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Entrevista al historiador Carlo Ginzburg

«¿Qué es la historia, sino una ficción que puede ser probada?»

Fuentes: Sin Permiso

El 17 de mayo de 1972, en Milán, un hombre es abatido a bocajarro. Su nombre: Luigi Calabresi, jefe de la sección política de la policía milanesa. Retrato-robot del asesino: hombre joven, pelo castaño, metro ochenta de estatura. Falsamente absorbido en la lectura de un periódico, el asesino esperaba a su víctima a la salida […]

El 17 de mayo de 1972, en Milán, un hombre es abatido a bocajarro. Su nombre: Luigi Calabresi, jefe de la sección política de la policía milanesa. Retrato-robot del asesino: hombre joven, pelo castaño, metro ochenta de estatura. Falsamente absorbido en la lectura de un periódico, el asesino esperaba a su víctima a la salida de su domicilio. Se fugó a bordo de un Fiat 125 azul.

Permanentemente viva en la consciencia colectiva italiana, esta muerte es una de las más perturbadoras de los «años de plomo». Una de las más embarazosas, también. El proceso a que dio lugar, totalmente construido a partir de la palabra «contradictoria y vacilante» de un pseudoarrepentido, culminó con la condena a veintidós años cárcel de Adriano Sofri, uno de los dirigentes del mayo del 68 italiano.

¿Un Dreyfus transalpino? Es lo que siempre ha sostenido el historiador italiano Carlo Ginzburg, cuyo nombre viene inmediatamente a la mente cuando se evoca este asunto. Como Voltaire con Calas, como Zola con Dreyfus, Ginzburg, convencido de la inocencia de su amigo Sofri, se lanzó a cuerpo descubierto a esta batalla por el derecho y por la verdad.

«¿Cómo es posible, a fines del siglo XX, en un país democrático, cuya Constitución es una de las más ilustradas de Europa, que se haga pública con toda tranquilidad una condena jurídicamente irrevocable y sistemáticamente reiterada que equivale, de hecho, a una condena a muerte ?», se indignaba, hace unos cuantos años, en las páginas de Le Monde. En El juez y el historiador, manifestó su «irritación» annte a un proceso sin pruebas: «La bala encontrada en el cadáver del comisario, así como sus ropas han sido destruidas por la policía misma, ¡so pretexto de que no había espacio donde almacenarlas! Lo mismo pasó con el Fiat, a causa de que ¡ no se había pagado el timbre de circulación desde hacía cinco años !»

En diciembre de 2005, el caso Sofri ha rebrotado. El ministro italiano de justicia ha declarado que se opone a la gracia aceptada por el presidente Ciampi. Pero esta vez Ginzburg no desea hacer comentarios. ¿Prudencia? ¿Tristeza?

En el último piso de un inmueble medieval de Bolonia, a dos pasos de las célebres torres colgantes, Carlo Ginzburg recibe a las visitas en la cocina. Por comodidad, no menos que… por necesidad. Las paredes, los suelos, las mesas de todas las demás habitaciones están invadidas por libros, periódicos, dossier, artículos, documentos… Sólo la cocina se libra de este abigarramiento. Descanso benefactor para intelectual hiperactivo, se parece a todas la cocinas, con, de repente, lejos de los conceptos, trapos a cuadros y fotos de niños sobre el refrigerador. Carlo Ginzburg ha puesto sus grandes gafas y sus codos sobre la mesa. Su voz grave y profunda, su elocuencia y su erudición: todo impone en este hombre con estatura de emperador. Pero, de repente, vacila: «Sabe, dice visiblemente afectado, Sofri está muy enfermo en este momento. Está en una sección de reanimación, ni siquiera se le puede ver… (1)«

Un silencio. El hombre se pasa la mano por ese gran flequillo sal y pimienta que le da a veces un aire báquico. Vuelve enseguida a la conversación, en un francés impecable. Cuenta la similitud, que siempre le chocó, entre ese proceso y los de la Inquisición, sobre los que tanto ha trabajado. Lógica pervertida, «subterfugios, presiones indebidas, voluntad obstinada de castigar» : lo que le apasiona es la manera en que, a partir de presupuestos comparables, se puede decir el derecho y escribir la historia. «Todo proceso, dice, es una especie de experimentación historiográfica in vivo.»

Todo Carlo Ginzburg está aquí. Un intelectual comprometido con los debates del día, y al mismo tiempo, un investigador capaz de consagrar años a expurgar las minucias de un proceso de brujería. Un historiador sumergido en los cuadernos de cuentas de un molinero friolés del siglo XVI; un inconformista de la historia del arte, que pasa por su criba (muy personal) las obras de Giotto o de Piero della Francesca. Un entrometido con destellos geniales, interesado por Berlusconi (a quien no traga) al mismo tiempo que por los marginales y los sin voz. «Siempre tuve la intuición de que ‘los otros’, los niños, los idiotas, los animales incluso, aprehenden algo muy profundo que se les escapa a quienes están en el ajo de los acontecimientos.»

ENTRE FREUD Y SHERLOCK HOLMES

Según él ve las cosas, la historia es todo lo contrario de una disciplina cerrada. Hay que saber investigar en los márgenes, dar buena acogida a los encuentros imprevistos -una anécdota, un ritual, un cartel de propaganda…-, estar atento al detalle, a la pista, a lo que no es casi nada. La pupila de sus ojos (negro intenso, que fulgura por debajo de unas cejas espesas e insumisas) asemeja a la lente de un microscopio. Cuando la aplica a un acontecimiento minúsculo, éste, ¡milagro!, echa a hablar. Así es como «inventó» la «microstoria» o «microhistoria. «Corrían los años 70, con un grupo de compañeros. Nuestra idea era examinar con lupa algunas realidades y plantear el problema de la generalización a través de los casos.» Estos «microhistoriadores» practican el «método del indicio», reivindicando a Freud no menos que a Sherlock Holmes. ¡ Lo que no deja de levantar cierto oleaje entre los guardianes de la ortodoxia !

