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¿Qué choque de civilizaciones?

Fuentes: Sin permiso

Que un puñado de mordaces caricaturas del Profeta Mahoma pudiese generar tumultos en tantos países nos dice cosas importantes sobre el mundo contemporáneo. Entre otras cuestiones, pone de relieve la intensa sensibilidad de muchos musulmanes sobre la representación y burla del profeta en la prensa occidental (y la consecuente ridiculización de sus creencias religiosas) y […]

Que un puñado de mordaces caricaturas del Profeta Mahoma pudiese generar tumultos en tantos países nos dice cosas importantes sobre el mundo contemporáneo. Entre otras cuestiones, pone de relieve la intensa sensibilidad de muchos musulmanes sobre la representación y burla del profeta en la prensa occidental (y la consecuente ridiculización de sus creencias religiosas) y el evidente poder de determinados agitadores para generar aquella clase de ira que conduce inmediatamente a la violencia. Y no tan solo, ésta clase de representaciones estereotipadas provocan que enormes grupos de personas parezcan extrañamente irreales y direccionadas en un único sentido.

El retrato del profeta con una bomba en forma de turbante es obviamente un producto de la imaginación y no puede ser juzgado literalmente, pero al tiempo, la relevancia de la representación no puede ser disociada de la manera en que los seguidores del profeta pueden verla. Lo que debemos tomarnos en serio es la forma en que se ahoga a la identidad islámica, al representarla así, y al pretender resumir de ésta manera a cualquier otra afiliación, prioridad y búsqueda que pueda tener un musulmán. Cualquier persona pertenece a grupos muy diversos, y la afiliación religiosa tan solo es uno de ellos. Por ejemplo, ver únicamente en términos de identidad islámica a un matemático que resulte ser de religión musulmana, nos esconderá más cosas de las que nos muestre. Incluso hoy en día, cuando un moderno matemático o matemática en, digamos por ejemplo, el MIT o Princeton invocan un algoritmo para resolver un problema computacional están ayudando a conmemorar las contribuciones del matemático decimonónico musulmán Al Khwarizmi; del que deriva el nombre algoritmo (el término «álgebra» proviene del título de su tratado matemático «Al Jabr wa-al-Muqabilah»). Concentrarse tan sólo en la identidad islámica de Al Khwarizmi por encima de su identidad de matemático resulta tremendamente engañoso, aún siendo él claramente musulmán. De la misma forma, dar automáticamente prioridad a la identidad islámica de un musulmán para comprender su rol en la sociedad civil, o en el mundo literario, o en las artes o la ciencias, puede generar una profunda confusión.

La creciente tendencia a obviar el conjunto de identidades de que disponen los seres humanos y tratar de clasificarlos conforme a su sola, supuestamente preeminente, identidad religiosa es una confusión intelectual que puede alentar peligrosas divisiones. Un islamista que instigue la violencia contra los infieles, desearía que los musulmanes olvidaran que tienen cualquier otra identidad que no sea la de musulmán. Lo que resulta sorprendente es que aquellos a los que les gustaría sofocar esa violencia, padecen la misma desorientación, al considerar a los musulmanes principalmente como miembros del mundo islámico. El mundo se ha convertido en un lugar más presto al conflicto incendiario por causa de la defensa y popularización de ésta categorización unidimensional de los seres humanos. Se combina una visión ofuscada con la creciente capacidad de los maestros de la violencia para explotarla.

Un uso remarcable de ésta singularidad imaginada, puede encontrarse en el influyente libro de Samuel Huntington: «El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden global» (1998). Las dificultades del enfoque de Huntington empiezan con su sistema de categorización única, redactado antes que la posibilidad de un choque -o no- empezase a popularizarse. En efecto, la tesis de un choque de civilizaciones va incluida en el concepto de categorización única, al marcar desde el principio las llamadas línea de civilización, que siguen de cerca a las divisiones religiosas a las que presta tanta atención. Huntington pone en contraste la civilización occidental con la «civilización islámica», «la civilización hindú», «la civilización budista» y demás. Los supuestos enfrentamientos entre religiones van incluidos en una afilada visión que pretende compartimentar y poner de relieve la división.

