Coloqué días atrás en la Red un comentario en el que en sustancia señalaba que no veía mayor sentido a la proliferación de foros, plataformas y constituyentes que se ha hecho valer en los últimos meses. A mi entender –agregaba– nuestros problemas y expectativas encuentran un cauce adecuado de expresión de la mano de tres […]
Coloqué días atrás en la Red un comentario en el que en sustancia señalaba que no veía mayor sentido a la proliferación de foros, plataformas y constituyentes que se ha hecho valer en los últimos meses. A mi entender –agregaba– nuestros problemas y expectativas encuentran un cauce adecuado de expresión de la mano de tres instancias ya consolidadas: las asambleas populares del 15-M –o muchas de ellas–, el sindicalismo alternativo y los movimientos sociales que no han sido absorbidos por el sistema. Si alguien siente la tentación de apostillar que hay que mejorar, y mucho, en la coordinación de las tres instancias mencionadas, le daré, claro, toda la razón.
Una de las personas que terció en el foro que siguió a mi comentario tuvo a bien subrayar que el proyecto que yo proponía lo era de minorías, cuando lo que necesitamos es, antes bien, uno de mayorías. No diré en modo alguno que el argumento carece de peso. Pero me permitiré plantear mis disensiones. Cuando se trata de discutir sobre el perfil de un proyecto de mayorías hay que prestar atención a dos cuestiones principales: si la primera se refiere a la apuesta programática que acompañará a tal proyecto, la segunda remite a los mimbres de los cuales habrá de valerse. Por lo que respecta a la primera de esas cuestiones, me limitaré a decir que somos muchos los que recelamos –creo que cargados de buen sentido– de todas aquellas propuestas que no se proponen otra cosa que encarar la crisis presente o, lo que es lo mismo, y por emplear una metáfora cronológica, que no aspiran sino a retornar al año 2007. Con el capitalismo en corrosión terminal y el colapso ecológico a la vuelta de la esquina, reclamar sin más «una salida social a la crisis» es errar, y gravemente, el diagnóstico. Creo que las tres instancias que he invocado en el primer párrafo lo saben a la perfección: lo que necesitamos es salir, y con urgencia, del capitalismo, no sólo de la crisis.
Lo de los mimbres organizativos con los que habrá de construirse un proyecto de mayorías es harina de otro costal. Si los foros, las plataformas y las constituyentes a los que me he referido al principio se nutren de la savia de la «izquierda radical» –pónganse los peros que se quieran al término: está claro, creo, a qué me refiero–, no estaremos hablando, por lo pronto, de ningún proyecto de mayorías. Si, por el contrario, incorporan a fuerzas de la izquierda presente en las instituciones, o a los sindicatos mayoritarios, mucho me temo que caeremos inevitablemente en el atolladero programático que acabo de mal retratar. Aunque buena parte de la militancia de Izquierda Unida a buen seguro descree en los hechos del lema oficial que blande la coalición –no es otro que ese designio de buscar una salida social a la crisis–, la dirección de IU, encandilada por sus expectativas electorales, no parece dispuesta a ir más allá. Así lo testimonian por igual que siga practicando –y siga concibiendo para el futuro– pactos de gobierno, en todas las instancias, con el Partido Socialista y que mantenga una relación privilegiada con las cúpulas de CCOO y UGT.
Con todos los respetos para personas que los merecen, creo que somos muchos los que no estamos ya para estos juegos. Si el 15-M vio la luz dos años atrás –ésta es, al menos, mi lectura de los hechos–, fue para decir no, definitivamente, a esas componendas. Para recordar que tampoco nos representan quienes las protagonizan.
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