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Guerra en la Chorradesfera

¿Qué decir?

Fuentes: Counterpunch

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Íñigo Just y revisado por Germán Leyens

Los correos se apelotonan cada día, como moscas diligentes sobre un zurullo en la acera. Cuando hay más desgracia humana, más obscenidad, más sangre derramada, es cuando más recibes. Son, en varios sentidos, inútiles. A veces pontifican sobre lo obvio. Con frecuencia te dicen lo que ya sabes. Proclaman que la prensa no informa de la noticia, y a la vez sacan la noticia de la prensa. Muchos de los que envían estos correos sacan sus temas de, pongamos, The Guardian, y a la vez pretenden que The Guardian no existe, o que tú no lo lees. Pero si recibes este tipo de correos, está claro que lo lees. Si no lo lees, tampoco recibes este género de correos.

En cualquier caso, no es tan difícil acabarse enterando de todo aquello que, al decir de quienes envían los correos, nunca se iba a saber públicamente. Hasta la CNN te enseña «Cómo los palestinos se las arreglan sin las necesidades básicas». A veces los correos contienen información que no puedes encontrar en otro sitio, pero que tampoco querrías obtener de sitio alguno. Los recibes porque has sido identificado -correctamente- como alguien que está concienciado respecto a los horrores que se están produciendo en una determinada zona del mundo. Si lo que pretenden es incrementarte la concienciación, yo me pregunto: ¿para qué? Por mucho que te indignes, ello no implicará que ayudes a los que sufren, o que siquiera intentes ayudarlos. Lo más probable es que te limites a enviar más correos, y por ello la gente concienciada suele recibir la misma noticia por cuatro o cinco lados.

A veces los correos llaman a la «acción»: se firman peticiones, y se hacen boicots, que son en realidad una especie de in-acción (durante un tiempo, unos pocos boicoteadores concienciados intentan sin demasiado entusiasmo llevar a cabo una tarea que requiere millones de participantes). He aquí, íntegramente, lo que envió hace unos meses

una persona muy concienciada: «A fin de expresar solidaridad con el pueblo palestino y su gobierno elegido democráticamente, todos los ciudadanos del mundo deberían sumarse a un boicot global no violento de los productos europeos y usamericanos, hasta que los gobiernos de estos países cambien todas las políticas que consienten, ayudan y apoyan la ocupación de Palestina y su genocidio a manos del régimen racista israelí.» Si hubiera bastante gente con la que montar estos boicots, para empezar no existirían los problemas que confrontan. Pero los intentos de boicot dan su fruto. en forma de muchos más correos a favor y en contra del boicot.

Tantos correos -y yo también los he enviado- son sintomáticos de un problema grande, grave e incapacitante. Demuestran una profunda fe en una doctrina que toda la historia reciente contradice. Por lo visto, la mayoría de la gente de buen corazón cree delante de un teclado que la humanidad, o la sociedad, o cierta vanguardia plena de talento, está impulsada por una poderosa conciencia que, cuando despierte, se abalanzará como una leona sobre la injusticia y la hará trizas. Cuánto vaya a tardar esto no queda del todo claro, pero quienes envían los correos a la vez proclaman lo apremiante de «la situación» y demuestran que en realidad no hay apremio ninguno. Ellos y nosotros sabemos, como lo sabe todo el mundo, que las conciencias indignadas no van a cambiar las cosas en un futuro inmediato. La gente está muriendo ahora mismo, según nos cuentan; sin embargo, ni una sola persona en todo el planeta espera que estos mensajes hagan retroceder a los asesinos o aplaquen la terrible ambición de quienes los azuzan. Si los correos producen algún efecto, será más adelante, mucho más adelante, cuando el apremio de hoy no sea más que el recuerdo del año pasado.

Algunos de los que envían los correos pretenden simplemente que las cosas no son así. Para otros, la respuesta es: «hay que hacer algo». Pero si esto es todo lo que haces, es como si no estuvieras haciendo nada. Para otros más, sus mensajes son simplemente una tarea de testigos del mal, lo que supone en esencia ver cómo la gente sufre y muere. El porqué esto tendría que ser una obligación moral, o un logro personal, es para mí un misterio.

