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El caso Venezuela

¿Por qué y cómo ser «comunista» en el siglo XXI?

Fuentes: Rebelión

Para Cindy

En términos políticos la última década del siglo pasado estuvo marcada, básicamente, por la caída de buena parte del campo socialista. En consonancia con este hecho trascendental, otra circunstancia que caracterizó todo este período fue el grito triunfal con que el capitalismo celebró el fin de la Guerra Fría y la desintegración del primer Estado obrero-campesino de la historia: la Unión Soviética.

Ante la magnitud de todo esto, por un buen tiempo el campo popular y sus expresiones más vanguardistas -los movimientos políticos revolucionarios, sus intelectuales orgánicos- quedaron a la deriva, sin referentes, shockeados. Todo lo cual permitió a las fuerzas del gran capital global desarticular avances sociales históricos, ganados a base de sacrificio en años, en décadas de lucha. Con la implementación de los planes de capitalismo salvaje, echando por la borda planteos keynesianos y de estado de bienestar socialdemócrata de mediados del siglo XX, el neoliberalismo reinante estos tiempos precarizó las condiciones generales de trabajo en todo el mundo y acentuó de una manera bochornosa las diferencias entre ricos y pobres, haciendo de la guerra, además, el negocio más rentable, y por tanto necesario en la lógica dominante.

Con el marco de este panorama general, hablar de «socialismo» pasó a ser temerario; y decir «comunismo», simple y llanamente se transformó en sacrílego, blasfemia irreverente que satanizaba de una vez a quien osara pronunciar ese término impío, propio del jurásico. ¡Y a fe que nos lo hicieron creer todo esto! El Muro de Berlín fue vendido en pedacitos empaquetados como memoria histórica de lo que nunca más debería repetirse, por satánico, por maldito anatema para olvidar. Muchos partidos comunistas corrieron a cambiarse el nombre, y la izquierda, por un buen tiempo (autocensura mediante) terminó transformándose en presentable, con saco y corbata, bien peinada y sin barbas que trajeran malos recuerdos, y por supuesto abominando la lucha armada o las barricadas callejeras y esas cosas «tan violentas» propias de «comunistas».

Pero hecho el balance de estos años de capitalismo triunfal, de reinado absoluto de la libre empresa y libre mercado, el mundo no ha mejorado, aunque estemos inundados de teléfonos celulares y tarjetas de crédito. Por el contrario, más allá de este espejismo de la post modernidad, el resultado concreto es que la globalización, en vez de repartir más equitativamente los productos del desarrollo humano, condena cada vez más a más gente a mirar el festín de unos pocos con el agravante que protestar es mala palabra. Y los que acceden al celular o a la tarjeta de crédito pasan a vivir endeudados, corriendo incansables para ver cómo los pagan (úlcera mediante, claro).

La palabra «comunismo», por un trabajo ideológico-cultural desarrollado durante décadas, por un desprestigio sistemático al que fue sometido en todo el mundo fuera de los pocos países que comenzaron a transitar sendas alternativas, se convirtió en una expresión oprobiosa. Su sola mención -no muy distinto a lo sucedido durante el período de la Santa Inquisición en la decadente Edad Media europea con cualquier expresión de heterodoxia religiosa- condenaba a la exclusión. Hubo cambios, por supuesto: como dijo Sigmund Freud ante la invasión nazi a Austria, «en el medioevo me hubieran quemado a mí; hoy día se queman mis libros. ¡Eso es el progreso!» Pero la caza de brujas anticomunista que tuvo lugar desde que apareció el Manifiesto en 1848 no cesó, y eso hace que hoy, caídas algunas de las primeras experiencias de socialismo real del siglo XX, ni los que fueron comunistas se atreven a usar esa palabra.

Pero la situación de las grandes mayorías de pobres que pueblan este planeta, aunque «pasó de moda» la teoría que intentaba cambiar el mundo a su favor, no ha cambiado. Como decíamos: si bien inundados de celulares -lo que podría hacer pensar en un real mejoramiento de las condiciones de vida de la humanidad- la situación de las grandes masas no mejora. Habrá celulares, pero en términos comparativos la posición de las mayorías paupérrimas ante la inconmensurable riqueza que el ser humano ha producido no cambia. Es decir: aunque hoy día tener agua potable o estar alfabetizado ya no debería ser un lujo, para muchísimos, para millones de habitantes en el planeta, sigue siéndolo. Lo cual, entonces, implica que los modelos de desarrollo no favorecen a la totalidad sino que excluyen a muchísimos y crean brechas insuperables, cada vez más insuperables, entre los que tienen y mandan y entre los que continúan viviendo sin acceso a los beneficios de la modernidad.

