Para cualquier ciudadano occidental la palabra «primitivo» tiene connotaciones inequívocas: si bien originalmente hace alusión a «primario», «primero», «más antiguo», dada la carga que nuestro mundo moderno le ha impuesto se liga más bien con «tosquedad, rudeza, elementalidad». Por extensión nos lleva a «falta de desarrollo», «atraso»; y más aún: «pobreza», «postración». En otros términos: […]
Para cualquier ciudadano occidental la palabra «primitivo» tiene connotaciones inequívocas: si bien originalmente hace alusión a «primario», «primero», «más antiguo», dada la carga que nuestro mundo moderno le ha impuesto se liga más bien con «tosquedad, rudeza, elementalidad». Por extensión nos lleva a «falta de desarrollo», «atraso»; y más aún: «pobreza», «postración». En otros términos: «barbarie». Si algo caracteriza la noción en juego no es tanto su alusión a «ancestral», «viejo», «arcaico» sino su referencia a atraso comparativo. Al lado de lo «primitivo» está lo desarrollado. Según el diccionario de la Real Academia Española, «primitivo» «se dice de los pueblos aborígenes o de civilización poco desarrollada, así como de los individuos que los componen, de su misma civilización o de las manifestaciones de ella». En definitiva: «civilización» (la cultura ganadora) versus «barbarie» (los derrotados). Esos «ganadores» son la medida y única referencia de las cosas.
La civilización surgida en Europa luego del Renacimiento, el capitalismo, se ha impuesto globalmente en estos últimos siglos. Sus formas generales vienen marcando el ritmo del mundo, imponiendo su lógica sobre toda otra forma cultural. Su razón de ser, el lucro mercantil, es el núcleo duro de todo su andamiaje. En nombre de la obtención de ganancia económica el planeta completo ha cambiado en forma dramática. Todo pasó a ser materia prima para explotar o mercadería para vender. Las modernas ciencias racionales surgidas en los países europeos centrales se erigieron como el fundamento de la nueva tecnología industrial que transformó sin vuelta atrás toda la fisonomía mundial.
Esta cosmovisión surgida de los «hombres blancos» de hace tres o cuatro siglos atrás, los que desarrollaron las armas de fuego y salieron a conquistar el mundo impulsados por esta insaciable sed de ganancia, se constituyó sin más en la cultura dominante, aquella con que los «triunfadores» juzgaron a los derrotados. La cultura occidental, industrialista, apoyada en sus conceptos científicos racionalistas, movida exclusivamente por el afán de lucro, pasó a ser así el molde para juzgar a todas las otras culturas. Y por supuesto, la historia se escribe según la matriz que imponen los que ganan. Los que ganan son los «civilizados»; los que pierden, los «brutos».
Quien viene «ganando» en estos últimos tres o cuatro siglos (si es que a esto se le puede llamar «ganar») es la cosmovisión capitalista europea. Su triunfo consiste en haber avasallado a las culturas a las que sojuzgó, relegándolas al lugar de «bárbaras», «primitivas», «atrasadas», imponiéndole sus propios esquemas: todas son proveedoras de materias primas para los países centrales, todas deben consumir lo que la industria «desarrollada» de esas naciones produce, todas deben subsumirse ante la metrópoli global que marca las reglas de juego. El patrón con el que se comenzó a juzgar a todas las culturas del mundo -ancestrales, diversas, sabias- fue la impuesta por la Europa blanca. Eso pasó a ser, sin más, «el desarrollo». Los pueblos que no siguen ese modelo son «primitivos».
Hasta en el revolucionario pensamiento de Marx se filtra ese prejuicio europeísta, cuando dice, por ejemplo, que «Inglaterra debe cumplir una doble misión en la India: una destructiva, la otra regeneradora -la aniquilación de la vieja sociedad asiática- y establecer las bases materiales de la sociedad occidental en Asia». Es decir: sociedad occidental como arquetipo de sociedad desarrollada, condición para llegar al socialismo. Las sociedades «primitivas» deben aún pasar por el modelo europeo.