Si esos correos son la «acción», lo que necesitamos es más discusión. Sobre todo no es éste el momento de «organizar». Organizar ¿qué? ¿A quiénes? ¿Con qué dinero? ¿Con qué finalidad? ¿Para hacer qué? ¿Para montar una manifestación? A ver, ¿cómo exactamente el montar una manifestación va a detener al próximo ejército que devaste el próximo andurrial, por no hablar de los ejércitos que están ya en campaña? Nadie puede creer en serio que, porque las manifestaciones y las concentraciones desangeladas hayan fracasado en el pasado, vayan a tener éxito en el futuro. Son precisamente los mismos críticos que insisten en la impotencia del individuo frente a un proceso electoral cuidadosamente alejado de las bases, en la domesticación de los sindicatos y en la represión de la verdadera disidencia, estos mismos críticos los que actúan como si nada de esto tuviera importancia y pudiéramos, políticamente, hacer más o menos lo que nos apetece.

Lenin planteó, y respondió, la cuestión de qué hacer. Hoy en día la pregunta es adolescente y las respuestas, fallidas. «Hay que crear un movimiento» pertenece a la misma categoría de «hay que hacer la revolución», «hay que radicalizar a la clase obrera» o «haz el amor y no la guerra». La gente de izquierdas tiene que tomarse en serio su propio pesimismo sobre la política usamericana. Hay muchas ilusiones que están de más, si de verdad se quiere hacer algo.

La primera es el supuesto poder de la bondad. Es cierto que muchos movimientos moralmente buenos han triunfado. Los primeros que vienen a la cabeza son las luchas de los negros usamericanos (Martin Luther King o Marlcom X, usted elige), el feminismo, los sindicatos, los movimientos antiapartheid y, el más difícil de todos, Ghandi y su liberación, no por pacifista menos sangrienta, de la India. Otros añadirían las revoluciones cubana, argelina, china o rusa, y la expulsión por los vietnamitas de sus enemigos. Pero ninguno de estos movimientos triunfó PORQUE fuera moralmente bueno. El grueso de quienes pelearon esos combates -a diferencia de quienes apoyaban desde la grada- lo hicieron por su propio interés. El grueso de la tropa suele luchar por ellos mismos o por sus familias. Las figuras políticas lucharon por un grupo al que pertenecían y con el que se identificaban. Nelson Mandela, Martin Luther King, Malcom X tuvieron para los vietnamitas poco más que buenas palabras. Ho Chi Minh tuvo buenas palabras y poco más para los negros usamericanos o sudafricanos. Nadie esperaba, o debiera haber esperado, otra cosa.

Hoy, estos héroes podrían haber enviado algunos correos, y esos correos podrían haber sido apreciados. A la gente le gusta recibir mensajes de apoyo. Quizá estos mensajes hasta ayuden un poquito. pero no mucho. Normalmente, un movimiento triunfa porque ha atraído a un gran número de seguidores guiados por el interés propio, normalmente contra una oposición numéricamente inferior. Las excepciones a esta regla no son una demostración del poder de El Bien. Es cierto que los vietnamitas tuvieron un importante apoyo soviético; esto tuvo poco que ver con el amor a la justicia, y mucho con oponerse a las ambiciones usamericanas. El movimiento por los derechos civiles de los negros usamericanos tuvo el respaldo armado del gobierno federal, y el movimiento antiapartheid tuvo (aunque se ha exagerado mucho) apoyo internacional. En ninguno de los dos casos fue la moralidad la que motivó tal apoyo, sino más bien el reconocimiento de que, sin igualdad racial, habría un incesante derramamiento de sangre que no favorecería los intereses económicos o políticos de nadie. En ambos casos, la población local blanca llegó finalmente a la misma conclusión.

Echar la mirada sobre algunos de los fracasos más flagrantes de la historia nos da una mejor idea del poder de la concienciación moral. A veces se nos dice que el mundo no se preocupó lo más mínimo por los pogromos contra los judíos en Rusia y Ucrania, por las masacres de armenios, por los horrores de Biafra, Etiopía, Ruanda. Eso es absurdo: hubo una enorme efusión de conciencia ante estos hechos, como la hubo ante tantas formas de pobreza y explotación por todo el mundo, como la hubo cuando Usamérica se aprestaba a atacar Iraq. El problema fue de falta de poder, no de falta de concienciación. Y están, por supuesto, los dolorosos fracasos que sobrellevamos hoy mismo en Líbano, en Palestina, en Iraq, en Afganistán, en el Congo. No damos a nuestros correos, artículos y discursos crédito alguno por mejorías en dichas áreas, porque no tienen ninguno. Retorcerse las manos con congoja no es algo nuevo, y a estas alturas ya tendríamos que saber que no sirve para nada.

