus sedes. La élite hace todo lo posible para destacar la neutralidad del Estado, pero no es más que una fachada. El Estado siempre elige siempre su campo. La policía y la justicia no protegen a las personas sin hogar frente a los especuladores, no protegen a las personas en huelga contra quienes rompen la huelga, no protegen a las personas trabajadoras despedidas contra los jefes de empresa que quieren conseguir en otros lugares un porcentaje extra de beneficio, no persiguen a los grandes banqueros que saquearon nuestra economía en 2008, etc.
El Estado asume una posición neutra mientras no esté en juego el status quo y mientras no ganen las clases subalternas. En cuanto hay peligro de que esto ocurra, se les hará frente con cañones de agua y gases lacrimógenos o se cortarán los fondos. Y si eso no basta, intervendrán los tanques. «La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley» (96) . En cuanto los intereses del capital están en peligro «el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más insignificantes» (97).
La clase capitalista es capaz, si lo desea, de estrangular la economía de un país. Es lo que ocurrió en Chile justo antes del golpe de Estado de 1873, en Venezuela en 2003 y en Grecia en 2015. El capital lleva al Estado burgués atado con una correa, por así decirlo. Esta correa puede ser larga o corta y da una idea del margen de maniobra de gobierno, pero a fin de cuentas la correa está ahí.
Debido a esta correa Marx no tenía una buena opinión de las elecciones. «En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante habían de «representar» al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo» (98). Marx consideraba que la democracia era demasiado preciosa para confiarla solamente a unas personas que se dedican profesionalmente a la política o a unos parlamentos. La democracia debe estar anclada al nivel local, cerca del pueblo, y emanar del pueblo. Según él, el proceso de toma de decisiones lo debía llevar a cabo lo que hoy llamaríamos la sociedad civil. Su modelo era el de la Comuna de París, una revuelta popular desencadenada en París en 1871 que el ejército francés reprimió en sangre al cabo de dos meses.
Esto no impide que la lucha electoral y el parlamento sea unos instrumentos útiles para la lucha obrera. Engels afirmó en 1895: «Con la agitación electoral, [el sufragio universal] nos ha suministrado un medio único para entrar en contacto con las masas del pueblo allí donde están todavía lejos de nosotros, para obligar a todos los partidos a defender ante el pueblo, frente a nuestros ataques, sus ideas y sus actos; y, además, abrió a nuestros representantes en el parlamento una tribuna desde lo alto de la cual pueden hablar a sus adversarios en la Cámara y a las masas fuera de ella con una autoridad y una libertad muy distintas de las que se tienen en la prensa y en los mítines. […] Con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción un método de lucha del proletariado totalmente nuevo, método de lucha que se siguió desarrollando rápidamente» (99).
Pero, al final habrá que revertir el equilibrio de fuerzas. «El objetivo inmediato es […] la constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por el proletariado» (100).
7. El socialismo en el orden del día
» De ahí la gran influencia civilizadora del capital; su producción de un estado social frente al cual todos los anteriores se presentaban solo como desarrollos locales de la humanidad y como idolatría de la naturaleza» (101).
A lo largo de la historia mundial la humanidad ha vivido privaciones y una enorme miseria. Desde la revolución agrícola hubo una producción excedente pero no se invertía en la economía. Se la quedaba la élite para construir palacios o templos, para vivir una vida lujosa o para mantener un ejército. Durante siglos la riqueza producida permanecía constante y aumentaba únicamente en función del aumento de población. Solo cuando la plusvalía se reinvierte en la esfera de la producción la historia se acelera. El capital nuevo permite adquirir máquinas nuevas y mejores, y desarrollar la producción. Este cambio se produjo más o menos a mediados del siglo XIX. A partir de entonces se disparó la creación de riqueza en este planeta (102).
Marx analizó minuciosamente este proceso histórico. «La gran industria creó el mercado mundial, cuyas bases había sentado ya el descubrimiento de América. El mercado mundial dio lugar a un desarrollo inconmensurable del comercio, la navegación y las comunicaciones terrestres, desarrollo que, a su vez, contribuyó a la expansión de la industria» (103) . Marx constató que las fuerzas productivas (herramientas, máquinas) tenían una tendencia histórica a hacerse mejores y más eficaces. «El resultado es una tendencia al desarrollo general de las fuerzas productivas, de la riqueza en general» (104). Cada vez se necesitaba menos tiempo «para producir trigo, ganado. […] Ganar tiempo, a eso se reduce en última instancia toda economía» (105).
