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¿Por quién doblan las campanas en Black Friday?

Fuentes: Rebelión

Miré cruzar la neblina por la ventana. Doblé la cabeza sobre el vidrio rociado por la respiración del mundo. Hacia frío. Un Descomunal frío. El aparato de Taca despegaba tambaleante de Toncontín rumbo a El Salvador, aquel 6 de octubre del 2001. Luego volaríamos a Costa Rica, y finalmente en «Cubana de Aviación» hasta la […]

Miré cruzar la neblina por la ventana. Doblé la cabeza sobre el vidrio rociado por la respiración del mundo. Hacia frío. Un Descomunal frío.

El aparato de Taca despegaba tambaleante de Toncontín rumbo a El Salvador, aquel 6 de octubre del 2001. Luego volaríamos a Costa Rica, y finalmente en «Cubana de Aviación» hasta la Habana.

Fue un día aturdido por el invierno sin piedad que azotaba a Honduras. 3 periodistas más me acompañaban, que yo mismo desconocía que viajarían conmigo. Las invitaciones fueron por separado y apenas sabía algo de ellos: María luisa Castellanos, Ulises Aguirre y un dirigente del agitado movimiento estudiantil de la escuela de periodismo de la Unah, César Omar Silva.

Llegamos al aeropuerto José Martí. Me sorprendió esa cantidad de banderas coloridas de todo el mundo, un aeropuerto enorme, y lo comparé con el Toncontín descascarándose en el arcaico edifico de aeropuerto que nuestro sistema democrático nos había construido hace medio siglo.

Allí nos recogió una comisión de protocolo y nos traslado a un hotel mítico de la Habana, el «Tritón».

Al día siguiente tendríamos que estar en la inauguración de un encuentro iberoamericano de comunicadores, más de 300 comunicadores. Llegamos al salón de conferencias, asustados más por la seguridad, el momento ese en que nos encontraríamos cada uno con su ponencia. De momento cada uno expondrá y será un por grupo nos había dicho Toval, el director de prensa del régimen cubano.

El turno nuestro era largo, así que nos sentamos en aquel enorme salón atestado de prensa esperando que cada uno hablara, cada uno por país, y de repente llegó aquel legendario hombre de barbas, de mirada cerril y enfundado en su uniforme verde. Se sentó frente a todos y nos dio la bienvenida, dio su largo discurso de 4 horas.

Yo lo escuche 10 minutos, me aturdí de tanta gente, tanto flash de magnesio disparado al aire, tanta sodomía rebelde de redentores y admiradores de Fidel.

Yo solo vine acá para entregarle una caricatura. Pensé en la distante pretensión de poder entregarla, pero eso es imposible me decía Toval. Se ocupa una cita solicitada por cancillería.

Salí de ese salón, allí quedaron mis compañeros. Afuera en aquel pasillo larguísimo respiré en paz, dentro, el líder seguía hablando, las frases se aplaudían. Pero a mi me ofusca el espectáculo de cualquier ideología.

Entonces me encontré con un grupo de caricaturistas cubanos, Ares, Tomy, (RIP), Oswald, y Adán. Los salude como amigos que habíamos sido en algunos exposiciones nos habíamos visto anteriormente. Le mostré la caricatura de Fidel. Me dijeron que no, que al comandante ni a ellos que son cubanos lo había recibido y muchos menos entregarles una caricatura y peor de él.

Sonreí y seguí mi camino buscando la sala de prensa para explorar el internet, que me urgía saber que había pasado con las tormentas que habían comenzado con aquel frio del día anterior en Honduras. Y las noticias eras abrumadoras en aquella pantalla azul de las computadoras marca Dell: Honduras desclasificada del mundial. El huracán arreciaba. Asesinado el periodista Arístides Soto, decía la prensa de Honduras.