No es ésta una reflexión sombría sobre la «naturaleza humana». La concienciación por si sola no sirve, punto, y ello por tres motivos.

Primero, nos adscribimos a bandos. Si estás a favor de Usamérica, no te sentirás abrumado por preocupaciones sobre niñas afganas muertas. La gente no suele proclamar lo partidario de su compasión, pero ¿qué necesidad tendría? ¿Acaso no es una de las verdades de la vida? Si bien hay algunos que derramaron tantas lágrimas por los vietnamitas heridos como por los marines heridos, por los judíos inocentes como por los alemanes inocentes, por los niños israelíes como por los palestinos, hay muy pocos; y menos aún cuyas lágrimas ayudaran a una porción de estas víctimas.

Segundo, nuestra concienciación, por admirable que sea, casi nunca está suficientemente centrada. Hay tantas cosas sobre las que concienciarse. A una persona le conmueve especialmente la situación de los palestinos, a otra los niños con cáncer, a otra las maquilas, a otra las especies en extinción, a otra las minas terrestres, a otra la destrucción de las culturas indígenas, a otra las maquilas. Es frecuente que una misma persona vaya pasando de una concienciación a otra.

Tercero, y principal, carecemos de cualquier poder real para cambiar lo que nos preocupa. Nuestros votos no valen para nada, la protesta no violenta es ignorada, la protesta violenta es hoy en día inconcebible. Esto podría cambiar, pero no por ahora. Por ahora, mucha gente -y ¿quién puede demostrar que esté equivocada?- opina que no pueden hacer nada respecto a los males que azotan el mundo, y mira por lo suyo.

He aquí las razones para no predicar. Ahora bien, sería ridículo criticar la preocupación por otros, o sostener que los argumentos morales no tienen lugar alguno en política. A veces son útiles para deshinchar la propaganda. Con frecuencia son útiles para crear propaganda, cuando ya la causa tiene un apoyo potente. Pero casi nunca crean tal apoyo, y la izquierda se ha equivocado al sobrevalorar su modesta importancia política.

Ya basta de enviarnos unos a otros noticias y opiniones que ya habíamos oído antes, basta de regodearse en los crímenes que otros cometen, basta de invocar tímidos principios de legalidad y moralidad como si tales invocaciones importaran lo más mínimo, basta de empaparnos mutuamente las hombreras en llanto. La prédica engendra listas de correo electrónico mucho más prolijas y diversas, pero ya va siendo hora de que asumamos que este cacareo electrónico no va a ayudar a la gente a la que proclamamos querer ayudar. No se trata tampoco de que, pongamos, nadie vaya a preocuparse por el infortunio de los palestinos. Al contrario, cientos de miles de personas en todo el mundo se han preocupado, se preocupan y se preocuparán, y mucho. Pero es justamente por eso que deberíamos darnos cuenta de que el mero preocuparse, así como las acciones que ello induce, son atronadoramente ineficaces. Los palestinos están peor que nunca, y a los israelíes no podría preocuparles menos nuestra preocupación.

La conclusión es que no podemos construir un movimiento eficaz sobre la base del altruismo, y ello implica que, para muchas de las causas que más nos preocupan, no podemos en absoluto construir un movimiento eficaz. Hay una alternativa que, pese a no ser romántica ni gratificante, es mucho más prometedora, y por ello moralmente obligatoria. Se trata de apelar a los intereses de quienes tienen poder. Dependiendo del punto de vista, esto puede significar los ricos y corporativos, o la mayoría silenciosa, o unos y otros.

Estos llamamientos han de ser prácticos. El sermoneo produce como mucho gestos vacuos. Tampoco sirve de nada basar tales llamadas en lo que alguna teoría superchachi proclame que es el interés profundo de la humanidad. Si la gente se interesara cuando desde la izquierda se les revelan los intereses profundos pero inadvertidos de la humanidad, los problemas del mundo estarían resueltos hace mucho tiempo. Por el contrario, los llamamientos eficaces se dirigen a los intereses innobles, cortoplacistas y posiblemente «ilusorios» de quienes tienen poder. Estos intereses son básicamente el dinero y/o un buen trabajo, la seguridad y las comodidades de la vida (sí, ahí está incluida la gasolina para llenar el depósito).