La burguesía tenía la misión histórica de llevar a cabo esta aceleración de la historia. «En sus apenas cien años de dominación como clase la burguesía ha creado fuerzas de producción más masivas y colosales que todas las generaciones anteriores juntas» (106). Sin embargo, en un momento dado el capitalismo «llega a su destino histórico. Tan pronto como se alcanza este punto el desarrollo ulterior parece decadencia» (107). El capitalismo encuentra sus propios límites y la burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando su papel histórico. «Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí» (108).
En el capitalismo el objetivo de la producción es únicamente el afán de lucro de un grupo pequeño de personas que son propietarios privados y no se elabora en función de las necesidades sociales o de las oportunidades de desarrollo de la gran mayoría. «El monopolio del capital se convierte en grillete del régimen de producción que ha florecido con él y bajo él» (109).
Esto es más actual que nunca. La brecha entre lo que es posible y lo que realmente se hace nunca había sido tan grande como hoy en día. Las relaciones de producción impiden más que nunca un desarrollo digno. A escala mundial la riqueza producida en la actualidad permite a cada familia de dos personas adultas y tres hijos disponer de unos ingresos potenciales de 3.500 euros (110). En otras palabras, existe riqueza suficiente para que todo el mundo lleve una vida más que decente. Sin embargo, una tercera parte de la población mundial no dispone de instalaciones sanitarias básicas y una cuarta parte no dispone de electricidad. Una séptima parte vive en un barrio de chabolas y una novena parte no dispone de agua potable (111).
La industria alimentaria, con un valor de 4 billones de dólares, está en manos de unos pocos monopolios, que controlan casi toda la cadena alimentaria, de principio a fin, y solo operan en función de sus beneficios. Lo que determina quién podrá disponer o no de comida en este mundo son sus expectativas de beneficios y no las necesidades. Actualmente más de 800 millones de personas padecen hambre a pesar de que es posible producir alimentos para 12.000 millones de personas. Solo el alimento que se tira en Estados Unidos bastaría para alimentar a todas las personas hambrientas (112). El hambre en el mundo no es una cuestión de poca capacidad sino de malas relaciones de propiedad.
La FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, calculó que una inversión pública anual de 24.000 millones de dólares (esto es, un 0,6 % del producto anual del sector agrícola) complementada con inversiones privadas permitiría aumentar el producto mundial bruto 120.000 millones de dólares. La razón es que las personas concernidas viven más tiempo y tiene una salud mejor, y, por lo tanto, pueden producir más (113). Por consiguiente, ¡se trata de un rendimiento del 500%! Por no hablar siquiera de los millones de vidas humanas que se podrían salvar. Sin embargo, el capitalismo es incapaz de hacer esta inversión evidente y necesaria.
La situación sanitaria es igual de alucinante. A principios de este año el gigante farmacéutico Pfizer decidió parar las investigaciones sobre las enfermedades de Alzheimer y de Parkinson, no porque ya no sea necesario, al contrario, más de 60 millones de personas sufren una de estas enfermedades, sino porque el beneficio es demasiado insuficiente. En los últimos años millones de personas han muerto de sida porque las empresas farmacéuticas bloquearon el acceso a los medicamentos baratos. Cada año mueren de malaria unas 600.000 personas. Hace tiempo que se podría haber erradicado esta enfermedad, pero también en este caso se gana poco con ello. Para controlar la enfermedad bastarían 2.400 millones de dólares suplementarios al año. En los paraísos fiscales se aparcan unos 32 billones de dólares… Las empresas farmacéuticas gastan 19 veces más en marketing que en investigación fundamental. Eso lo dice todo (114).