Resulta evidente que las personas pueden ser catalogadas en base a muchas otras clasificaciones, cada una de las cuales tiene relevancia – y a menudo más alcance -en nuestras vidas: nacionalidades, orígenes, clases, ocupaciones, estatus social, lenguas, política, y muchas otras. A pesar de la especial atención que han recibido las categorías religiosas durante los últimos años, no deben ser empleadas para aniquilar otras distinciones, o, todavía peor, no pueden ser percibidas como el único sistema válido para clasificar a las personas. Al repartir a la población mundial en base a su pertenencia al «mundo islámico», al «mundo occidental», al «mundo hindú» o al «mundo budista», se está empleando implícitamente la capacidad de dividir de éstos conceptos para ubicar a la población mundial en rígidos compartimentos. El resto de las divisiones (como las que se dan entre ricos y pobres, entre miembros de diferentes clases y ocupaciones, entre gente de diferente opinión política, entre gente de diversa nacionalidad y lugar de residencia, entre grupos lingüísticos, etc.) quedan sumergidas por esta primera manera de percibir las diferencias entre las personas.

Las dificultades de la tesis del choque de civilizaciones empiezan en el momento en que se da por supuesta la relevancia de una única clasificación. De hecho, la pregunta ¿chocan las civilizaciones? se funda en la presunción de que la humanidad puede ser prominentemente clasificada en distintas y concretas civilizaciones, y las relaciones entre los diferentes seres humanos puede de alguna manera apreciarse, sin significativas pérdidas de entendimiento, en términos de relaciones entre diferentes civilizaciones.

Esta visión reduccionista es típicamente combinada, me temo, con una turbia percepción de la historia mundial que obvia, en primer lugar, la extensión de la diversidad interna en cada una de las civilizaciones, y en segundo lugar los logros e interacciones – intelectuales como materiales – que van más allá de las fronteras regionales de las llamadas civilizaciones. Y este poder de confusión puede atrapar no sólo a esos que apoyan la tesis del choque de civilizaciones (que varían entre los occidentales chovinistas y fundamentalistas islámicos) sino también a aquellos que queriendo discutir semejante tesis tratan de responder con el mismo corsé ideológico; el de los términos preestablecidos por esa misma tesis.

Las limitaciones de este pensamiento, basado exclusivamente en civilizaciones, puede resultar tan peligroso para los programas de «diálogo entre civilizaciones» (tan en boga en estos días) como para las teorías del choque de civilizaciones. La noble y elevada búsqueda de amistad entre gentes, vista como amistad entre civilizaciones, reduce de inmediato a una sola las diversas dimensiones del ser humano y amordaza la variedad de implicaciones que han generado un campo para la interacción transfronteriza a lo largo de varios siglos; incluyendo las artes, la literatura, ciencia, matemáticas, juegos, comercio, política y otras áreas compartidas de interés humano. Las buenas intenciones de conseguir una paz global pueden tener consecuencias contraproducentes cuando dichas intenciones están basadas en un entendimiento ilusorio del mundo y del ser humano.

La creciente dependencia de una clasificación de los pueblos del mundo basada en la religión también contribuye a que la respuesta occidental al terrorismo global y al conflicto sea especialmente torpe. El respeto por los «otros pueblos» se muestra alabando sus escrituras religiosas más que destacando los muy diversos logros y consecuciones tanto en los campos no religiosos como en los religiosos de gente muy diferente en un mundo globalmente interactivo. En contraste con el llamado «terrorismo islámico», en el confuso vocabulario de la política global contemporánea, la fuerza intelectual de la política occidental parece dirigirse de manera sustancial a tratar de definir o redefinir el Islam.

