Antes de que el presidente egipcio comenzara su viaje a Jerusalén, en 1977, anunció al mundo que no tenía intención alguna de vivir «entre los pigmeos». Esto, sin duda, fue insultante para los pigmeos, pero indudablemente reveló algo sobre Sadat. El creía ser un gran hombre. La historia sugiere que estaba equivocado. Su acuerdo en […]
Antes de que el presidente egipcio comenzara su viaje a Jerusalén, en 1977, anunció al mundo que no tenía intención alguna de vivir «entre los pigmeos». Esto, sin duda, fue insultante para los pigmeos, pero indudablemente reveló algo sobre Sadat. El creía ser un gran hombre. La historia sugiere que estaba equivocado. Su acuerdo en 1978 en Campo David con Menachem Begin, de Israel, le devolvió a Egipto el control del Sinaí, pero dejó al país de Sadat en una paz fría y en un aislamiento que casi lo llevó a la bancarrota. Al final sí hubo quien lo llamara «faraón», epíteto que a Sadat le habría halagado a no ser que se lo gritaron sus asesinos cuando entraron a tropel en su puesto militar en 1981.
Medio Oriente está lleno de reyes y dictadores a quienes llaman «grandes hombres», o por lo menos es lo que ellos quieren creer. Saddam Hussein pensaba que él era Stalin. La maldad, desafortunadamente, también es una de las cualidades de la grandeza. Eden aseguró que Nasser, cuando nacionalizó el canal de Suez en 1956, fue el «Mussolini del Nilo (Mussolini no fue «grande», pero Nasser así lo consideraba).
Cuando murió el rey hachemita Hussein de Jordania, Yasser Arafat lo equiparó con Saladino, el guerrero que sacó a los cruzados de Palestina. La realidad es que fueron los israelíes quienes sacaron a los hachemitas de Palestina. Pero Hussein estaba de «nuestro» lado. Así que cuando el pequeño y alegre rey murió de cáncer en 1999, fue inmortalizado por el presidente Clinton, quien dijo que Hussein «ya estaba en el cielo», proeza sin paralelo hasta principios de este mes, cuando Juan Pablo II arribó al mismo lugar.
Escuché muchas patrañas sobre el desesperadamente derechista pontífice mientras éste fallecía, y leí muchos comentarios virulentos sobre él días después. Tiendo a estar de acuerdo con muchos de estos últimos. Sin embargo, se trató de una figura prominente a escala mundial, lo cual, si bien es importante, no necesariamente es una cualidad de la grandeza. Ayuda el hecho de que el difunto Papa se opuso a la loca invasión de Bush a Irak. Absolutamente resuelto, condenó una y otra vez la ilegalidad del asalto a Irak de una forma que no lo hizo ningún otro clérigo. «Bien por usted, Papa», recuerdo haber dicho, y sería grosero de mi parte olvidarlo ahora. ¿Pero considerarlo un gran hombre?
En realidad nuestro mundo parece lleno de hombrecitos que no son solamente los «pigmeos» de Sadat. Kaddafi podrá ser un «estadista» a los ojos de ese loro que es nuestro secretario del Exterior. Esto ocurrió poco antes de que se descubriera que el dictador libio planeaba el asesinato del príncipe heredero Abdullah de Arabia Saudita. Pero cualquiera que diga seriamente que un Estado integrado por Israel y Palestina deberá llamarse «Israeltina» es un claro candidato para el manicomio.
Por todo esto surge la pregunta: ¿hay algún gran hombre en Medio Oriente? Y ¿hay algún gran hombre en el mundo actual? Recientemente numerosos lectores me han hecho estas preguntas. ¿Dónde están los Churchills, Roosevelts, Trumans, Eisenhowers, Titos, los Lloyd Georges, los Woodrow Wilsons, los De Gaulles y Clemenceaus?
Nuestra actual pandilla de presidentes y primeros ministros fantoches no está siquiera cerca de ellos.
Probablemente Bush piensa que es Churchill. ¿Recuerdan toda esa condena al apaciguamiento de Chamberlain de 1938 que tuvimos que padecer antes de la invasión a Irak? Bush tampoco puede realmente compararse con su padre, ya no digamos a nuestro Winston. Bush júnior parece, más bien, el niño bobo que recibe la protección de sus amigos rudos -Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y el resto-, quienes tienen todo el aspecto de una pandilla de maleantes.