Me estremecí. no conocí a Soto, pero me estremece cualquier crimen. El fracaso de Pavón y de Rambo que habían sacudido los parales sin hacer el ansiado gol de la clasificación, solo me pareció una noticia común, ninguna desventura era como estar lejos de Honduras en un salón de computadoras abandonadas a la suerte de Google.

Todos estaban escuchando al líder cubano. Al comandante que desde niño leí en notas, en libros y admiré esa rebelde virtud de vivir sin miedo. Pero en mi vida yo soy mi único héroe y no busco la gloria detrás de nadie.

Regresé al salón para contarles las malas nuevas a mis compañeros, pero el viejo comandante seguía hablando. Entonces me acerque a una mujer mulata de protocolo le dije que me hiciera una favor, que le entregara una bolsa manila a Toval de parte de un caricaturista hondureño, para el comandante. Allí estaba la caricatura. Ella aceptó sin consuelo, ni ganas de ser cierto. Yo di la vuelta y me fue a caminar por toda la Habana.

Tomé un taxi Chevy 58, azul aqua, y me puse a platicar de la historia con aquel moreno que parecía sacado de un disco de Compay Segundo, hablando de mujeres de habanos, de souvenirs, de miles de cosas que apenas podía entender con su velocidad de lengua, era como un radio antiguo de la RC Victor.

Me llevó a recorrer la ciudad, pasamos viendo el Granma, le hablaba que era de Honduras, el creía que Honduras quedaba en México y yo no lo convencía y seguimos por toda la avenida hasta llegar al teatro Marx, luego fuimos a ver la plaza de la revolución y ver al gran Martí, me llevo a comer con la salvedad de que el no podía entrar al restaurante chino, que encontramos en cien cuadras. Se quedaba fuera, así es la ley me decía, entonces comimos hotdogs y me llevó a ver las jineteras de la zona del Tropicana, del Yoni, esas mulatas de fuego me decía el, que eran como azabaches en el torbellino océano del placer. Le dije que me llevara a comparar libros y fuimos a a buscar un libro que desde hace mucho buscaba: «Así se templó el acero». Y lo encontramos por 8 dólares, una fortuna que valía la pena. Al salir de la librería, vi colgado el afiche ya descolorido por los años y por el salitre del olvido a Ernst Hemingway, bajo el titulo de su mejor libro: «Por quien doblan las campanas», pensé en las campanas de mi pueblo cuando uno muere y salí a la calle San Lázaro ya sin vida, por esa frase.

Al día siguiente, era un 8 de octubre, mi fecha natal. Me levante a las 4: a.m. pensando en los dolores de parto de mi pobre madre, que se desbordaba en la locura 30 años antes en una aldea de Tegucigalpa.

Puse los pies en la alfombra gris, vi por la ventana la bahía de la Habana, tendida como una vaca muerta, la playa oscura, las palmeras se batían contra el destino retorcido del viento. Un exilio de cangrejos se prensaba con las tenazas tristes del mar

Me duché, me vestí por la indolencia domesticada de saber que tengo que hacerlo para sentirme vivo: Por eso escogí una camisa de cuadros azules. tome una libreta de notas, un lápiz y salí a caminar por las anchísimas avenidas de la Habana, bajo el cielo implacable del día. Es mi cumpleaños, pensé, y me acordé de mi padre que me solía cantar las mañanitas con un pincel sobre una latita de pintura Glidden, redoblando las notas musicales de mis cumpleaños infantiles. Mi padre de pobreza decente que se desbarató la cabeza de un tajo, una mañana parecida a esa, en que me crucé las calles desoladas buscando algún café para no sentirme desgraciado por el dolor de no entender la vida.

Esa mañana quise andar solo, que mis pasos me llevaran como siempre me llevaron, al azar, a ningún lugar. Cruce por Casa de las Américas, por la estatua de Lennon en su banco de hierro oxidado de flores muertas. Crucé la Bodeguita de en medio, el Capitolio, el Morro, y me detuve frente a la brisa indomable del malecón solitario, me senté al borde viendo aun el humo de las torres gemelas que a 90 millas, un mes antes habían sucumbido.