Sin dudas los prejuicios nos constituyen, también a los revolucinarios. La fuerza de la dominación es tan grande que termina naturalizándose, y un ejercicio de poder forjado a sangre y fuego se torna normal. Tan «normal», que se pierde su carácter de invasiva, de destructiva. [La evangelización de América] «en ningún momento supuso una alienación de las culturas precolombinas ni fue una imposición de una cultura extraña» puede decir un Papa como Benedicto XVI con toda liviandad, olvidando los millones de seres humanos masacrados en nombre de esa «civilización». La contracara de esa dominación es la aceptación pasiva del dominio por parte del dominado. Malinchismo, identificación con el agresor, síndrome de Estocolmo o como lo queramos llamar, el mecanismo funciona: el esclavo termina asumiendo las formas del amo. La imposición cultural es, junto a la espada de la antigüedad o las bombas inteligentes actuales, un arma tan poderosa como la peor, pero más sutil. No destruye físicamente, pero domina, maniata, impide despertar. Quizá no haya peor arma de control masivo que la cultura puesta al servicio de los poderes.
Ahora bien: ¿de dónde salió el prejuicio que la civilización industrial del capitalismo europeo es la desarrollada mientras ancestrales culturas en el resto del mundo son «primitivas»? ¿Son «primitivos» esos milenarios saberes con que la humanidad fue resolviendo innumerables problemas prácticos? ¿Cómo poder ser tan soberbios -o tan imbéciles- de juzgar «atrasados» a estos espectaculares logros de la civilización de todos los pueblos que no siguieron el modelo del capitalismo rapaz?
La cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible -se produce no sólo para satisfacer necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico-. En función de ese modelo de desarrollo (fallado en sus orígenes, porque sobran productos superfluos y siguen sin resolverse problemas básicos de la humanidad) el planeta se está empezando a poner en serio riesgo. La progresiva falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años, el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permagel, son todas consecuencias de un modelo depredador que no tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta devastación de los recursos naturales? Las sociedades agrarias «primitivas», o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más racionales en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no renovables que nos legó el capitalismo.
Como la historia la escriben los que ganan -lo cual significa que hay otra historia, la verdadera y no la oficial- podemos decir con total seguridad que «la barbarie» no está, precisamente, en los pueblos que no han seguido el modelo industrial europeo. La barbarie, el primitivismo, la animalidad está en ese espíritu de conquista que el capitalismo llevó a límites insospechados.
Si de construir alternativas se trata, el socialismo nos da alguna pista: nadie es más «civilizado» que nadie. Si desarrollo es sinónimo de destrucción del medio ambiente, eso es la expresión más descarnada de imbecilidad, y nada más. ¿Por qué es desarrollado comer fondue o tomar whisky mientras es primitivo comer gusanos o tamales? ¿De dónde salió la tamaña estupidez que escuchar Mozart es civilizado y los tambores africanos son primitivos? ¿Hasta cuándo vamos a mantener esas brutalidades? ¿Es civilizado seguir usando automóviles mientras destruimos el planeta? ¿Alguien se lo puede tomar en serio eso como modelo de progreso? ¿Podemos ser tan tontos de seguir creyendo que el «buen gusto» es un traje de marca de alguna transnacional que marca la moda y es salvaje vestir una túnica o un taparrabos? ¿Por qué sería salvaje un hueso atravesado en la nariz pero es muy chic un tatuaje en la cintura o un arete en la oreja, hoy a la moda en Occidente? ¿Hasta cuándo vamos a seguir tolerando que «la cultura» se simbolice con un Partenón griego mientras que una choza africana se la tiene por primitiva?
Así consideradas las cosas cada vez es más evidente lo que dijera Rosa Luxemburgo entonces: «socialismo… o barbarie».