¡Qué decir del trabajo! Marx constataba que con el paso del tiempo la productividad seguía aumentando, con lo que se liberaba tiempo para el pleno desarrollo del individuo. «Cuanto menos tiempo necesita la sociedad para producir trigo, ganado, etc., más tiempo consigue para otra producción, material o espiritual. […] Ahorrar tiempo de trabajo equivale a aumentar el tiempo libre, es decir, el tiempo para el pleno desarrollo de la persona. […] Tiempo libre, que es a la vez tiempo de ocio y tiempo para una actividad superior» (115). El hecho de que ya no se viva para trabajar sino a la inversa crea un nuevo tipo de ser humano: «El tiempo libre ha transformado a su poseedor en otro sujeto» (116). Aumenta el nivel cultural, el placer es más sofisticado. La persona trabajadora experimenta «un placer mayor, incluso mentalmente, se implica en su propio interés, lee periódicos, asiste a conferencias, educa a sus hijos, desarrolla sus gustos, etc.» (117).
En 1830 un obrero belga trabajaba 72 horas a la semana. En 1913 había 60 horas de trabajo semanal; en 1940, 48 horas y en 1970, 40 horas (118). La razón es simple: la productividad, lo que una persona obrera crea en valor por hora de media, no ha dejado de aumentar y sigue aumentando. En 1970 una persona obrera producía de media ocho veces más que hace cien años. A principios de este siglo ya era 14 veces más (119). Por consiguiente, sería de esperar que con el paso del tiempo el tiempo de trabajo siga disminuyendo. Keynes, uno de los economistas más reputados, preveía ya en 1930 que sus nietos solo tendrían que trabajar 15 horas a la semana para tener una vida cómoda (120). Pero no tenía en cuenta las relaciones de propiedad capitalistas. En vez de hacer disminuir la cantidad de horas de trabajo se nos obliga a trabajar cada vez más y durante más tiempo para satisfacer el «hambre insaciable de trabajo excedente» (121) (el trabajo excedente es el trabajo no remunerado que es la base del beneficio del capitalista, véase punto 2).
Es indudable que el capitalismo ha producido mucha riqueza, pero de manera muy desigual. Ahora bien, ¿cuánto tiempo queremos esperar todavía para satisfacer las necesidades básicas de todas las personas? El capitalismo se comporta de forma inhumana y antisocial cuando lo exige el beneficio. Destruye la naturaleza y el clima si lo requiere el beneficio. Bajo las relaciones de propiedad capitalistas es imposible alimentar a todo el mundo, prever medicamentos a un precio razonable para todos, trabajar para vivir en vez de lo contrario. «La propiedad privada burguesa moderna es la última y más acabada expresión del modo de producción y de apropiación de lo producido basado en los antagonismos de clase, en la explotación de los unos por los otros» (122). Estas palabras son más actuales que nunca.
El capitalismo ha creado suficiente plusvalía para eliminar definitivamente la penuria y, por lo tanto, la existencia de clases. Ahora bien, solo el socialismo es capaz de realizarlo. «Si el hombre está formado por su entorno las circunstancias tiene que hacerse humanas» (123). Para ello será necesario que la economía no esté en manos de una pequeña élite. «El rasgo distintivo del comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición de la propiedad burguesa. […] En este sentido, los comunistas pueden resumir su teoría en esta fórmula única: abolición de la propiedad privada» (124).
8. Interés por la naturaleza
La conciencia ecológica en el seno del mundo industrial se creó hace cincuenta años, impulsada sobre todo por el Club de Roma. En los diez últimos años la degradación climática ha fomentado esta conciencia. En el siglo XIX todavía no existía esta conciencia. Reinaba entonces la creencia en el progreso basada en los grandes avances tecnológicos de la época. Marx era hijo de su tiempo y no le era ajeno un cierto optimismo tecnológico. No obstante, en sus escritos también encontramos al mismo tiempo un profundo análisis del impacto del ser humano sobre la naturaleza, algo bastante único en su tiempo. Constata que la dominación ilimitada del ser humano sobre la naturaleza es inherente al capitalismo. Fue uno de los raros pensadores del siglo XIX que abordó de manera franca el interés por la naturaleza, lo que lo convierte en un pionero del pensamiento ecológico actual.
Ya en sus primeros escritos Marx integraba en su análisis tanto los factores geográficos y climatológicos como el efecto que estos factores tenían sobre el ser humano. «Toda historiografía tiene necesariamente que partir de estos fundamentos naturales y de la modificación que experimentan en el curso de la historia por la acción de los hombres» (125). La teoría del valor, que es el centro de la obra de Marx, no se limita únicamente al trabajo. El trabajo Y la naturaleza son las fuentes de la plusvalía. «El trabajo […] no es la fuente única […] de la riqueza material. El trabajo es el padre de ésta, como dice William Petty, y la tierra, su madre» (126).