Si los llamamientos eficaces se desviaran de la ortodoxia de izquierdas, apenas sería un argumento en su contra. Pero ni siquiera lo hacen. Apelar a intereses impresentables no es respaldar tales intereses ni afirmar nada sobre la legitimidad de tales políticas o tales estructuras de poder. No es renunciar al deseo de cambiar esas estructuras, incluso por las vías más radicales. Es reconocer simplemente la realidad política de nuestro tiempo. Si eso no es impecablemente ortodoxo, que se fastidie la ortodoxia.

Para cualquiera a quien le importe mínimamente si la gente pasa hambre o es apaleada o quemada viva, la moralina gimoteante de la izquierda ya no es una mera molestia. Es también inmoral. Carente de toda perspectiva de éxito remotamente razonable, es un ejercicio de autogratificación. Las formas de la gratificación son diversas: para algunos es simplemente un alivio de la gran aflicción por cómo va el mundo, una vía de escape para la angustiosa frustración. Para otros es un ejercicio de esnobismo. Para otros es un viaje al país de las maravillas, rebosando en visiones de triunfo revolucionario. En cualquiera de sus formas, la moralina de la izquierda pone la autosatisfacción del moralizador por delante de las necesidades de quienes están en situación desesperada. Esto no es bueno; esto es egoísta. Claro que no resulta agradable admitir la propia impotencia y actuar en el marco político de un sistema aborrecible.Pero no hay alternativas.

Pretender lo contrario es hipocresía, quizá no el peor pecado, pero sí el que a la izquierda más le gusta condenar. Es actuar como si uno se preocupara de verdad por los demás mientras se sigue una estrategia que claramente sólo le beneficiará a uno mismo.

Lo irónico es que sólo cuando la gente de izquierdas se libre de su obsesión por concienciarse podrá hacer avances respecto a aquello mismo que le preocupa, respecto a aquello que, en un principio, le llevó a ser de izquierdas.

La ignorancia y la estupidez de los líderes usamericanos y de quienes les apoyan presentan grandes oportunidades. Muchos creen que las políticas usamericanas, por muy contrarias que sean a los intereses del «usamericano de a pie», sirven a los intereses del gran capital, o de la clase dirigente. Es mentira. Casi toda la política exterior usamericana va también en contra de los intereses del gran capital.

El gran capital, en general, no está interesado en apoyar a Israel, o en invadir Iraq, o en enfrentarse a Irán, o en condicionar la ayuda al desarrollo a la aplicación de medidas de control de natalidad «basadas en la abstinencia». Las principales petroleras, que aprecian la estabilidad, no están interesadas en planes para extraer el petróleo de Asia central que resultan arriesgados y caros y provocan reacciones de agravio. Incluso en Venezuela o en Bolivia, los empresarios usamericanos no creen que los intentos fallidos de golpe de estado sean una respuesta inteligente a las nacionalizaciones del petróleo. Ninguna gran empresa quiere que memos de alto rango amonesten a Rusia o a China sobre derechos humanos, o que provoquen a estas naciones con intentos de rodearlas. Todas estas políticas, a causa del caos y la hostilidad que generan, son negativas para la seguridad de Usamérica, para su suministro energético y por tanto para su economía [1]. La política exterior usamericana es, la mitad de las veces, un guiño hacia grupos de interés como los cubanos contrarrevolucionarios o los cristianos renacidos, en vez de la implementación de las prioridades corporativas.

La idiocia de la política usamericana es una oportunidad, si bien todavía no para una acción eficaz, sí al menos para su prerrequisito, la discusión eficaz. En medio mundo, Usamérica socava su seguridad y sus perspectivas económicas por apoyar a Israel, enemistándose con productores de petróleo y aliados clave. Irán estuvo una vez en el bando americanista; el apoyo a Israel es parte de la razón por la que hoy está en el otro bando. En la primera Guerra del Golfo, la mayoría del mundo, Siria incluida, se alineó con Usamérica e incluso luchó a su lado. Ahora sólo una coalición de caniches asustadizos se agolpa a los talones de Usamérica. En Turquía, en Egipto, en Arabia Saudita, en cada país importante para los objetivos usamericanos, estalla el sentimiento antiusamericano; esto pone en peligro el control de Usamérica sobre sus proveedores de petróleo. En la otra orilla del océano, el boicot usamericano a Cuba ha hecho mucho por enemistar a Venezuela primero, luego a Bolivia; Brasil y México podrían no andar muy lejos. Esta política no beneficia a nadie y complace únicamente a los amargados refugiados cubanos de primera generación en Florida.

