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Presentación de «El tiempo y la memoria»de Julio Anguita y Rafael Martínez-Simancas

Fuentes: Rebelión

El 21 de septiembre de 2006 se presentó en Madrid el libro «El tiempo y la memoria», escrito por Julio Anguita con la colaboración, en algunos capítulos, del escritor y columnista Rafael Martínez-Simancas. La parte más extensa de la presentación -descontada, por supuesto, la intervención del propio Julio Anguita- corrió a cargo de Javier Ortiz, […]

El 21 de septiembre de 2006 se presentó en Madrid el libro «El tiempo y la memoria», escrito por Julio Anguita con la colaboración, en algunos capítulos, del escritor y columnista Rafael Martínez-Simancas. La parte más extensa de la presentación -descontada, por supuesto, la intervención del propio Julio Anguita- corrió a cargo de Javier Ortiz, que leyó el siguiente texto:

Buenas días.

Cuando, hace una veintena de días, Julio Anguita me escribió un correo electrónico para pedirme que interviniera en este acto, le respondí de manera muy escueta: «Será un honor». Quiero reiterarme en ello aquí y ahora: considero un honor que haya pensado en mí para presentar en público este trabajo de memoria y reflexión que ha materializado con el respaldo de Rafael Martínez-Simancas.

El libro del que hablamos hoy me lo devoré en un par de largas sentadas. Se lee muy fácil.

Otra cosa es digerirlo. Para eso se requieren determinadas condiciones que no abundan en la España de hoy. Condiciones -virtudes, en mi criterio- que el propio Anguita recomienda y que practica. En la vida, en general, y en este libro, en particular.

La primera condición que se requiere para digerirlo es clave: hay que atreverse a pensar. No rendirse de antemano a ningún tópico, por muy de en boga que esté, o incluso por muy de izquierdas que parezca. Preguntarse el porqué de cada cosa, y el porqué del porqué, y el porqué del porqué del porqué, si es que hace falta.

«Atreverse a pensar» quiere decir también no tener miedo de las conclusiones a las que pueda llevarnos el razonamiento. No esperar que los hechos confirmen nuestros deseos, o nuestros juicios previos.

A Ernesto Guevara le gustaba decir que «la verdad es siempre revolucionaria». Esa afirmación del Che plantea un problema peliagudo, en cuanto que presupone que es posible determinar en toda circunstancia dónde está la verdad. Más modestamente, prefiero reivindicar la honradez intelectual, esto es, el deber de integrar en nuestros análisis todos los aspectos relevantes de la realidad que seamos capaces de abarcar, incluyendo aquellos que nos contrarían y nos disgustan.

La segunda condición que se precisa para entender las claves de este libro es compartir con su autor el desagrado por el modo en que está organizada la sociedad, así como su firme voluntad de contribuir a transformarla. Supongo que alguien que se sienta más o menos cómodo con el sistema económico y social vigente, y que comparta el individualismo y el sálvese quién pueda de la ideología que predomina en los tiempos que corren, encontrará este libro aburrido, si es que no absurdo y extemporáneo. Me parece lógico.

Como Julio Anguita sabe bien, yo no he sido nunca miembro del Partido Comunista de España. Estuve muy alejado de él desde mis primeras inquietudes políticas juveniles, realmente muy juveniles, allá por los años 60, y mantuve mis diferencias durante muchos años. Las sigo teniendo, aunque tanto el PCE como yo hayamos madurado no poco, con resultados tan poco alentadores en el plano físico como estimulantes en el plano intelectual. Sin embargo, con Julio Anguita las cosas han seguido sus propios derroteros. El paso del tiempo ha ido propiciando un acercamiento, no sé si estrictamente político, pero sí, creo yo, en nuestras respectivas visiones de la vida. En nuestra concepción del mundo y en nuestro modo de encarar la realidad.

Este libro me ha permitido clarificar en no poca medida las razones de ese acercamiento. Voy a tratar de explicar algunas de ellas sin enrollarme demasiado.

Según un tópico muy al uso en los medios de prensa, Julio Anguita se ha quedado «antiguo». Lo consideran anclado en viejos y anquilosados esquemas propios del marxismo-leninismo del siglo pasado, inservibles para abordar las realidades del siglo XXI.

Es falso.

