Marx dijo en 1843 que ser radical es ir a la raíz de las cosas, y que para el hombre la raíz es el hombre mismo. Desde entonces este principio ha sido objeto de fanático rechazo, de controversia enconada y de axioma incuestionable, todo a la vez. No podía ser de otro modo porque pone […]
Marx dijo en 1843 que ser radical es ir a la raíz de las cosas, y que para el hombre la raíz es el hombre mismo. Desde entonces este principio ha sido objeto de fanático rechazo, de controversia enconada y de axioma incuestionable, todo a la vez. No podía ser de otro modo porque pone el dedo en la llaga de la praxis humana: si de lo que se trata es de profundizar en los problemas de la realidad hasta descubrir sus contradicciones internas –y efectivamente, de eso se trata–, entonces ocurre que aceptarlo y practicarlo puede implicar consecuencias arriesgadas. Para quienes detentan alguna forma de poder, este principio de bucear hasta su raíz, descubrirla y divulgarla, es obviamente un peligro mortal que debe prohibirse abierta o solapadamente.
Para quienes creen que no es necesaria la lucha revolucionaria porque «la democracia» autocorrige sus «errores» mediante la movilización pacífica y la participación electoral e institucional, el principio de radicalidad supone un alto riesgo de provocación a los sectores «menos democráticos» que pueden irritarse y reaccionar con medidas represivas que recorten «la democracia» o la anulen; además, dicen estos sectores, el principio de radicalidad espanta los votos y apoyos de los indecisos y dudosos que deben ser convencidos sólo con la hegemonía cultural e ideológica «normalizada», y por último, el reformismo sostiene que no tiene sentido el principio de radicalidad porque, según afirma Kant, nunca puede llegarse a conocer la «esencia en sí» de la realidad, su raíz última, lo que anula la eficacia ontológica, gnoseológica y axiológica del principio de radicalidad.
La enconada controversia que mantiene el reformismo con los defensores de la necesidad de lo radical ha solido resolverse con medidas burocráticas en el seno de las organizaciones, sin faltar el recurso a la represión cuando la izquierda adquiría fuerza y era conveniente reintroducirla incluso a golpes en la cuadra del orden. Pero estos métodos son una parte del flexible sistema burgués de coacción y consenso, en el que juegan un papel vital las industrias educativo-académica y político-mediática con su plomiza y masiva presión ideológico-conformista, por ejemplo la moda postmoderna, citando un caso; pero si aplicamos el principio de radicalidad vemos que la raíz última de la fuerza del conservadurismo y reformismo, y la debilidad de la opción revolucionaria surge de fetichismo de la mercancía.
J. P. Garnier creó la expresión «voluntad de no saber», de negarse conscientemente a conoce la realidad insoportable: «La voluntad de no saber […] «capitalismo», «imperialismo», «explotación», «dominación», «desposesión», «opresión», «alienación»… Estas palabras, antaño elevadas al rango de conceptos y vinculadas a la existencia de una «guerra civil larvada», no tiene cabida en una «democracia pacificada». Consideradas casi como palabrotas, han sido suprimidas del vocabulario que se emplea tanto en los tribunales como en las redacciones, en los anfiteatros universitarios o los platós de televisión» (Contra los territorios del poder, Virus, 2006, p. 22).
Pensamos con conceptos. Hegel nos explicó que los conceptos, si quieren ser válidos, han de relacionar internamente la negatividad crítica con las contradicciones de los procesos: sólo así se elabora la verdad, se llega a la raíz y la expresa. De este modo descubrimos que el concepto «ley» siendo uno está partido en dos: poder patriarcal y opresión de la mujer; «derecho» en propiedad burguesa y explotación del trabajo; «paz» en orden del capital y violencia sobre los explotados; «democracia» en Estado dominante y opresión nacional, etc. Los conceptos «capitalismo», «imperialismo», «explotación», «dominación», «desposesión», «opresión», «alienación», etc., develan la invisible a primera vista unidad y lucha de contrarios antagónicos que, al margen de nuestra subjetividad y creencia, determina en uno u otro sentido la vida social.
