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Entrevista al físico, filósofo y activista político Jean Bricmont

Por una izquierda que sea, a la vez, radical y realista

Fuentes: Drapeau Rouge

Pablo Rodríguez entrevistó esta semana para la revista belga Drapeau Rouge al físico, filósofo y activista político Jean Bricmont, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, sobre los retos y los atolladeros de la izquierda política en nuestros días. Jean Bricmont, profesor de física teórica en la Universidad Católica de Lovaina, pertenece al género de los […]

Pablo Rodríguez entrevistó esta semana para la revista belga Drapeau Rouge al físico, filósofo y activista político Jean Bricmont, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, sobre los retos y los atolladeros de la izquierda política en nuestros días.

Jean Bricmont, profesor de física teórica en la Universidad Católica de Lovaina, pertenece al género de los científicos comprometidos con los grandes debates de nuestra época. Autor de varias obras, entre ellas un Cahier de l’Herne consagrado a Noam Chomsky, nos ofrece en la entrevista que sigue, con su característica mezcla de impertinencia y lucidez, algunas reflexiones a propósito de la izquierda y de las opciones de ésta en las luchas políticas de nuestro tiempo.

Cinco años después de las primeras y gigantescas manifestaciones que se desarrollaron por todo el mundo contra la guerra de Irak, ahora nos encontramos con que apenas unos centenares de personas enterquecidas en manifestarse contra ese crimen. ¿Cómo se explica usted tal evolución?

Siempre es muy difícil explicar fenómenos sociales. No disponemos de teorías científicas sobre ese tipo de cosas. Mi impresión es que la desaparición del «comunismo» ha coincidido con la desaparición de toda izquierda real, incluso de la izquierda que, en la época en que existía el comunismo, se identificaba con modelos muy distintos del de la URSS. De manera que, de consuno, han desaparecido también cualquier combate real por la paz y cualquier combate antiimperialista, lo mismo que toda perspectiva socialista. No queda sino la exportación de la democracia y de los derechos del hombre al extranjero, lo que, durante la guerra fría, constituía precisamente el objetivo proclamado por la derecha; y en el plano interior, una «lucha» contra un fascismo en buena medida imaginario y contra los discursos políticamente incorrectos (antifeministas, racistas u homófonos), luchas el carácter fantasmagórico de las cuales no hace sino reforzar a la derecha, porque a la mayoría de las gentes no les gustan ni los peligros imaginarios ni la intimidación.

¿Tiene la izquierda, sus intelectuales o sus aparatos políticos, una responsabilidad específica en esa resignación?

La tendría, si existiera. Pero ¿dónde está? Las más veces, lo que se llama la izquierda, digamos, su rama institucional, se propone hacer lo mismo que la derecha, a veces, un poco menos brutalmente, a saber: en el plano interior, liberalizar, y en el internacional, ingerirse en los asuntos internos de otros países, y de hecho, secundar a los EEUU. En lo que hace a la izquierda llamada «radical», se caracteriza por un irrealismo extremo, una actitud casi religiosa que se traduce en consignas como «otro mundo es posible» (sin molestarse en precisar qué mundo ni, sobre todo, cómo construirlo) o «papeles para todos» (es decir, en la práctica, abolir pura y simplemente todas las fronteras) por oposición a las regularizaciones parciales que hay que sostener en lo posible. Cuando la LCR anuncia la construcción de un «gran partido anticapitalista» en Francia, una de las principales consignas con las que empapela los muros es «regularización de todos los sin papeles», consigna, acaso, moralmente justa, caritativa, generosa, etc., pero en la que mal puede adivinarse una dimensión anticapitalista.

