En un artículo anterior («Hecha la ley, hecha la trampa») expuse la ligazón que se ha dado -y se da- entre la literatura y el derecho. Advirtiendo que la poesía y la justicia no se encuentran enemistadas. Porque la justicia va más allá de las instalaciones judiciales o de sus litigios pedestres. Porque como dice […]
En un artículo anterior («Hecha la ley, hecha la trampa») expuse la ligazón que se ha dado -y se da- entre la literatura y el derecho. Advirtiendo que la poesía y la justicia no se encuentran enemistadas. Porque la justicia va más allá de las instalaciones judiciales o de sus litigios pedestres. Porque como dice el adagio latino «Res humanis juris, tua res agitur»: «Las cosas de la justicia humana son cosas de tu interés», vale decir que, como la política, la justicia es o debe ser preocupación de todos. Aquel que no se siente parte de ellas, se convierte en su víctima.
Y en ese mismo horizonte es que se proyectan los desvelos de la poesía, que bucea en los arcanos de la justicia y la política, en los que el hombre común no puede o no quiere sondear porque está apabullado por el tráfago de lo cotidiano. Este tráfago habitual es «la cárcel» en la que -según Donne, gran poeta inglés- el hombre común duerme; mientras el escritor es el hombre que avanza de la cárcel al patíbulo. Y -dice Donne- «nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo.» Ésta es una cita que hace Ernesto Sábato, en El escritor y sus fantasmas. Y Sábato, por su parte, concluye: «Una de las misiones de la gran literatura es la de despertar al hombre.»
En esta oportunidad quiero referirme a otra reflexión sobre el particular que he encontrado al momento de realizar mi anual trabajo de investigación en la Universidad Nacional de Piura (en la que trabajo). Es una reflexión que pertenece al poeta francés Paul Valéry, a quien siempre se ha considerado como un intelectual que actuaba en enemistad con los temas vulgares del hacer cotidiano (dada su filiación simbolista). Aunque esta apreciación la desmiente él mismo cuando afirma que «un poeta no siempre es incapaz de razonar una regla de tres; ni que un lógico siempre es incapaz de ver en las palabras otra cosa que conceptos, clases y simples pretextos de silogismos. Y aun añadiré sobre este punto una opinión paradójica: que si el lógico no pudiera jamás ser sino lógico, no sería y no podría ser un lógico; y que si el otro no fuera jamás sino poeta, sin la menor esperanza de abstraer y de razonar, no dejaría tras de sí ninguna huella poética. Pienso muy sinceramente que si cada hombre no pudiera vivir una cantidad de vidas distintas de la suya, no podría vivir la suya.»
La reflexión de Valéry, aludida, en relación con el tema de este artículo («Psicología criminal») es ésta: «En toda materia criminal, lo esencial para el acusado es hacerse infinitamente más interesante que sus víctimas.»
No soy psicólogo, pero no dudo que cada estatus social genera un tipo de comportamiento, y éste llega a constituirse en la psicología peculiar de los usuarios. La misma condición de la pobreza delata a quien de ella emerge cuando varía su estatus. Lo cual no debe ser considerado como un demérito sino como motivo de orgullo, pues -como decía nuestro gran Alberto Hidalgo-:
El de pobre es un título dinástico
Se nace pobre
Se es por derecho propio pobre
Como el árbol es árbol
Y como el que veamos es piedad de la luz
O cual que el pensamiento hace una raya cuando pasa
Un título que no concede nadie
Y que tampoco nadie adquiere
Una patente natural
Ingénita
Algo que da la condición humana
Y por ello qué lindo
Qué lindo trasladarse a un epitafio
Luciendo en el ojal de la mortaja
La condecoración de la pobreza
Es el caso del obrero que se siente incómodo si tiene que sentarse a la mesa del patrón. Por eso es conmovedora la siguiente reflexión de Pablo Neruda: «Yo creo que también tengo ese sentimiento de pobre de nacimiento, en los grandes restaurantes, en palacios o embajadas o en grandes hoteles. Me parece que, de repente, van a notar que estoy de más allí y que me van a decir: ¿Qué está usted haciendo aquí? ¿Por qué no se va? Yo siempre he tenido ese sentimiento desagradable de no pertenecer a tal cosa, a tal grupo.»
Algo similar se percibe en el caso del delincuente -mencionado por Valéry- que adopta un mecanismo de defensa propio de su psicología: «hacerse infinitamente más interesante que sus víctimas.» Por eso no debe llamar la atención que los montesinos, los fujimoris, los martinrivas, los «kerosenes» (y todos los funcionarios corruptos, puestos al descubierto por sus propios actos de abuso, peculado y usurpación de funciones) adopten esas poses de exacerbada autosuficiencia, pretendiendo justificar sus delitos con el expediente de haber actuado conforme a la «majestad de sus cargos», apelando a principios «de autoridad» y «seguridad nacional» que los investían de personalidades mesiánicas, puestos en el lugar de los hechos como salvadores de la patria, de la nación, de la civilización.
Felizmente los pueblos, formados honrosamente por simples mortales, tienen todo el derecho de rechazar ese tipo de «autoridades» y «seguridades» que hacen pender de un hilo la seguridad y la autoridad del pueblo mismo que les otorgó a esos delincuentes su representación. De ahí que sean apodícticas estas palabras de Henry Adams (Presidente USA): «Aquellos pueblos que toleran que sus gobernantes les quiten la libertad en aras de la seguridad, como ciudadanos no se merecen ni libertad ni seguridad.»