La «voluntad de no saber» es la voluntad de interpretar sólo lo superficial y externo de los procesos, rechazando abiertamente el principio de radicalidad, de llegar a la raíz de las miserias y necesidades del hombre mismo que malvive en una «guerra civil larvada» entre una minoría imperialista y una mayoría desposeída. Dicho popularmente, la «voluntad de no saber» es la «política del avestruz», alienación que se expresa en el masoquista y reaccionario dicho de «más vale malo conocido que bueno por conocer». El refranero rebosa de dichos que muestran el deliberado rechazo de la verdad, inseparable del miedo a la libertad.
La izquierda busca desde siempre la activación la voluntad de saber, de conocer la realidad y de transformarla. La izquierda siempre ha pensado sobre cómo recuperar la radicalidad que tras un momento de fulgor tiende a ser engullida en la «normalidad». Hasta el presente sólo se ha encontrado un método válido, la praxis: la dialéctica entre hacer y pensar, entre práctica y teoría. A medio plazo uno sin otro no sirve para nada.
La izquierda es responsable de la pérdida de tensión revolucionaria cuando decide reorientar el radicalismo de las masas por el sendero del «realismo político» para engordar la bolsa de votos. Grosso modo, el proceso suele ser así: se empieza por sobrevalorar los errores propios y minusvalorar los aciertos insistiendo en que hay que adaptarse a las nuevas condiciones. A la vez, sus voceros lanzan mensajes a la burguesía insistiendo en que si bien mantienen los mismos objetivos de siempre, han cambiado de estrategia y de tácticas. También desaparecen del léxico habitual conceptos como revolución, lucha frontal, toma del poder, poder popular, justicia popular…, sustituidos por otros más laxos, ambiguos, aceptables por la prensa del sistema. Mientras tanto, acentúa su indiferencia y la dejadez por la formación teórica de la militancia lo que facilita que esta rebaje su voluntad de saber. Y llega incluso a la condena pública de formas de resistencia que antes eran aceptadas, lo que genera confusión y hasta consternación en parte de las bases.
Muchas izquierdas han recorrido esta caída hacia la «normalidad democrática», pero muy pocas fueron capaces de remontar el vuelo justo antes de estrellarse: les une la prioridad que dieron a las luchas de sus pueblos como fuerza directora. Cuando durante décadas la praxis ha moldeado una amplia, rica y compleja red de movimientos, grupos, organizaciones y partidos, dinámica durante la que se han formado miles de militantes, simpatizantes y personas comprometidas con reivindicaciones y derechos parciales. A pesar de los diferentes niveles de formación política y de intensidad en el voluntariado, durante ese tiempo se han formados varias generaciones de personas de izquierda independentista, soberanistas, progresista o demócrata consecuente con mucha o suficiente capacidad de análisis más o menos radical.
Las izquierdas que pudieron remontar el vuelo se basaron en estas fuerzas populares para volver a subir. Pero eso no se logró sin otro esfuerzo simultáneo: volver a reivindicar el principio de la radicalidad. En la sociedad capitalista la radicalidad consiste en luchar contra la deshumanización mercantilizada, contra la desnaturalización de las personas transustanciadas en valores de cambio, en mercancías explotables por su propietario. La cuestión de la propiedad privada y de la explotación, opresión y dominación forman una unidad: ser radical es socializar la propiedad, hacer que las personas, las clases y las naciones oprimidas vuelvan a ser propietarias de ellas mismas. Pero para descubrir esta realidad hay que querer saber, recuperar no solo los conceptos radicales, dialécticos, sino fundamentalmente volverse a unir con las luchas de masas que son su raíz material, fusionarse con ellas en el interior de los conflictos que sostienen. Solamente así se recupera el potencial de la praxis.
Ahora bien, aquí se agudizan los problemas porque durante la caída libre al agujero negro de la «normalidad» se ha podido extender la voluntad de no saber y el miedo a volver a la lucha por temor a perder votos e influencia parlamentaria: ¿cómo explicar a los aliados de coalición que se radicalizan los conceptos y las luchas que vuelven a orientarse hacia la recuperación de la propiedad del pueblo, dueño de sí mismo, y por tanto a la expropiación de los expropiadores? ¿Cómo explicar «a la sociedad civil» que la famosa «hegemonía» se centra ahora, por ejemplo, en la recuperación de edificios, fábricas, escuelas, abandonadas, y bienes públicos privatizados? ¿Cómo explicar a las «gentes de paz y ley» que muy probablemente esa recuperaciones serán reprimidas con la violencia de los ricos y respondida con la violencia de los pobres?