Constatamos, en cambio, que el Tibet suscita una movilización casi planetaria…

Sí, al menos entre las «elites» intelectuales y mediáticas. Lo que viene a ilustrar una vez más la inversión de prioridades de una buena parte de la «izquierda». Ya no controlamos a China. La época de las concesiones y la diplomacia de los cañones se acabó. Nada que podamos hacer puede forzarles a cambiar su política en el Tibet (y dejemos ahora de lado la cuestión de si esa política es buena o mala). No se enviarán tropas al Tibet (eso espero), ni se procederá a bombardear a China, que es un pelito más fuerte que Serbia. Lo único que podría tener algún efecto, a medio o largo plazo, sería convencer a los chinos de que ya no tenemos pretensiones imperialistas sobre esa región del planeta. Pero toda la agitación sobre el Tibet da exactamente la impresión contraria, por lo que, de hecho, no consigue sino dañar la «causa tibetana». Esa agitación (como la que le precedió en Birmania) tiene por sólo efecto el de reforzar la buena conciencia de Occidente («nosotros, al menos, respetamos los derechos humanos») y el de facilitar que nos despreocupemos de cosas de las que somos más directamente responsables, como los problemas ecológicos -incluida la derivación de recursos alimentarios a la producción de biocarburantes-, Irak o Palestina. En vez de entender eso, y de oponerse a este tipo de discursos que no son, en el fondo, sino una forma de exaltación nacionalista (en la que Occidente ha reemplazado a los Estados nacionales de antaño) tan vieja como el mundo (denunciar con gran indignación los crímenes reales o supuestos de los demás y no hablar demasiado de los propios), el grueso de la «izquierda» actual lo que hace es «sumarse» al coro, pidiendo a los gobiernos occidentales una mayor intervención en los asuntos internos chinos, cuando la única cosa que les impide hacerlo a esos gobiernos -y que no parece preocupar gran cosa a esta «izquierda»- es una forma de realismo y de saludable conciencia de las relaciones de fuerza.

¿Qué perspectivas ve usted para las fuerzas antibélicas en los EEUU, es decir, en el seno del país agresor? ¿Percibe usted matices significativos al respecto entre los candidatos presidenciales, y en particular, entre Obama y Hillary Clinton?

En una elección, hay que distinguir tres cosas: lo que desea el electorado cuando vota por X, lo que X quiere hacer y lo que X puede hacer una vez electo, dadas las relaciones de fuerza. Si X=Obama (el único caso interesante), quienes le apoyan quieren sin duda un cambio claro, tanto en el plano interior como en el plano internacional. Algunos de sus discursos son impresionantes (incluso a la izquierda de una parte de la izquierda europea). Para ser un político norteamericano, Obama es muy poco maniqueo, mientras que los demás, un poco al estilo de nuestra «izquierda» europea con China, ven sus conflictos con el resto del mundo como un conflicto entre el Bien y el Mal. Lo que Obama pretenda, lo ignoro, ero de lo que se puede estar seguro es de que no es una especie de Chávez agazapado, capaz de revelarse como un «radical» una vez electo. Por último: ¿qué puede hacer, si resulta elegido? Un presidente no es un dictador, y yo no veo en modo alguno cómo podría, en lo tocante al Oriente Medio, por ejemplo, cambiar gran cosa en la política norteamericana de apoyo sistemático a Israel: porque el peso estructural (en el Congreso, en la intelligentzia y en los medios de comunicación) de los grupos de presión sionistas bloquea cualquier cambio. Y en lo atinente a política interior, se encontrará también con la presión de los lobbies industriales, con la independencia estructural de los mercados financieros (creada por las «reformas» realizadas durante el período Clinton, si no antes) y con la total sumisión de los medios de comunicación y de los intelectuales a los dogmas neoliberales. La democracia es una hermosa cosa, a condición de no hacerse demasiadas ilusiones sobre lo que quiere decir esto: sí, se puede vender [la revista] Drapeau Rouge, y decir más o menos lo que a uno le venga en gana en charlas de café. Pero de ahí a creer que la población puede realmente gravitar, merced a su sufragio, sobre las decisiones que la afectan, hay un gran trecho que más vale no franquear. El principal problema que plantearía la elección de Obama es que los pronorteamericanos de Europa conseguirían una magnífica oportunidad para librarse a una campaña apologética de la Norteamérica antirracista, «multiétnica», etc.

La Europa oficial acaba de clausurar, con el reconocimiento de la independencia de Kosovo, la dinámica de enfrentamientos que ella misma había propiciado en 1992 al reconocer la independencia de Croacia y de Eslovenia. Sin embargo, la UE se presenta por doquiera como el instrumento de la paz por excelencia. ¿Cómo hay que entender la impunidad en esos abusos del lenguaje? ¿Tienen todavía sentido los términos políticos?