Convengo en que Anguita utiliza en ocasiones un lenguaje que es deudor de la terminología del materialismo dialéctico, tan caro a la ortodoxia comunista clásica. Pero los que se quedan en ese aspecto, tan superficial como secundario, demuestran que no han captado para nada su filosofía, que es cualquier cosa menos dogmática.

Señalaré un par de aspectos que considero cruciales.

La ortodoxia comunista nacida de la III Internacional daba por hecho que las sociedades llegan al socialismo como resultado de una dialéctica histórica ineluctable. Para ella, el socialismo es un fruto maduro de la evolución histórica, la síntesis que resulta, quieras que no, de las contradicciones fundamentales del sistema capitalista. Convirtiendo ese criterio en caricatura, Stalin llegó a escribir que el socialismo se impondría en el mundo incluso aunque no hubiera revolucionarios socialistas que lucharan por conseguirlo; para él, la función de los revolucionarios era, sencillamente, ayudar a que el socialismo adviniera cuanto antes y en las mejores condiciones. Hacer de comadronas de la nueva sociedad. Pero, sin llegar a esos extremos, el convencimiento de que el socialismo es inevitable, corolario principal del llamado materialismo histórico, se ha tenido siempre como una seña de identidad clave de la ortodoxia comunista.

Anguita rechaza de plano esa concepción teleológica de la Historia. Escribe en la página 223 de este libro: «Se nos ha imputado que esta cosmovisión (que lo es) está impregnada de escatología determinista laica. En principio, yo reniego de esa concepción que contemplaba el desarrollo del socialismo, la anarquía o el comunismo como algo ineluctable en el devenir de la historia. El mundo será lo que los humanos, sus contradicciones y sus actos provoquen». (Fin de la cita.)

Esta toma de posición general ante los proyectos de transformación de la sociedad, incluido el proyecto comunista, equivale a desdeñar por completo todo el cargamento de presunto cientificismo que ha lastrado durante muchos decenios la teoría y la práctica de los partidos comunistas.

Lo cual tiene también no poca trascendencia práctica. Porque el convencimiento que asistía a los comunistas de ser el único partido que actuaba en política con criterios científicos les llevaba no sólo a dar por sentada su superioridad sobre todos los demás, sino también a justificar cualquier exceso cometido en el presente en nombre del futuro luminoso del que ellos actuaban como únicos representantes homologados.

No es que Anguita crea que los cambios sociales históricos son producto de la mera voluntad de las personas. Ni siquiera considera que vayan a producirse necesariamente en un futuro próximo y en nuestras cercanías. Sabe que, para que tales cambios sean posibles, la realidad debe reunir toda una serie de condiciones favorables. Pero sitúa el proyecto que hace suyo en igualdad de derechos con cualquier otro que se presente: si quiere progresar, habrá de conseguir el favor del pueblo. Ganarse las voluntades.

Es el adiós al mesianismo. Quien identifique esa posición de Anguita con la vieja ortodoxia comunista es que no tiene ni idea de lo que habla. (Cosa, por otro lado, pasmosamente frecuente.)

Otro punto clave de la concepción del mundo que manifiesta Anguita, de la que deja clara huella en este libro, es su entendimiento del impulso revolucionario (revolucionario por su pretensión de una profunda transformación social: revolucionario y pacífico) no como el frío resultado de una reflexión teórica, sino, en lo esencial, como expresión de una profunda opción ética personal. Leo en la página 228: «En el origen y la raíz de una apuesta por el comunismo está la rebeldía a aceptar un orden económico, social, político, ideológico y cultural que tiene como objetivo central, meta y guía de conducta el beneficio económico de una minoría. Es una rebeldía casi luceferina, un «non serviam» cargado de consecuencias, retos y ejemplaridad en lo cotidiano». (Fin de la cita.)

De toda esta frase (cuyo sentido último comparto, aunque discutiría la formulación), lo que me conmueve más, lo que me parece que retrata mejor la idea de fondo, es la referencia a la «rebeldía casi luciferina».

Siempre he considerado a Lucifer, el ángel caído, como la expresión literaria más acabada de la rebeldía; la rebeldía en estado puro. En efecto: jamás ha habido rebelión más abocada al fracaso que la que él dirigió contra Dios, quien, siendo infinitamente perfecto, no podía ser derrotado, por definición. Lucifer sabía que su combate estaba destinado al fracaso. Pese a ello, su radical incompatibilidad con Dios le movió a emprenderlo.