El comunismo, aunque asuste decir esa palabra, fue -y seguramente sigue siendo- la aspiración a un mundo más equitativo, más solidario; un mundo donde el otro de carne y hueso no es sólo un número, una mercadería, una variable de ajuste o un daño colateral si muere en la guerra. Por todo eso es que hoy, entrado el siglo XXI, podemos seguir siendo «comunistas» sin temor, sin sentimiento de culpa, sin avergonzarnos. Pero convengamos que es una palabra muy cargada, semánticamente compleja. Es, salvando las distancias, como decir «negro» o «maricón». Son términos tan manoseados que su uso no es recomendable, no es políticamente correcto. Decir «comunismo» sigue asustando. Pero trabajar por un mundo más justo, no importa cómo lo llamemos, sigue siendo un imperativo. Un imperativo ético basado en la solidaridad mínima. Y un imperativo para la sobrevivencia de la especie, dado que el mundo capitalista moderno nos lleva a la destrucción de nuestra casa común, el planeta Tierra -y con ella la nuestra- ya por la degradación psicótica que produce sobre el medio ambiente en su búsqueda frenética de ganancias, ya por la acumulación de armas de destrucción masiva, nucleares en especial, tanto o más psicótica que la contaminación.

Es decir que la situación actual nos obliga a seguir trabajando -quizá con más brío que antes- por otro mundo, por otro modelo de sociedad, por otro tipo de relaciones interhumanas. ¿Y cómo lo llamaremos a eso? ¿Conviene dejar de lado el nombre para no crear anticuerpos? Tal vez. En definitiva, no es el nombre lo más importante sino qué se hace para conseguir el objetivo buscado.

¿Y cómo ser «comunista» hoy día? o, para evitar equívocos enojosos, ¿cómo trabajar por «ese otro mundo posible» que es tan imperiosamente necesario?

Luego de estos años donde parecía que todo estaba ya decidido, donde el silencio se adueñó de las protestas, donde se nos hizo creer que protestar era de mal gusto, la esperanza vuelve a renacer. Después del aturdimiento por el golpe sufrido hacia fines del pasado siglo, va quedando claro que la historia no terminó, que las injusticias siguen (las de clase, y también las de género, y las étnicas), y que sin importar el nombre que le demos a la lucha por cambiar ese estado de cosas, lo importante es seguir alentando mayores niveles de equidad.

Para buena parte de los que lucharon por todos esos ideales años atrás, la única manera de entender un cambio social es utilizar los instrumentos que marcaron esas batallas en el siglo XX. Pero quizá el siglo XXI presenta nuevos escenarios, y es necesario revisar esos instrumentos, pues probablemente hoy ya no son el único camino.

Para ser comunista, o -repitámoslo: no usemos ese término para no asustar a nadie- para aspirar a un mundo más equilibrado, con los poderes más justamente repartidos, ¿es acaso una garantía llevar una camisa con la imagen del Che Guevara? Para luchar por un mundo más justo donde unas pocas grandes compañías transnacionales no decidan la economía planetaria, ¿alcanza con que cada uno de nosotros, los que leemos este escrito ahora, por ejemplo, no consumamos Coca-Cola? ¿Cómo ser puede ser comunista hoy día: evitando maquillarse las mujeres, o dejándose la barba los varones?

Lo importante en esta aspiración ética es, finalmente, qué hacemos; no tanto qué nos ponemos (sandalias hechas artesanalmente en vez de calzado Nike o un colgante africano o latinoamericano hecho en algún pueblo indígena en vez de un collar de plata), no tanto qué imagen damos, sino qué aportamos en concreto para esta lucha. Para buena parte de quienes ven un proceso de transformación social sólo a través de la figura de la toma del Palacio de Invierno del Zar por los bolcheviques en armas en la Rusia de 1917, seguramente muchas de las expresiones de cambio que se dan ahora, en los inicios del siglo XXI, ahora que después de la caída del Muro de Berlín comienzan a renacer algunas esperanzas, no son verdaderos procesos revolucionarios. ¿Y qué es, en definitiva, un proceso revolucionario? ¿Hay alguna garantía que lo certifique como tal? ¿No es absoluta y profundamente revolucionario el movimiento de mujeres que brega por igualdad de géneros en contra del milenario poder varonil? ¿O eso lo vamos a seguir considerando «distractor pequeño burgués»?