Nunca hay que oponerle al poder la incoherencia de su propio discurso, o el hecho de que no respete en la práctica sus propios valores, sino considerar esos discursos como una mistificación permanente y tratar de que otros compartan esta actitud. Dicho esto, en lo que hace a Kosovo, yo creo que buena parte de los dirigentes europeos se dan cuenta de que les han pasado una patata caliente, es decir, un estado mafioso que será un pozo sin fondo de miles de millones que irán a nutrir tráficos varios. Pero les resulta difícil protestar, porque serían inmediatamente atacados por los «defensores de los derechos humanos», y también porque lo que está pasando es la consecuencia inevitable de la guerra de 1999; porque, como han dicho Kouchner y Miliband, «la política exterior de la Unión Europea nació en los Balcanes». (1)

Palestina, el Líbano, las poblaciones iraquíes se hunden ante nuestra indiferencia en un indecible sufrimiento. Durante todo este tiempo, nuestros gobiernos y nuestros medios de comunicación vertebran sus discurso en torno a los propósitos del presidente iraní o en torno a las extravagancia y calaveradas de tal o cual político. ¿No estamos siendo testigos del comienzo de un neototalitarismo mediático capaz de manipular sin límite aparente a las opiniones públicas?

En lo que hace al presidente iraní, hay que recordar que él no ha llamado a la «destrucción de Israel», sino que se ha limitado simplemente a citar el deseo de Jomeini de que «el régimen que ocupa Al Qods (Jerusalén) se borre de la página del tiempo» (2), lo que, aparte de ser visiblemente más poético, es de todo punto conforme a los «valores occidentales» que abogan por «cambios de régimen» por doquiera. Cuando se les plantea la cuestión (cosa que muy pocos periodistas occidentales se avilantar a hacer), los iraníes ponen como ejemplo de «borra regímenes» la caía de la URSS y los derrocamientos del Sha y de Sadam… Por lo demás, ¿qué proponen en el caso de Palestina? Un referéndum sobre su estatuto en el que participarían todos los habitantes actuales de esta región, pero también los palestinos expulsados en 1948 y sus descendientes. Curiosamente, esta proposición es ignorada por los adoradores de la democracia en China y de la autodeterminación de los pueblos en el Tibet.

En lo que hace al «neototalitarismo mediático», no creo en semejante cosa; por lo pronto, si creyera en ella, no perdería el tiempo escribiendo para Drapeau Rouge u otros sitios. Es verdad que, en general, hay que considerar a los medios de comunicación como enemigos y no como amigos (hecha, claro está, la importante salvedad de muchos periodistas), pero no son invencibles: Chávez tiene a los medios de comunicación en contra, pero no ha dejado de ganar muchas elecciones. El referéndum constitucional de 2005 en Francia fue apoyado por los medios de comunicación, pero fue rechazado por la población. La idea de que los medios son invencibles, muy extendida entre la izquierda, permite alimentar un derrotismo estructural amalgamado a esperas escatológicas: la espera de una catástrofe ecológica global, o la espera de nuevas «invasiones bárbaras» procedentes del tercer mundo, la cual, a menudo, viene a reemplazar al mito de la revolución proletaria. Esa amalgama es síntoma y causa, a la vez, de nuestra impotencia.

¿Carecemos de iniciativas urgentes para contrarrestar ese estado de cosas y no tener que resignarnos al régimen de pax americana?

Es evidente que no podemos sustituir a los ciudadanos norteamericanos a la hora de oponernos a las guerras norteamericanas (como no podemos resolver el problema del Tibet). Pero podemos dejar de alinearnos con los EEUU (y con Israel). El primer objetivo de una izquierda de verdad tendría que ser juntar todas las fuerzas que se oponen a esa alineación. Esas fuerzas son numerosas, pero andan dispersas, a derecha e izquierda, y están harto menos organizadas que las fuerzas proamericanas. Pero, huelga decirlo, no se trata de hacer de la Unión Europea una nueva potencia a la par con EEUU. El mundo no tiene necesidad de una segunda Norteamérica. Demasiados europeos que desean la independencia ven esa independencia, precisamente, un proceso recreación de una segunda Norteamérica, de otra superpotencia, armada hasta los dientes y en ademán de constante hostilidad hacia el resto del mundo; y a medio plazo, sosteniendo una carrera de armamentos con los Estados Unidos.