Centrarse tan sólo en la dimensión religiosa, no sólo hace perder otras ideas significativas que mueven a la gente, también tiene el efecto de magnificar la voz de las autoridades religiosas. Los clérigos musulmanes, por ejemplo, son tratados como portadores ex officio del llamado mundo islámico, incluso cuando un gran número de personas, aun siendo musulmanas, mantienen profundas diferencias con lo propuesto por uno u otro mullah. Pese a la gran diversidad del mundo, de repente ya no somos una gran colección de gentes sino una especie de federación de civilizaciones y religiones. En Inglaterra, una visión confusa de lo que debe ser una sociedad multiétnica ha conducido a incentivar el desarrollo de escuelas islámicas financiadas por el estado, de escuelas hindúes financiadas por el estado, de escuelas Sikh financiadas por el estado, etc., para completar las hace tiempo existentes escuelas cristianas financiadas por el estado. Bajo éste sistema, los niños son ubicados en el dominio de afiliaciones singulares mucho antes de que tengan la capacidad de razonar sobre los diferentes sistemas de identificación que compiten por su atención. Igualmente, las escuelas profesionales estatales en Irlanda del Norte alimentaron la distancia política entre católicos y protestantes en base a una línea divisoria de categorización asignada desde la infancia. Ahora la misma predeterminación de identidades «descubiertas» está siendo permitida y estimulada estableciendo incluso más alienación entre las diferentes partes de la población británica.

La clasificación de religiones o de civilizaciones también puede ser una fuente de beligerantes distorsiones. Puede tomar la forma, por ejemplo, de crudas creencias que quedan bien ilustradas por las de US Lt. Gen. William Boykin que describe, con una tosquedad que desarma, su batalla contra los musulmanes: «Yo sabía que mi Dios era más grande que el suyo», y que el Dios cristiano «era un Dios real y el Dios (de los musulmanes) era un ídolo». La imbecilidad que muestra ésta clase de fanatismo es fácil de diagnosticar, así que el peligro que supone el grosero lanzamiento de éstos misiles no dirigidos resulta comparativamente limitado. En contraste, existe un problema de más hondo calado en el uso que hacen los intelectuales de «misiles dirigidos» en las políticas públicas occidentales. Presentan una visión noble y superficial que pretende apartar de la oposición a activistas musulmanes, en base a la, aparentemente benigna, estrategia de definir apropiadamente al Islam. Pretenden que los terroristas islámicos abandonen, de golpe, sus creencias en base a insistir en que el Islam es una religión de paz, y que los «verdaderos musulmanes» deben ser individuos tolerantes (así que déjalo y sé pacífico). Rechazar una visión del Islam que genere confrontación es en estos tiempos, sin duda, apropiada y extremadamente importante, pero debemos preguntarnos si es necesaria o útil, o incluso si es posible intentar definir en términos políticamente correctos cómo debe ser un «musulmán verdadero».

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La religión de una persona no necesita ser su única y exclusiva identidad. El Islam, como religión, no quita que los musulmanes puedan ejercer elecciones responsables en muchas esferas de su vida. En efecto, es posible que un musulmán tenga una visión de confrontación, otro sea profundamente tolerante y otro un heterodoxo sin que ninguno de ellos deba renunciar a ser musulmán por ésta única razón.

La reacción al fundamentalismo islámico y al terrorismo también se vuelve confusa cuando se da una incapacidad general para distinguir entre historia islámica y la historia de las personas musulmanas. Los musulmanes, como todo el mundo, tienen propósitos diferentes y sus prioridades y valores no pueden reducirse a su única identidad de ser islámicos. Por supuesto, no resulta sorprendente que los campeones del fundamentalismo pretendan suprimir todas las diversas identidades de los musulmanes en favor de convertirlos en seres únicamente islámicos. Pero resulta sumamente extraño que aquellos que pretenden superar las tensiones y conflictos conectados con el fundamentalismo islámico también parezcan incapaces de ver a los musulmanes de cualquier otra forma que no sea la de ser únicamente islámicos.

Las personas se ven a ellas mismas – y tienen razones para verse a ellas mismas – de muchas formas diferentes. Por ejemplo, un musulmán de Bangladesh no es solamente un musulmán, sino también un bengalí, seguramente estará bastante orgulloso de su lengua, de su literatura, y su música, y todo esto sin mencionar las otras identidades con las que él o ella pueden estar conectados: como la clase, el género, la ocupación, la política, su gusto estético y así sucesivamente. La separación de Bangladesh de Pakistán no estaba basada, tan solo, en la religión, puesto que la identidad musulmana era compartida por la gran parte de la población de las dos alas del Pakistán indiviso. Los separatistas tenían argumentos relacionados con la lengua, la literatura y la política.