La «rebeldía casi luciferina» de Anguita nos habla de alguien que lucha no porque cree que su rebeldía triunfará en el futuro, sino porque se siente moralmente incapaz de transigir con las injusticias del presente. El poeta Ángel González escribió en 1961 un espléndido poemario que tituló «Sin esperanza, con convencimiento». La dicotomía viene a ser la misma: se obra por el convencimiento de que es imprescindible hacerlo, no porque se tenga esperanza en el éxito.

La experiencia nos ha dado cuenta de muchos que asentaron su posición política izquierdista, allá por los años 60 y 70, o incluso más tarde, en unos análisis supuestamente muy profundos que demostraban, según ellos, que el futuro de España iba a ser rojo rojísimo. Ya casi se veían con la tortilla vuelta y ellos con la sartén por el mango. Resultó luego que el futuro marchó por otros cerros. Pero no se arredraron: como lo esencial era llegar a tener la sartén por el mango, les bastó con pasarse al bando de los que ya la tenían en sus manos.

Yo he visto bastantes evoluciones de ese género, pero me da que Julio Anguita podría hacer una lista incomparablemente más completa que la mía, aunque no creo que tenga mayor interés en hacerla. Supongo que la experiencia le habrá valido, eso sí, para afirmarse mucho más en su concepción de la rebeldía política como expresión de una elección eminentemente ética.

 

Podría dar cuenta de bastantes otras ideas y sentimientos que Anguita recoge en este libro y que despiertan mi inmediata simpatía. He constatado con satisfacción -ya sé que es un asunto muy menor, pero me ha hecho gracia- que siente una viva aversión por los actos sociales, en general, y, en particular, por las comidas y cenas de compadreo entre políticos y periodistas, tan dadas a los chismes de sobremesa y a las confidencias off the record, la mayor parte de las veces tan inútiles como inutilizables, cuando no directamente falsas. Él lo describe con precisión de entomólogo en la página 138 del libro: «De Madrid me asombraban -cuenta- las relaciones, en ocasiones de excesiva camaradería, entre políticos y periodistas: compartían copas, cenas y conquistas. Unos criticaban a los otros pero no podían pasar sin ellos porque se había formado una casta cortesana que en su nivel superficial era muy agradable, por lo divertida que resultaba, pero que de sano no tenía nada. Se confirmó mi intuición de que en Madrid, como lo era en Sevilla, las cosas funcionaban a la manera de una villa y corte: a base de restaurantes, de copas, de acudir al sitio de moda y de relacionarse con las personas oportunas». (Fin de la cita.)

No quisiera incurrir en generalizaciones abusivas. Yo he tenido más de una comida y más de una cena interesantes, e incluso muy interesantes, con algunos dirigentes políticos. Entre ellos, con el propio Anguita. Pero comprendo muy bien a qué se refiere, porque me ha tocado vivirlo… y también huir de ello.

Pondré punto final a mi intervención con un par de guasas, señalando que también he sentido profundas discrepancias con lo dicho por Anguita en algunos pasajes del libro.

Me chocó, y no puedo compartir con él, por ejemplo, su afición al ruido de la calle. Ya me supongo que entre la calle de su casa natal cordobesa y la calle en la que vivo yo aquí, en Madrid, en la zona de Ventas, habrá una cierta diferencia de sonidos, pero, sea como sea, no puedo compartir de ningún modo ese gusto suyo. Le colocaba yo debajo de la ventana de su casa a mi vendedora de cupones de la ONCE, que clama durante todas las tardes y cada cinco segundos: «¡Últimos para hoy!». Al cabo de un par de semana podríamos volver a discutir la cuestión, caso de que no le hubieran detenido por estrangularla.

Tampoco me ha gustado ni poco ni mucho que haya incurrido en el feo tópico de llamar a Franco «el pequeño dictador». De los muchísimos rasgos que distinguían a Su Excremencia el anterior jefe del Estado, uno de los pocos realmente inocuos -y además no elegido por él- era su altura. Estoy seguro de que a Anguita ni se le pasó por la cabeza la posibilidad de describirlo como «el dictador de ojos marrones». Sin embargo, el color de sus pupilas era un rasgo equiparable al de su altura. Creo hablar en nombre de todos los bajitos, y en particular de los rebeldes, al manifestar mi más respetuosa pero firme protesta por tan poco satisfactoria referencia a la altura del nefando personaje.

Y aquí lo dejo.

Muchas gracias por haberme soportado.