El papel, tan posible como necesario, de Europa ha de ser muy otro. Hay al menos tres cosas que la historia del siglo XX enseña, o debería de enseñarnos, a los europeos: es más fácil empezar una guerra que terminarla; la noción de guerra preventiva es inaceptable; la descolonización nos ha arrebatado el control de la mayor parte del planeta. Sea lo que fuere lo que pensemos de China, de la india, de Rusia, del mundo musulmán, de África o de América Latina, el hecho es que tenemos que vivir con el resto del mundo, no contra él. Lo que debería llevarnos a reforzar la diplomacia y la negociación, en vez de la amenaza y el ultimátum.

Por lo demás, y este es un combate en el que debería empeñarse con denuedo la izquierda, hay que dejar de secundar un modelo socio-económico (norteamericano), cuyo aparente éxito depende de un sobreendeudamiento crónico imposible de imitar, porque va ligado al papel predominante jugado por el dólar. Además, el costo humano en términos de desigualdad, de tasa de encarcelamiento, de despilfarro, de pésimo nivel de la enseñanza y de inseguridad social del «modelo americano» y de su perpetua carrera armamentista no puede subestimarse. A redropelo de ese modelo, hay que profundizar el «modelo europeo» de bienestar social, que da primacía, no a nuestra «competitividad» -aproada a los beneficios-, sino a las necesidades de nuestros propios trabajadores, de nuestros enfermos, de nuestros jubilados y de nuestros niños. Es preciso fundar la cohesión social en la igualdad y en la seguridad de la existencia.

Y a su tiempo, hay que volver a plantear la cuestión del «socialismo del siglo XXI», como diría Chávez. Pero sin tratar de imitarle. El gran error del «socialismo del siglo XX», al menos entre la izquierda radical, ha sido el de confundir el socialismo con el desarrollo acelerado de países poco desarrollados como la URSS o China; luego, haber disputado sin fin sobre la cuestión de quién había traicionado qué y a quién había que «apoyar» en regiones del mundo sobre las que no teníamos la menor influencia. Hay que volver a plantear la cuestión de lo que podría ser el socialismo en países capitalistas desarrollados como los nuestros. Empezar por defender la independencia de Europa respecto de EEUU, y salvar lo que aún se pueda de nuestro modelo social sería un buen comienzo.

Pero todo eso significaría una revolución cultural en las mentalidades de la «izquierda». ¡ Basta de amalgamar utopías, por deseables que fueren (un mundo sin fronteras), y política ! ¡ Y basta de jugar a la culpabilización, acusando gratuitamente a la derecha de ser racista, fascista, sexista, etc. ! La derrota del «socialismo científico» ha dado pie a un nuevo socialismo utópico que no es sino un atolladero. Independientemente del fracaso de la URSS, porque ese fracaso no ha mostrado que Marx estuviera equivocado cuando, en la Ideología alemana, criticaba el idealismo y el utopismo.

Hay que salir de un discurso puramente moral, a fin de empezar (de nuevo) a hacer política. Eso presupone una amplia movilización de intelectuales capaces de investigar y proponer, como hizo la derecha cuando estaba debilitada, una serie de medidas concretas, a corto y a medio plazo, más o menos realistas, pero hechas con un espíritu radical («socialista»). Sólo así logrará la izquierda recuperar su crédito y reconstruir una forma de hegemonía intelectual como la que se dio en la postguerra. Visto el estado de confusión intelectual y de abatimiento que impera actualmente, se diría que un proyecto así es imposible; pero, como se decía en mayo del 68, ¡ exijamos lo imposible !

NOTAS: (1) «Le Kosovo, une affaire européenne», por Bernard Kouchner y David Miliband, Le Monde, 6 septiembre de 2007. (2) Véase http://www.mohammadmossadegh.com/ne… para una discusión de la traducción por parte de un iraní opositor del régimen.

Jean Bricmont, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de física en la Universidad de Louvain la Neuve, Bélgica. Es miembro del Tribunal de Bruselas. Su último libro acaba de publicarse en Monthly Review Press: Humanitarian Imperialism (Traducción castellana en prensa en la Editorial Viejo Topo, Barcelona). Es sobre todo conocido en el mundo hispano por su libro -coescrito con el físico norteamericano Alan Sokal- Imposturas intelectuales (Paidós, 1999), un brillante y demoledor alegato contra la sedicente izquierda académica relativista francesa y norteamericana en boga en los últimos lustros del siglo pasado. Una larga entrevista político-filosófica a Bircmont puede verse en el Número 3 de la Revista SINPERMISO en papel (mayo de 2008).

Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench y Ricardo Timón