¿Cómo explicar que a esa burguesía a la que se le dijo que se tranquilizase porque no corría peligro su propiedad privada que va a sufrir un fuerte descenso en sus beneficios por la radical reforma fiscal y tributaria que la izquierda quiere aplicar? ¿Cómo decirle ahora que no se le ocurra sabotear la economía, descapitalizarla con fuga de capitales, dejarla envejecer al no invertir en tecnología, porque va a sufrir multas y condenas varias a manos del poder popular? ¿Cómo decirle que debe aumentar sus inversiones en sanidad, descontaminación y reciclaje, y que a la vez tiene que reducir el tiempo de trabajo para absorber mano de obra desempleada reduciendo drásticamente la tasa de paro, cuando sabemos que es una muy efectiva arma de intimidación y división de la clase obrera? ¿Cómo explicarle que debe aceptar derechos radicales como el control obrero del libro de cuentas, la negociación en el plan de inversiones y de ritmos y productividad del trabajo…?
Pero en una nación oprimida la primera y fundamental conquista es la de su Estado propio: ¿debe la izquierda independentista advertir desde ahora mismo que dentro de la UE y de la dictadura del euro es imposible y por tanto hay que salir de la UE como hay que salir de la OTAN? ¿Debe organizar ya mismo grupos de estudio que diseñen la estrategia y las tácticas adecuadas, las políticas económicas y sobre todo la concienciación popular necesaria para superar los innegables costos que han de pagarse por la independencia estatal? ¿Qué formas de contrapoder obrero, popular y social ha de impulsar desde ahora para tener ese poder de masas sin el cual nada es posible? ¿Y la autodefensa de ese poder popular: tema tabú?
Más urgentes y necesarias resultan ser ahora mismo las movilizaciones contra todas las injusticias con la que el poder golpea al pueblo, para detener y revertir los crecientes ataques a nuestra lengua e identidad, a nuestros derechos colectivos e individuales, a nuestra salud y nuestra naturaleza: la consigna de contrapoder como antesala de situaciones de doble poder en luchas concretas es aquí decisiva. Lo es también la espiral expansiva de las «cuatro As»: autoorganización sin depender de la ley, autogestión de base, autodeterminación de democracia directa, y autodefensa ante la violencia injusta. La experiencia indica que toda lucha determinada a vencer debe aplicar estas lecciones.
Simultáneamente, esta praxis colectiva ha de ser individual porque el capital está convirtiendo todo en mercancía, desde los sentimientos y afectos, hasta los planes de privatizar astros y planetas, pasando por las patentes genéticas: es imprescindible otra forma opuesta a la burguesa de consumo, alimentación, relaciones interpersonales, de placer, pero siempre desde y para el objetivo histórico de avanzar en la recuperación de los bienes comunes, de lo colectivo y público, o sea, de la socialización de las fuerzas productivas. La lógica del beneficio privado genera personas alienadas e individualistas en extremo que pelean entre sí en una lucha cainita por morderse mutuamente lo más posible.
La izquierda ha de iniciar una titánica lucha contra la deshumanización mercantil, para lo que es necesario potenciar las iniciativas solidarias, ayuda mutua, trueque, «bancos» de tiempo, «dinero» o formas de equivalencia que actúen fuera del mercado capitalista, potenciación del valor de uso, cooperativas de producción y consumo, redes de distribución directa, etc., siempre en unión con el movimiento sindical, popular y social porque la experiencia histórica es impresionante y hay que aprender de ella ya que apunta a un principio fundamental: llegar a la raíz, a la lucha entre la propiedad burguesa y la propiedad socialista.
Podemos sintetizar el principio de radicalidad así: ¿De quién es Euskal Herria, del pueblo trabajador o del capital financiero? La lógica humana nos dice que del pueblo, la lógica burguesa que del capital.
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