(O una nueva espera a Godot)
VLADIMIR: Esperemos a ver qué nos dice.
ESTRAGON: ¿Quién?
VLADIMIR: Godot.
ESTRAGON: Claro.
VLADIMIR: Esperemos hasta estar seguros.
–Esperando a Godot, Samuel Beckett
Nadie lo esperaba, ¿o sí? Muy temprano, en la mañana de ese lunes de primavera, supimos que algo poco habitual ocurría. Un viento de desconcierto trasladaba hojas de papel por las calles, y hojas secas de los últimos árboles perdonados por las autoridades del ornato urbano; un sol nuevecito como recién salido de algún lavadero, de lunes, sin dudas; casi ningún vehículo rodaba por las calles y hasta las ruidosas motos estaban ausentes; pocos caminantes hasta la tiendas del barrio, seguramente por pan y algo más; el silencio parecía no tener límites, porque la ciudad guardaba sus sonidos para días mejores, este parecía no serlo sin importar el disfraz de día después del domingo. Las radios soltaban música de añeja, casi se podía percibir su olor antiguo; en los canales de televisión, comics de los años ’70; no se habían publicado diarios y los vendedores ofrecían lotería y revistas de farándula. Los lunes eran de esa catadura, pero este de marzo, tenía ese halo que algo no funcionaba en las alturas de los poderes. Ese es el punto. Y de todas las referencias que no habían sido, por una asociación de olvidos.
Se apreciaba la calma, pero esta dejaba el mal presagio que en donde menos se esperara ocurrirían sucesos imprevisibles y que de tanto parecer aquello se volvieron increíbles. Un vacío proveniente de cualquier lado de los puntos imaginarios se extendía dejando la sensación de liberación y angustia, una vaina inexplicable, porque estaban quienes querían bromear y reírse y quienes mostraban su desagrado, por el súbito abandono o mejor dicho por la desaparición sin las despedidas oficiales y del ritual obligatorio. ¿A quién se le ocurrió esfumarse como en un acto de magia política? Eso acontecía en las insurgencias revolucionarias de hace décadas, ahora no, los gobiernos se despedían ante el público y se deseaban, sin ninguna convicción de verdadero deseo, toda la suerte en sus años de timonel republicano y el entrante estrenaba la banda de mi poder… y el saliente se iba por la puerta de atrás. O por la de adelante, pero que vendría a ser lo mismo porque el cansancio popular amanecía con puntual religiosidad a maldecir al gobernante quemado y él si no escuchaba las imprecaciones tenía esa clarividencia de animal político que ya eran muy pocos quienes le querían.
Está esa ciudadanía disímil amanecida a cumplir con aquello que planificó un olvidado día de calendario y eso vuelve a hacer sin variar, a excepción de sábados y domingos, desayunar, llevar a los hijos al depósito escolar, desearle buen día a la mujer (casi siempre es ella) y después retornar con cuotas de amarguras.
El orden importa poco, pero la necesidad central de la mañana son los noticiarios, más aún si es lunes. Y ese día, justo ese día, estaban en las pantallas rockeros de los ’70, baladistas que solo se escuchan en los últimos bares con rockolas, dibujos animados que ningún niño acepta y nadie para explicar por qué esta imitación cruda de último día de la historia. O de una semana larguísima que todavía no empieza. Al salir con las fundas de la basura, miró al vecino de su lado izquierdo y al de su lado derecho, pero ninguno tenía respuesta. Monosílabos, subidas y bajadas de hombros, negativas con la cabeza y el más dado a las señales del tiempo mostró una solitaria y oscura nube en un cielo de intenso azul. Miraron el rato preciso para comprender que las respuestas, si es que las había, estaban en la ortopedia con pantalla.
