Nos reúne aquí la presentación del último, de momento, libro de Santiago Alba Rico -que nos acompaña- escrito conjuntamente con Carlos Fernández Liria y editado por Hiru. Nos reunimos aquí contra los reclamos de una tarde soleada de sábado y contra el espectáculo del «partido del siglo o del milenio…», en fin… [en este momento, […]
Nos reúne aquí la presentación del último, de momento, libro de Santiago Alba Rico -que nos acompaña- escrito conjuntamente con Carlos Fernández Liria y editado por Hiru. Nos reunimos aquí contra los reclamos de una tarde soleada de sábado y contra el espectáculo del «partido del siglo o del milenio…», en fin… [en este momento, la sala de Cambalache se encontraba ya completamente llena]. El capitalismo es algo más que un modo de producción; no es sólo una de los modos en que la Humanidad se ha organizado a lo largo de la historia para producir, distribuir y satisfacer necesidades. Incluso admitiendo que este sistema económico -que es algo más que un sistema económico- supuso un extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas -algo que fascinó al propio Marx- y un prodigioso avance científico y tecnológico, hoy parece bastante claro que asistimos por primera vez en la Historia a una situación crítica: es la primera vez que un sistema socio-económico amenaza la supervivencia misma de la Humanidad.
Y esta amenaza es doble, pero mientras de una de ellas existe creciente conciencia no podemos decir lo mismo de la segunda. La amenaza ecológica, el agotamiento de los recursos naturales, energéticos que son finitos frente a una voracidad infinita del Capital; sobre ciertas expresiones de esta amenaza es consciente un movimiento ecologista cada vez más extenso, aunque muchos sectores de él no hagan la necesaria lectura anticapitalista del problema. Pero la segunda amenaza, a la que se presta menos atención es la de la destrucción de los mínimos antropológicos del Hombre. No estamos hablando sólo del hambre, la miseria, las guerras,… consustanciales a la reproducción ampliada del sistema, es algo más. Es esta segunda dimensión destructiva del capitalismo sobre la que Santiago ha venido reflexionando de manera lúcida a lo largo de su obra, más que sobre el capitalismo desde el punto de vista económico o político. Le propongo que dedique una parte de su intervención a explicar este primer aspecto, esta dimensión «anti-antrópica» del capitalismo, de qué manera el mercado amenaza a la Humanidad. No puede existir Hombre donde no es posible construir nada estable, donde no caben sujetos, donde el mercado licua, disuelve toda consistencia; sólo son posibles «sujetos» post-modernos con identidades múltiples, flotantes, que tan magistralmente analizó Guillermo Rendueles en «Egolatría».
La segunda cuestión que plantearía a Santiago es, entonces, la siguiente: si esa determinación es así, así de absoluta ¿qué salida cabe? ¿desde dónde construir resistencias? ¿cuáles serían las condiciones para articular un sujeto político alternativo, el que debe producir el cambio hacia el socialismo?
La parte del libro escrita por Santiago, la primera, consta de una serie de textos breves, cuyo hilo conductor he intentado resumir. Muchos de los textos son conocidos, publicados previamente en Rebelión, La Calle del Medio, Atlántica XXII,… Quiero destacar algunas de las ideas, todas ellas muy sugerentes: la de «gag» frente al relato, el hambre insaciable, el derecho a la inmovilidad frente al turismo masivo,… Y uno de los textos más provocadores, a mi juicio, «El elogio del aburrimiento» porque supone una crítica radical a la industria del ocio, a esa concepción de la vida como una sucesión ininterrumpida de sensaciones… Siempre se disfruta leyendo a Santiago, para sufrir después tratando de asimilar las inquietantes reflexiones que suscita.
De la segunda mitad del libro, la de Carlos Fernández Liria, quiero destacar dos aspectos que me parecen los ejes de su discurso: una, la «conexión» Ilustración y Marxismo, y la segunda, novedosa a mi juicio en este texto, sobre la idea de Progreso. Frente a una cierta concepción del marxismo que postulaba -de manera muy mecánica- que las superestructuras ideológicas, jurídicas, etc. eran expresión de la infraestructura económica y, por tanto, serían barridas y sustituidas por otras en la nueva sociedad, tras la colectivización de los medios de producción, etc., Carlos defiende que las conquistas de la humanidad que expresa la Ilustración (la Razón, el Derecho,…) son irrenunciables, no tienen vuelta atrás; no es que el sueño ilustrado fuera imposible, o generara monstruos o esté (o deba ser) superado, es que el desarrollo capitalista es incompatible con la Igualdad, la Fraternidad, la Libertad: donde la Ilustración postulaba un «ciudadano», el Capital nos ha devuelto un «proletario», alguien que no tiene nada, ni familia, ni patria, ni medios de producción, sólo su fuerza de trabajo que ha de vender… Esta idea, Carlos la ha desarrollado muy bien en los libros de «Educación para la Ciudadanía», confluye con la un interesante grupo de marxistas catalanes, entre los que se encuentra Toni Domenech y el entorno de «Espai Marx».
