A la pregunta: ¿somos los únicos?, viene a añadirse esta otra: ¿somos los últimos? ¿se detiene la evolución en el hombre? ¿no estará ya formándose el Ser Superior? ¿no estará ya entre nosotros? Y este Superior, ¿tenemos que imaginarlo como un individuo o como un ser colectivo, como la masa humana entera en vías de […]
A la pregunta: ¿somos los únicos?, viene a añadirse esta otra: ¿somos los últimos? ¿se detiene la evolución en el hombre? ¿no estará ya formándose el Ser Superior? ¿no estará ya entre nosotros? Y este Superior, ¿tenemos que imaginarlo como un individuo o como un ser colectivo, como la masa humana entera en vías de fermentar y coagularse, arrastrada toda ella al logro de la conciencia de su unidad y de su ascensión?
De verdad, cuando se oyen estas cosas, echando una ojeada al planeta y a sus perturbaciones gravísimas climáticas y tróficas, y al mundo de las naciones, de sus jerarcas, de sus intrigas, de sus intereses, de sus disparates, ¿podemos creer que el ser humano se está elevando por encima de sí mismo? ¿podemos afirmar que está adquiriendo facultades que no tenía, salvo la de potenciar su habilidad para generar incontables juguetes comunes a niños y adultos y otras fruslerías?
Porque ¿cuál es la medida del ser humano? La sociología y la psicología han evolucionado mucho más despacio que la física y las matemáticas. Es el individuo del siglo XIX, y luego del XX, y luego el del XXI, el que se encuentra de pronto en presencia de un mundo diferente. Pero, el de la sociología y de la psicología del siglo XIX, XX y XXI, ¿es el hombre verdadero? Nada menos seguro. Después de la revolución intelectual provocada por el Discurso del método, después del nacimiento de las ciencias y del espíritu enciclopédico, después de la gran aportación del racionalismo y del cientificismo optimista del siglo XIX, nos hallamos en un momento en que la inmensidad y la complejidad de lo real, que acaba de descubrirse, deberían modificar necesariamente lo que pensábamos hasta hoy de la naturaleza del conocimiento humano, conmover las ideas sobre las relaciones del hombre con su propia inteligencia; en una palabra, exigir una actitud muy diferente de lo que todavía ayer llamábamos actitud moderna.
Sin embargo, en multitud de aspectos da la impresión de que el conocimiento humano, más allá del pretencioso o temerario pronunciamiento categórico acerca de la materia que sea: desde la cosmología hasta la dietética, desde la geología hasta el diagnóstico de enfermedades y su tratamiento en permanente ensayo, etc, el conocimiento sólido, el que vale no para una época sino para siempre, apenas ha progresado. Me refiero, no al conocimiento enciclopédico sino al de la naturaleza de las cosas y de uno mismo. Y si ha progresado y en la medida que haya avanzado, poco o nada modifica los comportamientos individuales que siguen sujetos a la idiosincrasia de los pueblos, que no se despegan del egoísmo extremo, en unos casos, y de la generosidad extrema hacia los animales pero a menudo en detrimento de los humanos, en otros. Que si ha progresado, de poco le sirve al individuo, cada día en conjunto más infeliz, más dependiente de lo superfluo, menos capacitado para encajar el dolor, menos tolerante ante los reveses de la vida…
No deseo, no deseamos, quizá miles de millones de seres humanos en el mundo, más progreso material, fútil e irrelevante, solo aplicado en definitiva a prolongar un poco más la vida aunque sea penosísima, al acortamiento de las distancias, y a la comodidad que propicia la molicie. Deseo, deseamos, un progreso de la amplitud de miras, un progreso que consiste en considerar a los demás seres humanos como un miembro más de nuestro cuerpo; que, en la conducta de las especies animales superiores que cooperan entre sí veamos y actuemos en consecuencia, el sendero definitivo que conduce a la verdadera y segura ascensión del ser humano hacia su integración en ese Ser Superior, en ese Todo absolutamente por encima de sus elementos por separado…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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