Los televisores apagados, las disputas infantiles, las deudas recordadas y la claridad solar dando el toque irreal a una casa real hasta en las apreturas económicas de sus habitantes, porque ellas son proporcionales al avance del mes. ¿Qué nos sucede a los de abajo? Malviviendo esperanzas inútiles? ¿Qué sucede por allá arriba, donde los gobernantes pretenden gobernar? Las respuestas acostumbradas a leerlas en los diarios, a escucharlas en las radios o a visualizarlas en la televisión no estaban ahí. Ni en los móviles. En las pantallas un Amazonas especulativo y laberintoso. Ese lunes los analistas fueron clonados por miles e hicieron conocer sus comentarios hasta por artes comunicacionales desconocidas en estos días. Cada uno tenía un criterio distinto y contrapuesto, pero en algo coincidían: la ausencia de una respuesta creíble. Los más tenaces volvían a las observaciones, aumentando inclusive los detalles, sin encontrar nuevas explicaciones que aquellas que ya la mayoría de la gente se las sabía de memoria. La conclusión explicativa de este lunes enigmático no había sido hallada hasta las cinco de la tarde. Nunca se había guardado mejor un secreto aunque la ciudadanía sospechaba, pero las dudas eran remitidas a lo más profundo de la incredulidad.
La contestación fue inesperada, ese día se celebraba el natalicio de uno de los tantos próceres que los historiadores y su academia habían aglomerado en los almanaques, para que todos los gobiernos, en sus diferentes tamaños y proporciones territoriales, festejaran y con el festejo la familia recibiera en persona el distinguido agradecimiento monárquico disfrazado de republicano, aunque todos comprendían el despropósito arcaico preferían callar. Los apellidos, las sangres y los orígenes dejaban el republicanismo a la intemperie de los falsos halagos. Ese día lunes, el gobernante ni ninguno de sus muchos representantes, que incluía hasta niños de familias del primer nivel, nunca llegó a la fiesta patricia. La primera hora fue esperada con impaciencia, la segunda con resignación y fue al inicio de la cuarta que empezó la migración de limusinas. El banquete fue llevado a una casa de asistencia social que no lo necesitaba y terminaron lanzando comida y adornos a las aguas de un río que hace mucho tiempo ya no era. Una pregunta no hallaba respuesta: ¿por qué se sentía ese desasosiego en la punta de la pirámide de la gestión pública? Ese preocupante vacío.
Un momento antes de que el crepúsculo cambiara del amarillo tibio del día al anaranjado fresco de la tarde, alguien por indiscreción de buena fe comentó que el Ministro de Finanzas fue visto bebiendo un coctel, en el bar de una ciudad estadounidense. Vacío absoluto y sorprendente de cualquier ruido. Fue cuando las hilachas de franquezas empezaron a desprenderse del relato callado por la sociedad de más arriba, para convencer a los descreídos, que para ese mediodía ya era una mayoría aun con su escasa significancia social, del valor sustancial del gobierno. Los rumores se parecían a esas gotas gordas de un aguacero costeño e inesperado. El Ministro que ordenaba a la policía había salido el día anterior con rumbo desconocido y fue fotografiado en aeropuerto mexicano en tránsito hacia donde sea. Así se fue explicando el vacío gubernamental portentoso. Hasta quien dirigía el ministerio de misterios había viajó por tierra a la frontera, para desde el país vecino viajar a un país misterioso. ¿Y el presidente? ¡Ah, él! “Miraba, por uno de los ventanales del palacio, esta lluvia fría interminable”, contó un valet indiscreto.
– Dios, está esperando a Godot –murmuró una letrada que había escuchado al paso la confesión.
– ¿A quién? –preguntó alguien poco informado.
-A Abril Godot, un humorista de chistes agrios-explicó un lector de periódicos atrasados. Suele llegar los lunes. Y hoy es el día.
Sin ponerse de acuerdo, se volvieron a mirar la Casa presidencial que parecía encallada en una irreal playa de asfalto. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!1” Corrección: el poder político muerto, ¡qué solo se queda cuando es inservible!
1
Rima LXIII, Gustavo Adolfo Bécquer. Una parte del poema dice
así: Despertaba el día,/ y, a su albor primero,/ con sus mil
rüidos/ despertaba el pueblo. /Ante aquel contraste/ de vida y
misterio,/ de luz y tinieblas,/ yo pensé un momento:
¡Dios
mío, qué solos
se quedan los muertos!