Después de estos años de neoliberalismo y retroceso para los pueblos latinoamericanos, en Venezuela se da un proceso sui generis, muy especial. Es un proceso revolucionario, sin ningún lugar a dudas. ¿O acaso sólo puede haber revolución social si aparece la cara de Marx en cada acto público? Así sucedió en algunos lugares, pero ello no fuerza a que en todo el mundo se deba repetir lo mismo. ¿O no es una profunda revolución que toca las estructuras del poder lo que está sucediendo ahí simplemente porque el conductor del proceso, Hugo Chávez, se permite citar la Biblia y no habla con un lenguaje claramente marxista-leninista? ¿Se es más revolucionario si se dicen ciertas frases y no otras, si se miran ciertas películas o se escuchan ciertos músicos?

Hay quien piensa eso, con lo que no termina de captar la profundidad, la complejidad del proceso en juego en este país latinoamericano. Mucho del discurso revolucionario del pasado siglo veía como una moda intrascendente y anodina la reivindicación del género femenino, con lo que simplemente continuaba el ejercicio del patriarcado. ¿Entonces no es revolucionario levantar la equiparación de los derechos femeninos con los masculinos? Mucho de lo que se ha dicho, pensado, teorizado acerca de las revoluciones sociales tiene un origen -y por tanto un sesgo- europeo. ¿No es posible entonces producir una revolución con sabor tropical, sin Palacio de Invierno? El mismo Marx hablaba de los «pueblos primitivos» de lo que hoy llamamos Tercer Mundo como atrasados en la historia del proceso revolucionario, considerando que deberían industrializarse y desarrollar un fuerte proletariado urbano como paso previo para un cambio. Y en realidad ninguna experiencia socialista de las que se han conocido fue así.

Lo importante a considerar en esta dura, difícil, titánica tarea de cambiar una sociedad -que implica siempre cambiar al mismo tiempo estructuras subjetivas, tanto o más conservadoras que las sociales- es no tanto la presentación externa (si se lleva o no la boina del guerrillero heroico, que, no lo olvidemos, puede estar fabricada por la Nike quizá) sino las acciones políticas concretas que se dan, los resultados de la misma. En la República Bolivariana de Venezuela, con su toque tropical, citando tanto a Marx como a Simón Bolívar, y también a las Sagradas Escrituras a veces, se está desarrollando un profundo proceso de cambios. Las grandes mayorías, los que miraron por años cómo pasaban los petrodólares sin tener acceso a ellos, los que debían conformarse con ser personal auxiliar, ciudadanos de segunda, los que jamás ponían un pie en un teatro elegante o en la universidad, hoy día comienzan a sentirse dueños de su vida, de su país, de su proyecto en el sentido más amplio. Hoy día esas mayorías por siempre postergadas pueden acceder a los servicios de salud y educación de alta calidad en forma gratuita, los campesinos comienzan a tener tierras a partir de las expropiaciones de terrenos ociosos de los latifundistas, gracias a los mercados populares nadie pasa hambre, todos pueden aspirar y tener una vivienda digna, electrodomésticos, más y mejores condiciones cotidianas de vida, y también acceso a la cultura hasta ayer elitista. ¿No es eso la revolución socialista?

No importa cómo lo llamemos, pero lo cierto es que el proceso iniciado en Venezuela -que por algo ha desatado la ira criminal de la oligarquía nacional así como la de Washington- es una ventana de esperanza para los pueblos excluidos del mundo. Aunque esta revolución no hable el mismo lenguaje que hablaban los bolcheviques casi un siglo atrás, aunque no se reivindique como «comunista», aunque no lleve como garantía de fidelidad doctrinaria la cara del Che Guevara en cada acto público, por algo la derecha conservadora está tan crispada con ella; es que el pobrerío, los «tierrudos» como se les dice, los habitantes de las barriadas populares, los campesinos, los que miraban la renta petrolera de lejos como algo que no les pertenecía, ahora son parte de la historia. Tal como dice la consigna del gobierno bolivariano: «Venezuela. Ahora es de todos»; ¿y no se trata de eso en el comunismo?

No hay que tenerle miedo a las palabras; hay que tenerle miedo a la inacción. En Venezuela, luego de años de desesperanza al igual que en toda Latinoamérica, algo se está moviendo. No importa como lo llamemos: revolución bolivariana, comunismo, socialismo del siglo XXI, democracia participativa como dice Heinz Dieterich; lo importante es que eso sirva para mejorar la vida de los venezolanos, y sirva también para seguir inspirando a otros pueblos en su búsqueda de mayor justicia y bienestar.