La idea de Progreso, admite Carlos, es muy polémica y lo mismo podemos decir de su adjetivo «progresista» ¿qué podemos considerar hoy «progresista», qué se esconde bajo esa etiqueta? El avance científico y tecnológico del siglo XIX, y la idea de Progreso asociada a ellos, generaron un cierto optimismo histórico que estusiasmó al propio Marx, de tal forma que -en una cierta lectura del marxismo- se llega a pensar en el socialismo como un inexorable resultado del desarrollo de las fuerzas productivas. De la misma forma que el capitalismo había sustituido al feudalismo, no quedaba más que agudizar y acelerar las contradiciones del capitalismo para la llegada de la nueva sociedad, el socialismo y el comunismo. Poco que discutir a estas alturas sobre esta visión. Desde otro campo, fuera del marxismo, la ideología desarrollista tiene puntos en común y comparte una cierta idea de progreso: el mismo término de «países en vías de desarrollo» (todo un sarcasmo) tan querido de las agencias de Naciones Unidas, o las etapas de Rostow (todas las sociedades pasan por las mismas fase de desarrollo y todas se desarrollarán en la medida en que se inyecte capital, etc).
Además bajo el espejismo del «progresismo», desde la izquierda -o cierta parte de la izquierda- hemos aceptado acríticamente posiciones y discursos que tenían más que ver con las propias necesidades de desarrollo capitalista que con propuestas emancipatorias. Y aquí podríamos citar, a mi juicio, el pedagogismo y la educación en valores (que, por cierto, Carlos ha analizado muy bien a propósito de las luchas contra el «plan Bolonia»), el multiculturalismo, el relativismo cultural, el hedonismo de masas (que proféticamente denunciaba el Passolini de «Escritos corsarios» en 1974),…
Sin embargo, y a pesar de todo el descrédito actual de la idea de Progreso, Carlos propone que no podemos/no debemos renunciar a esta idea, porque es la idea de lo mejor. Leo algunos de los últimos párrafos del texto de Carlos: «… cuando Kant afirmaba que «el género humano progresa continuamente hacia lo mejor», tampoco se equivocaba. La noción de progreso está hoy en día muy desprestigiada, por supuesto. … Pero cuando los filósofos hablan de «lo mejor», conviene no apresurarse a representárselo según los parámetros de la Escuela de Chicago. Sócrates decía que es mejor morir con dignidad que arrastrar una vida sin ella. Que es mejor saber que no se sabe que creerse sabio sin serlo. Que es mejor sufrir injusticia que cometerla. Que es mejor ser la víctima que el asesino. Que lo mejor que le puede pasar a un asesino es ser castigado por ello. No se puede pretender progresar en los dos sentidos a la vez: respecto a la dignidad y respecto a lo que nos aleja de ella. Y cuando la Ilustración afirma que progresamos hacia lo mejor, es preciso, hacerse cargo de que la interpretación de lo mejor depende aquí, inevitablemente, del viejo dilema socrático. Al final de la Apología, en efecto, Sócrates se despide de la asamblea con las siguientes palabras: «y, ¡ea! ya es hora de partir, yo a morir y vosotros a vivir… quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, salvo para el dios».»
Continúa Carlos contra la inexorable marcha de la Historia: «La Historia puede caminar hacia el abismo. Pero la ciencia progresa hacia la verdad y el derecho progresa hacia la justicia. Una vez que sabemos el teorema de Pitágoras o que hemos elaborado el concepto de peso relativo, la ciencia ya no puede retroceder hasta hacerlos olvidar. Las conquistas científicas no pueden olvidarse científicamente.» Pueden deteriorarse las condiciones materiales para hacer ciencia… «Pero, por procedimientos científicos la ciencia no puede sino progresar, nunca retroceder. Lo mismo puede decirse del derecho. Una vez que se ha otorgado el derecho de voto a la mujeres imposible arrebatárselo con arreglo a derecho.» Y finaliza, contra el hombre nuevo… «Mientras tanto, todos los intentos de pensar un más allá de este más allá que es el derecho, se ha estrellado contra el más acá de la religión, la tradición y el dogmatismo. Pero, por eso mismo, no puede haber peor jugada teórica que la de calificar el «progreso» de concepto burgués (como tantas veces ha ocurrido y ocurre en la tradición marxista y más aún en el movimiento antiglobalización). No se puede confundir el progreso con al espiral suicida del crecimiento económico capitalista. El capitalismo progresa en abierta incompatibilidad con lo que permite progresar al ser humano. Actualmente es el mayor de los obstáculos para progresar hacia lo mejor. Tenemos que tener derecho a decir que, en las circunstancias presentes, un plan de demolición sostenible (o de decrecimiento acelerado) supondría un gran progreso para el género humano.» Y así acaba el texto de Carlos y el libro «El naufragio del hombre», cuya lectura os recomiendo a todos.
(Esta fue mi intervención -no transcrita literalmente, por supuesto- ayer sábado, 10 de abril a las 19:00 en la presentación en Cambalache del libro «El naufragio del hombre». A continuación intervino Santiago Alba Rico y finalmente mantuvimos un interesante coloquio, que finalizó pasadas las 21 horas, con la lectura colectiva y sorpresiva de «El ratoncito Roquefort» un cuento para niños escrito también por Santiago. Como no podría transcribir la larga y densa intervención de Santiago, creo que lo mejor es recomendar nuevamente la lectura del libro: para disfrutarlo y sufrir después.)