Estar a la última moda intelectual es capturar la esencia de ese neologismo oxfordiense (de Oxford, no del Jurásico) que tanta presencia tiene en la actualidad: posverdad o post-truth, dicho en el idioma-franco de la globalización imperial. Desde que se inició el siglo XXI, quizá antes, cuando cayó el muro de Berlín, la «impronta pos» […]
Estar a la última moda intelectual es capturar la esencia de ese neologismo oxfordiense (de Oxford, no del Jurásico) que tanta presencia tiene en la actualidad: posverdad o post-truth, dicho en el idioma-franco de la globalización imperial.
Desde que se inició el siglo XXI, quizá antes, cuando cayó el muro de Berlín, la «impronta pos» domina el escenario del pensamiento occidental bajo el epígrafe omnicomprensivo de la posmodernidad.
Los adalides y defensores de tal estética vienen a señalar con la fe del carbonero de antaño, y de manera unilateral o dogmática altamente sospechosa, que ya no hay relatos fuertes o grandes que puedan servirnos de guía alternativa a la dimensión capitalista de la existencia humana.
Hay que habitar la vida anclados en un individualismo extremo y huir de compromisos políticos que busquen un mundo distinto al actual. La posmodernidad es una ideología defensora a ultranza de una multitud de seres aislados en sus quimeras, sueños y miedos que solo debe preocuparse de consumir experiencias y consumirse a sí mismo hasta la última gota de su ser particular.
Aunque sancione los relatos históricos de emancipación o revolucionarios como utopías perniciosas a combatir, ella misma, la reina posmodernidad de los tiempos de la velocidad supersónica, ubicua, ecléctica y cibernética, es un relato, un cuento para vadear las contradicciones del sistema capitalista ofreciendo una realidad distorsionada mediante ítems ideológicos que no permitan pensar ni por asomo una sociedad diferente a la contemporánea.
El mensaje central de la posmodernidad en sus distintas advocaciones es que vivimos en el mejor de los mundos posibles, rancio axioma de aroma conservador y derechista. Los datos objetivos de precariedad vital, pobreza, explotación laboral, violencia de género, xenofobia o racismo son incapaces de modular una verdad alternativa a la visión única del omnipotente relato posmoderno.
La razón crítica basada en la objetividad nada puede hacer contra la imagen contada en pocos y atractivos pasos por la elite dominante a escala internacional que hegemoniza los medios de comunicación de masas con sus perspectivas de propaganda política y publicidad comercial urbi et orbi.
La gente quiere creer en algo y si es mediante una historia que atrape sus emociones, mejor que mejor. En sociedades complejas donde la realidad se ofrece a partir de capas multiformes sin relaciones obvias o evidentes, no hay tiempo real para detenerse a pensar a conciencia: un cuento sencillo y bien urdido toca directamente el corazón y moviliza al instante nuestros sentimientos a flor de piel.
Si el mensaje se repite hasta la saciedad sin oposición ideológica, el resultado es una colonización total de la mente y el subconsciente colectivo.
Sin embargo, no todo es mensaje positivo y dominante. El maniqueísmo sigue funcionando a la perfección. Hace falta para cerrar el círculo de la seducción de masas inventarse malos o enemigos acérrimos de la realidad contada. Marginados, rebeldes, foráneos y minorías son los grupos principales donde moran los adversarios imaginarios a batir.
No obstante, el malo de la posverdad adopta perfiles de cierta novedad. Sus figuras suelen estandarizarse dentro de paradigmas que encuentran acomodo en dos conceptos-estrella de la posmodernidad: populismo y terrorismo, dos grandes campos seminales de la maldad absoluta.
Los populistas y los terroristas son «los otros» sin posibilidad de enmienda o remisión. Ambas etiquetas pretenden neutralizar cualquier iniciativa democrática o radical que intente cambiar el estado de cosas hacia derroteros de mayor justicia e igualdad social.
Son diques emocionales e ideológicos muy difíciles de sortear. Van a contracorriente, contra la mayoría silenciosa sumida en el deseo material inmediato, contra el sistema educativo neoliberal, contra el discurso oficial, contra los prejuicios latentes de cariz nacionalista que salen a flote en tiempos de crisis… Se posicionan, en definitiva, contra un influjo metafísico de presencia evanescente que se nos ha venido inculcando sibilina y lentamente, al menos desde la Grecia de los filósofos, de que la libertad es la máxima y más noble aspiración del ser humano. Sobre ese mito está edificada la civilización de corte occidental.
Estamos ante el relato magnífico y primigenio del Occidente blanco y avasallador de culturas. De hecho, pronunciar «libertad» es tanto como enseñar a los aborígenes o culturas inferiores la cruz evangelizadora del cristianismo. El aliento se suspende ante tamaña demostración de fuerza y poderío áureo y benefactor.
Y libertad no es más que una palabra vaciada de significado para embaucar a las masas con un protagonista estelar o héroe hermoso que siempre nos conduce por el camino correcto. Nuestra ética es emuladora o imitativa, somos incapaces de decir por nosotros mismos cuál es la sustancia moral de nuestras acciones o de terceros. Solo mirando a «libertad» sabemos qué está bien y qué es contrario a la ética en el mundo imaginario del régimen neoliberal del capitalismo globalizado.
Es tan arrolladora la luz del storytelling de la posverdad, que es capaz de inventarse un parque temático ideológico donde nos atrapa a todos y todas en sus redes melosas de significantes huecos ataviados de envoltorios la mar de vistosos e originales.
Gran relato aquel que nos hace olvidad el paro, el hambre de los pobres, los contratos-basura, la explotación laboral, el machismo asesino, la corrupción de las elites y la desigualdad estructural de nuestras opacas y opulentas sociedades del posbienestar socialdemócrata. Somos «libres» y la «sacrosanta libertad» está de nuestra parte, ¿qué más queremos?
Esa es la pregunta radical, ¿queremos algo de verdad? La posverdad, digámoslo sin tapujos, no es más que un relato interesado para transformarnos en tristes sombras o gilipollas de cartón-piedra que no puedan sentir más allá del orgasmo inminente.
La libertad se hace cada día. Libertad caía del cielo o de la posverdad es un anzuelo de las elites para pensar que entonando su música, la libertad se hará en nosotros sin esfuerzo alguno. Posverdad, en suma, no es más que una etapa más de la posmodernidad rampante, pura ideología conservadora contra la razón crítica, esto es, la enésima actualización de la propaganda capitalista para entrar en las mentes cautivas de la muchedumbre de vasallos del siglo XXI postrada ante el altar del consumo desenfrenado y de la precariedad vital.
Vendrán más palabras de laboratorio y conceptos intelectuales a colonizar la mente colectiva. ¿Hasta cuando? ¿Habrá algún día un despertar de las gentes seducidas por la «libertad cegadora del capitalismo»? De momento, el storytelling está ganando las principales batallas: Reagan, Thatcher, Bush, Cameron, Sarkozy, Rajoy, Merkel, Trump…, ¿Le Pen? En esta lista inconclusa faltan los amigos de la socialdemocracia en retirada. Un castrante pudor de izquierdas nos impide mencionar sus nombres. Hágalo usted, por favor.
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