Para poder sobrevivir el ser humano debe trabajar y dominar la naturaleza. Contrariamente al animal, «el hombre […] modifica la naturaleza y […] la domina» (127), afirmaba Engels. Marx y Engels rechazaban todo enfoque romántico o sentimental de la madre tierra. «Las ciencias modernas […] con la moderna industria han revolucionado toda la naturaleza y puesto fin a la actitud infantil del hombre hacia ella» (128).
Puesto que el ser humano está subordinado a la naturaleza, también depende de ella y debe cuidarla. «Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el cual ha de mantenerse en proceso continuo para no morir» (129). «Todo nos recuerda a cada paso que el hombre no domina, ni mucho menos, la naturaleza a la manera de un conquistador domina un pueblo extranjero, es decir, como alguien que es ajeno a la naturaleza, sino que formamos parte de ella con nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, que nos hallamos en medio de ella y que todo nuestro dominio sobre la naturaleza y la ventaja que en esto llevamos a las demás criaturas consiste en la posibilidad de llegar a conocer sus leyes y de saber aplicarlas acertadamente» (130). «Una sociedad entera, una nación, ni siquiera todas las sociedades contemporáneas juntas son propietarias de las tierra. Solo la aprovechan en usufructo y como boni patres familias tiene que legársela mejorada a las generaciones posteriores» (131). Esta última cita se escribió hace 150 años, pero se podría haber extraído de un discurso pronunciado en una reciente cumbre sobre el clima.
Marx constaba que el desarrollo económico en su época tenía un gran impacto negativo en el medioambiente. «Con el aumento de la producción y el aumento de la productividad en el trabajo […] aumenta la cantidad de materias primas utilizadas en el proceso de producción cotidiano» (132). «El desarrollo de la cultura y de la industria se ha traducido siempre en la tendencia colosal a destruir los bosques y todo lo que se ha intentado para la conservación y producción de la riqueza forestal representa un factor verdaderamente insignificante al lado de aquella tendencia» (133). Se altera el equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, lo que se expresa, entre otras cosas, en el agotamiento de las tierras agrícolas. «Con la preponderancia incesantemente creciente de la población urbana, acumulada en grandes centros por la producción capitalista, esta por una parte acumula la fuerza motriz histórica de la sociedad y por otra perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra, esto es, el retorno al suelo de aquellos elementos constitutivos del mismo que han sido consumidos por el hombre bajo la forma de alimento y vestimenta, retorno que es condición natural eterna de la fertilidad permanente del suelo» (134). «La explotación y el saqueo de los recursos de los suelos […] sustituyen el cultivo consciente y racional […], lo cual es una condición necesaria para la existencia y perpetuación de la cadena alimentaria para las generaciones futuras del hombre» (135).
Su conclusión es clara: «La producción capitalista […] no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando al mismo tiempo los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador […] Este proceso de destrucción es tanto más rápido cuanto más tome un país -el caso de los Estados Unidos de América, por ejemplo- a la gran industria como punto de partida y fundamento de su desarrollo» (136). Engels nos advierte: «No debemos […] lisonjearnos demasiado de nuestras victorias humanas sobre la naturaleza. Esta se venga de nosotros por cada una de las derrotas que le inferimos» (137).
Marx no se contenta con esta conclusión. Busca también por qué el capitalismo explota a ultranza la naturaleza. En su afán de lucro el capital reduce todo a mercancía. Se reducen los bienes a su valor de intercambio en detrimento de su valor de uso. «Un producto se convierte en una mercancía que puede ser intercambiada. Una mercancía se transforma en valor de cambio […] en dinero» (138). Nada escapa a esta codicia, ni siquiera «los huesos de los santos». La naturaleza desaparece así en «la gran retorta social a la que todo se arroja para que salga de allí convertido en cristal de dinero» (139). El capitalismo no ve el entorno natural como algo que hay que querer y disfrutar, sino como un medio del afán de lucro y para lograr aún más acumulación de capital. Por primera vez «la naturaleza se transforma en puro objeto para el hombre, en pura cosa utilitaria; deja de ser reconocida en tanto potencia para sí» (140).