Igualmente, no hay ninguna razón empírica para pensar que los protagonistas de la historia musulmana y la herencia que nos han dejado, estuviesen centrados, tan solo, en las creencias religiosas y no lo estuviesen también en las ciencias y las matemáticas, a las que los árabes y las sociedades musulmanes han contribuido tanto, y que, de igual forma, pueden ser parte de la identidad musulmana o árabe. A pesar de la importancia de ésta herencia, las clasificaciones ignorantes tienden a poner la ciencia y las matemáticas en la cesta de las «ciencias occidentales», dejando al resto tan solo el orgullo de su profundidad religiosa. Si los activistas árabes desafectos hoy se pueden enorgullecer solamente de la pureza del Islam, más que en la variada riqueza de la historia árabe, priorizando únicamente a la religión, compartida por guerreros de ambos lados, se está promoviendo que se encarcele a las personas en el reducido recinto de una identidad única.

La frenética búsqueda en occidente del «musulmán moderado» confunde la moderación en las creencias políticas con la moderación en la fe religiosa. Una persona puede tener un fuerte sentimiento religioso – ya sea islámico o cualquier otro – y, al tiempo, un pensamiento políticamente moderado. El emperador Saladino, que luchó valerosamente a favor del Islam durante las Cruzadas del siglo XII, ofreció a Maimones, cuando éste distinguido filósofo judío huía de la intolerante Europa, y sin que le pareciese contradictorio, un honorable cargo en su Tribunal Real egipcio. A principios del siglo XVI, mientras el hereje Giordano Bruno ardía en la pira del Campo dei Fiori de Roma, el gran emperador Mughal Akbar (que nació musulmán y murió musulmán) había terminado, recientemente, su ambicioso proyecto de codificar en una ley los derechos de las minorías; incluyendo la libertad religiosa para todos.

Hay que subrayar que al tiempo que Akbar era libre de promover su política liberal sin dejar de ser un musulmán, ésta política no era decretada – ni por supuesto prohibida – por el Islam. Otro emperador de Mughal, Aurangzeb, pudo denegar los derechos de las minorías y perseguir a los no musulmanes sin, por eso, dejar de ser musulmán; de la misma manera que Akbar no fue musulmán a causa de su pensamiento político tolerante y pluralista.

La insistencia, aún implícita, en el reduccionismo de la identidad humana no tan sólo nos comprime a todos, nos convierte en menos, también provoca que el mundo sea mucho más inflamable. La alternativa a la división en categorías preeminentes no pasa por la irreal reivindicación de que somos prácticamente iguales. Todo lo contrario. La principal esperanza de hallar la armonía en nuestro turbulento mundo pasa por aceptar la pluralidad de nuestras identidades, por trabajar contra divisiones agudas, recortando a uno y otro lado las ambiciones de aquellos que fomentan la existencia de una línea roja de vehemente separación que supuestamente no podrá resistir. La humanidad recibe un salvaje desafío cuando nuestras diferencias se ven dirigidas a enmarcarse en un sistema único de potente categorización.

Quizás, la peor de las pérdidas nos venga dada por el menoscabo – y la negación – de los roles del razonamiento y de la elección, que derivan del reconocimiento de nuestras identidades plurales. La ilusión de una identidad exclusiva resulta mucho más divisoria que la realidad de clasificaciones plurales y diversas que caracterizan el mundo en que vivimos. Una visión débil y reduccionista de nuestra singularidad tiene el efecto de empobrecer momentáneamente el poder y amplitud de nuestra capacidad de razonamiento en cuestiones sociales y políticas. La ilusión del destino exige un alto precio a pagar.

Amartya Sen es Profesor de la Universidad de Lamont en Harvard y ganador del Premio Nóbel de Economía del año 1998. Este ensayo es una adaptación del libro Identity and Violence: The Illusion of Destiny de Amartya Sen, editado por W.W. Norton &Company, Inc.

Traducción para www.sinpermiso.info: Luca Gervasoni y Txomin Martino