Nada de esto le hace ningún bien al usamericano medio o a las grandes empresas. No parece difícil promover el cambio sobre la única base viable para promoverlo, el interés propio de aquellos que pueden efectuar los cambios. Pero la mayoría de la izquierda, en vez de tratar de las necesidades obvias de prácticamente cada usamericano, por lo visto cree que puede contagiar a toda la población con altruismo apasionado y elevados ideales. ¡La gente está pasado hambre! ¡Los niños se mueren! ¡Se ha infringido la legalidad internacional! ¡Hay violaciones de la Convención de Ginebra! ¡No se está extendiendo la democracia! ¡Las grandes empresas ganan dinero! ¡Los políticos usamericanos son hipócritas!

Cuando los sindicatos se organizan, o cuando Toyota quiere vender un coche, no dicen: «esto le hará mucho bien a algún otro». Hasta que la izquierda deje de pensar que esa es una forma inteligente de vender el cambio, la cuestión de qué hacer no puede ni plantearse. Los derechos cívicos de los negros, el movimiento contra la Guerra de Vietnam, el feminismo, el ecologismo -los únicos movimientos progresistas de posguerra que han tenido algún éxito- triunfaron precisamente porque fueron más allá del idealismo de izquierdas e hicieron llamamientos potentes a los intereses de los implicados [2].

La verdadera compasión requiere poner los resultados por delante del puritanismo político. Nadie hace caso de los expertos en la pureza y el sacrificio. A nadie le interesa lo que «apoyamos» o no – el término más vacío de todo el insípido léxico de la izquierda. Puedes «apoyar» la revolución violenta todo lo que quieras, igual que puedes «apoyar» el socialismo en Usamérica o salarios justos en todo el mundo o un estado laico en Palestina/Israel. «Apoyar» estas cosas -o más cómico aún,

«exigirlas»- no muestra la menor tendencia a aproximarlas a menos de un millón de kilómetros de la realidad. A una distancia tal de los grandes ideales, es frívolo entretenerse es si éstos han sido abandonados o no. Lo digo y lo repito: somos impotentes. Esto podría cambiar radicalmente mañana, pero no hay señal de que esté cambiando, y si las señales llegasen eclipsarían nuestro «radicalismo» por completo.

De momento, permanecemos -por remacharlo una vez más- impotentes. Sólo aceptando esto podemos ponernos a persuadir a aquellos que sí tienen poder para que hagan menos daño. Si lo conseguimos, y tenemos bastantes probabilidades de hacerlo, la izquierda usamericana tendrá más poder del que ha tenido en mucho tiempo.

Notas

[1] Inevitablemente, viene a la mente Halliburton. Tras años de patrocinio gubernamental, Halliburton no ha conseguido entrar en la lista de las 100 empresas más grandes. Sus ingresos en 2005 superan ligeramente los 20 mil millones de dólares y sus resultados arrojan una pérdida de 979 millones; perdió cantidades similares los tres años anteriores. Exxon-Mobil tuvo unos ingresos 270 millones de dólares y beneficios de 25 mil millones de dólares. Chevron-Texaco tuvo ingresos de casi 148 mil millones y beneficios de más de 13 mil millones. Conoco-Phillips registró ingresos por encima de 121 mil millones y un beneficio de 8 mil millones. Ninguna de estas empresas grandes de verdad sacó nada significativo de Iraq o de Afganistán, y mucho menos de Israel.

[2] Hasta el clero es con frecuencia más terrenal que la izquierda para reconocer la importancia de apelar al interés propio. El jefe de la iglesia griega ortodoxa, al condenar la agresión de Israel contra el Líbano, nos proporciona un ejemplo: «[Israel está] inmolando civiles inocentes a centenares, y creando refugiados a millares», añadió, advirtiendo a las autoridades israelíes, «No provoquéis a nuestras conciencias. No incitéis la condena del mundo contra vosotros. No es en vuestro interés. Temed la ira de Dios.»

Fuente: http://www.haaretz.com/hasen/spages/741764.html 

Íñigo Just colabora con Rebelión. Germán Leyens es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir a condición de mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.