Chirac querría ser un gran hombre, pero su problema es que no le gusta que se burlen de él, como sucede en la versión francesa del programa de caricaturas políticas Spitting Image. Blair tiene un impedimento aún peor: se ha vuelto una caricatura de sí mismo, por lo que cada vez se parece más al sacerdote que tiene su nombre en el programa Private Eye y que al final dejó de ser chistoso.
La falsa moral y la vanidad de Blair merecerían el insulto que mi papá reservaba para los hombres más pretenciosos: papanatas. Debo agregar que mi padre conservó siempre un retrato de Churchill sobre la chimenea de la sala.
El sacrificio es algo que obviamente tiene que ver con la grandeza. El morir como consecuencia de las buenas acciones, preferiblemente «trabajando por la paz», a pesar de que muchos de quienes laboran por la «paz» también pasan mucho tiempo provocando la guerra.
Por tanto, Sadat todavía tiene oportunidad de calificar como «gran hombre». Lo mismo el asesinado primer ministro israelí Yitzhak Rabin. Los méritos por enfermedad corresponden a Hussein de Jordania y con mayor oficio teatral al último Papa, aunque mi mamá murió de la misma enfermedad con menos drama y pompa.
Quienes luchan exitosamente contra quienes ocupan sus países también parecen tener derecho a entrar en la competencia. Ahí están De Gaulle, Tito, tal vez Ho Chi Min, pero al parecer no se permite. Tienen oportunidad los líderes del Frente de Liberación Nacional de Argelia y, desde luego, no los muchachos del Hezbollah libanés. Todos sabemos cómo Arafat fue un superterrorista para después volverse un superestadista y acabar nuevamente como superterrorista.
En Medio Oriente, tengo cierta debilidad por el presidente Jatami de Irán. Se trata de un hombre auténticamente decente, con una filosofía y con conciencia de lo moral, pero fue aplastado por el poder de sus enemigos clericales surgidos del ayatola Jomeini. La «sociedad civil» de Jatami jamás se materializó; de haber florecido, él pudo haber sido un gran hombre. En cambio, su vida parece ser la tragedia de una esperanza marchita.
Mencioné a Jomeini y temo que tendremos que ponerlo en la lista. Vivió en la pobreza como Gandhi, derrocó a una dictadura perversa y cambió la historia de Medio Oriente. El que su país sea ahora una necrocracia -un gobierno instituido por y para los muertos- no cambia estos hechos por triste que sea.
Esto nos lleva a otra pregunta oscura: ¿Por qué desde hace una o dos generaciones ya no tenemos grandes hombres? ¿Por qué empezaron a escasear tras la Primera Guerra Mundal? ¿Dónde están, nos preguntamos, los duques de Wellington, los Napleones, los Ricardos Corazón de León, y sí, los Saladinos, los César y los Gengis Khan?
Curiosamente, la lista de los grandes hombres no suele incluir a Gandhi, a quien yo consideraría candidato obvio por todos los motivos correctos. Era, palpablemente, un hombre bueno y pacífico que liberó a su país del poder imperial y fue asesinado.
Nelson Mandela también estaría entre los candidatos por razones obvias (entre ellas sus objeciones a Bush). La enfermera Edith Cavell, quien dijo de manera célebre que «el patriotismo no es suficiente» y murió por disparos alemanes en la Primera Guerra Mundial.
Margaret Hassan, la increíblemente valiente y altruista trabajadora humanitaria secuestrada y asesinada en Irak, está en mi lista, lo cual lleva a preguntarnos sobre las grandes mujeres de nuestro tiempo. Considero entre ellas a la joven estadunidense Rachel Corrie, quien murió arrollada por un bulldozer israelí cuando trataba de proteger hogares palestinos en Gaza.
Lo último me lleva a incluir también en mi lista a Morcechai Vanunu, quien alertó al mundo sobre el poderío nuclear de Israel.
Incluyo también a los civiles humildes -a la gente pequeña, si se quiere-, quienes hacen lo que tienen que hacer a cualquier costo, no porque busquen la grandeza, sino porque creen en la necesidad de hacer lo correcto.