Toda la soledad pesaba en mis párpados pálidos de un hombre derrotado por el agobio del día que me parecía larguísimo, me cansó ver el mar, que arrastraba los recuerdos de Puerto Cortés donde alguna vez fui feliz.

Pensaba en la marea espumosa que luchaba de bruces con el muro de cemento y piedra de aquel viejo malecón; cuando de pronto una auto Peugeot rojo, se bajaba Tobal asustado, para decirme que me ha buscado por toda la ciudad que el comandante me quiere ver. Que se le entregó la caricatura y que quería saludarme. Me fui con él, viendo la Habana por toda la avenida como una postal de 1950 en sepia.

Llegamos, allí estaban mis compañeros y una nube de periodistas. Vi al comandante 3 minutos, le agradecí la solidaridad de ayudarnos en el huracán Mitch. Le entregué una caricatura donde estaban con otros presidentes de Iberoamérica, y decía: «ni todos los enanos juntos logran ser blancanieves», Se rio y me contó un chiste: «Estoy bien triste por que en Ecuador me regalaron una tortuga de los galápagos, y la pobre se murió»… Sonreí apenas, porque creí en verdad en la inmortalidad y me dio tristeza el cadáver de la tortuga. me dio y me abrazó, yo lo vi como se mira un árbol doblado en las sombras de su gloria y me sorprendió su psoriasis, que igual que la mía, desbarataba su cabello y su barba. Me dio lastima, dolor, tristeza saber que el también sufría lo mismo que yo. Él se dio cuenta, sonrió y me sacudió el hombro como quien palpa con las manos la mesita de noche, para encontrar la luz de las palabras. Ambos sabíamos que la vida es un desierto y que nunca volveríamos a cruzarnos en las arenas movedizas de la fatalidad. Me abrazo y desapareció bajo la nube de periodistas. Yo me quedé en el pasillo, viendo la muchedumbre entre gritos y preguntas. Salí de nuevo del palacio de convenciones de la Habana. Me fue al hotel. Dormí la tarde. Y al día siguiente salimos rumbo a Tegucigalpa.

15 años después, un viernes de Black Friday, mi hija que de 8 años embrujada en las cuentas horrorosas del la mentira instantánea de la publicidad, me dijo que le comprara una muñeca. La fuimos a buscar vimos todas la vitrinas y tiendas desoladas de gentío desaforado con cajas de televisores y computadores. Vi a mi hija horrorizada con su muñequita bajo el brazo. Como si huyera del rey Herodes, me dijo «vámonos papá», me preguntó si la muñeca tenía la rebaja, le mentí diciéndole que si, sabría que si ella sabe lo costoso que valió, no la llevaríamos y yo cargaría con el peso brutal de no poder sostenerme frente al recuerdo desgraciado de mi infancia, donde me pasé la vida entera viendo aquel carro de bomberos en la vitrina de almacén Acapulco. Y nunca fue barato y nunca me lo compró mi papá.

Nos fuimos de ese manicomio a las 11 de la noche, enciendo el vehículo y atrás quedó la ciudad desmantelada en el vacío de la noche, Abril se durmió. Encendí la radio, ya fuera del aire muchas emisoras y por fin apareció una con Grupo Miramar desbocándose en un amor perdido. Lo dejé por algún recuerdo mal grabado en mi memoria y se interrumpió la música para que el locutor de voz grave y entrenada para rockolas. Dio la primicia: «El comandante Fidel castro Ruz ha muerto», en una noticia de último momento. El locutor siguió con el agonizante zumbido de un corazón arrancado en el cassette del Grupo Miramar y yo seguí manejando.

Miré cruzar la neblina por la ventana. Doblé la cabeza sobre el vidrio rociado por la respiración del mundo. Hacia frío. Un Descomunal frío.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.