Un sistema impulsado por la acumulación de capital es un sistema que no se detiene nunca. El capitalismo es como una bicicleta que debe circular constantemente para no caer. Tarde o temprano la finitud de la naturaleza entra en contradicción con la sed insaciable de beneficios. «Tal es la ley [ley de la competencia que lleva a la acumulación] que saca constantemente de su viejo cauce a la producción burguesa y obliga al capital a tener constantemente en tensión las fuerzas productivas del trabajo, […]; la ley que no le deja punto de sosiego y le susurra incesantemente al oído: ¡Adelante! ¡Adelante!» (141). La exigencia de la acumulación debido a la competencia hace que los capitalistas tengan pocos escrúpulos.»» Après moi le déluge!» [¡Después de mí el diluvio!] es la divisa de todo capitalista y de toda nación capitalista» (142).
Según Marx, para acabar con esta depredación hay que abolir la propiedad privada. «Desde el punto de vista de una formación económica superior de la sociedad la propiedad privada de algunos individuos sobre la tierra parecerá algo tan monstruoso como la propiedad privada de un hombre sobre su semejante» (143). La relación perturbada entre el ser humano y la naturaleza solo se podrá solucionar si se controla la fuerza ciega de la acumulación de capital y los medios de producción se convierten en propiedad común. «El comunismo […] es la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, y entre el hombre y el hombre» (144).
La célebre escritora y activista Naomi Klein llega a una conclusión similar. En su libro sobre el clima afirma que el mundo se enfrenta a una elección decisiva: salvar el capitalismo o salvar el clima (145). Esta elección se plantea claramente en el sector de la energía fósil, el principal responsable de la emisión de CO2. Las 200 sociedades más grandes de petróleo, gas y carbón tienen un valor de mercado común de 4 billones de dólares y hacen unos beneficios anuales de decenas de miles de millones (146). Si queremos mantener el aumento de la temperatura por debajo de 2 grados nuestros gigantes energéticos no deben tocar entre el 60 % y el 80 % de sus reservas (147). En el marco del capitalismo esto es desastroso para las perspectivas de beneficio, hundiría inmediatamente su valor bursátil.
Estos gigantes no toleran ataque alguno contra su imperio económico o financiero, aunque haya consideraciones ecológicas o incluso esté amenazado el futuro del planeta. Cada año siguen invirtiendo sin traba alguna cientos de millones de dólares en la búsqueda de nuevas reservas (148). Mientras tanto, los valores bursátiles de los monopolios energéticos van muy bien. Como si no pasara nada suponen, de acuerdo con los mercados financieros y los accionistas, que el mundo político no cumplirá lo prometido respecto a los objetivos climáticos. Según Jeffrey Sachs, asesor de la ONU, «los grupos de presión están ganado […] el resto del mundo está perdiendo, sobre todo porque los grupos de presión de los combustibles fósiles están bien organizados […]. Esta situación tiene que cambiar urgentemente antes de que sea demasiado tarde» (149).
El calentamiento climático no se puede detener en el marco de la lógica del beneficio. Según The Economist, portavoz de la élite económica mundial, el precio financiero es demasiado elevado para detener el calentamiento climático y de ahí su conclusión cínica: «Una acción global no detendrá el cambio climático. El mundo debe buscar como vivir con ello». Ahora bien, no hay que deprimirse por eso: según The Economist, a consecuencia del calentamiento climático todavía se puede sacar mucho beneficio. Con todos los diques nuevos que hay que construir las constructoras tiene un magnífico porvenir ante sí. Con todas las catástrofes por venir las empresas de seguros van a hacer negocios redondos. El calentamiento climático también será bueno para la medicina tropical (150)… Después de nosotros el diluvio, en sentido totalmente literal.
La política climática es demasiado importante para dejarla en manos de los gigantes energéticos y de su lógica del beneficio. Debemos acabar con su omnipotencia con el fin de crear margen para una política climática responsable. O, según las palabras de Marx, es importante «[regular] racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego» (151). Este es el gran reto al que se enfrenta la generación actual.
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*El apellido Richard se forma irónicamente sobre el adjetivo «riche», «rico» en francés, se podría traducir por «Señor Ricachón» (n. de la t.)
Fuente: http://www.investigaction.net/fr/pourquoi-marx-avait-raison/
Traducido del neerlandés al francés por M. Lauwers, E. Carpentier y L. Ragugini
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la misma.