«Los objetos de mi investigación parecían dudosos. Esas historias de brujas, mi tentativa de reconciliar los procesos y las creencias de las gentes acusadas de brujería, todo eso parecía más bien propio de antropólogos. El problema es que éstos no trabajaban en los archivos de la Inquisición.» De ahí la idea de que precisaba inventar travesías nómadas, codearse con disciplinas aledañas: la antropología, el derecho, la economía… y ¡ por qué no !, la literatura.

Precisamente, antes de Ninguna isla es una isla, Carlo Ginzburg picotea en territorio de literatos. En el año de su nacimiento (1939), su padre funda – con Giulio Einaudi y Cesare Pavese – la casa editorial Einaudi. «Él enseñaba literatura rusa. Pero como se había negado a jurar los principios del régimen fascista, perdió su cargo.» Cuando muere, en 1944, en la prisión de Roma, el pequeño Carlo tienen 5 años. Su madre, la novelista Natalia Ginzburg, rehace su vida con un especialista en literatura británica. Durante la guerra, el niño prueba la miel de los cuentos y las leyendas de los Abruzzos, en dónde su madre y él se han refugiado. «Se puede decir que crecí en un medio en el que la literatura formaba parte del entorno, intelectual e incluso físico», observa con nostalgia.

¿Es a modo de regreso a esas fuentes que hoy se inclina hacia la literatura inglesa? En Ninguna isla es una isla, Carlo Ginzburg propone «cuatro miradas» sobre los escritores del otro lado del canal de la Mancha, a través de figuras tan diversas como Tomás Moro – el antiguo y el nuevo mundo, vistos desde Utopía-; Sir Philip Sydney, autor de una Defensa de la poesía en la época isabelina; Laurence Sterne, cuyo célebre Tristram Shandy se presenta, para él, como una respuesta al diccionario de Bayle; y Robert Louis Stevenson, llamado Tusitala («el narrador de cuentos», en lengua samoa), cuya posible influencia sobre las investigaciones etnográficas en Polinesia es rastreada por el historiador.

Cada una de las «miradas», extremadamente densa y erudita, merecería (además de que el lector se quitara el sombrero ante el traductor [al francés]) una reseña critica por sí misma. Pero la reunión de las cuatro muestra hasta qué punto el aislamiento insular es una añagaza : hasta qué punto los libros cruzan los océanos y las fronteras, a imagen de La utopía, cuyos principios comunitarios fueron puestos por obra llegando hasta el México profundo.

Más importante aún: Ginzburg nos habla de una cuestión que desde hace mucho tiempo le interesa de todas, todas: las relaciones entre «literatura de ficción y literatura histórica». «Siempre he sido un apasionado de este asunto, explica. Yo veo la relación entre esas dos formas de narración como una competición permanente. Un torneo que viene librándose desde la Antigüedad -Heródoto recupera el hilo de Homero-, que prosigue a través de los siglos -¿no dijo Balzac «soy el más grande historiador del siglo XIX»?-, y que culmina en el siglo XX con hombres como Proust o incluso Joyce. A mí me parece que hay aquí un desafío implícito lanzado por los novelistas a los historiadores. Piense en la manera en que La Recherche [de Proust] liga los destinos individuales a los grandes acontecimientos históricos, como el caso Dreyfus, precisamente. En general, los historiadores no han estado a la altura de ese desafío. Oblicuamente, tal vez, pero es un punto sobre el que hay que reflexionar.»

¿Cómo? Según el método Ginzburg: nada sé, y me sirvo de esa nada a modo de palanca. Ginzburg dice que se convirtió en historiador «porque no sabía nada» y que resulta «muy útil tener esta impresión de ignorancia, plantearse preguntas allí donde los demás no son capaces de ver interrogante alguno».

Partiendo de esa opacidad, tira de un hilo. «Acuérdese de que en Luces de la ciudad, hay una escena en la que Chaplin aparece con un jersey deshilachado. De pronto, llega la muchacha ciega, quien, sin saberlo, comienza a deshilvanar hasta deshacer la prenda. Me gusta mucho esa escena. La risa corrige la crueldad. La metáfora del todo que viene con el simple cabo del hilo. En mi oficio se da este momento, uno de los más hermosos para mí, en el que uno forja hipótesis en la obscuridad. Uno se dice: ‘Se podría ver esto y esto’. Uno construye cosas que podrían resultar completamente falsas y que resultaría necesario luego deshilvanar.»

A pesar de la coherencia subterránea de su obra, Ginzburg confiesa que su manía de «enfrentarse sin cesar a objetos distintos va tal vez de la mano de ésto: el placer de volver a empezar». A la embriaguez de la intuición. A la fragilidad de los castillos de naipes. En lo tocante a la literatura, no está dispuesto a dejarla de lado. Trabaja ahora sobre Dante, pero se niega a decir nada más. Y a su recopilación de trabajos sobre Inglaterra, pronto seguirán unos ensayos sobre Stendhal, Voltaire y Montaigne.

¿Tendrá, inconscientemente, ganas de pasar al otro lado del espejo? Se ríe. «Yo escribía novelas cuando era joven, pero no, no… Prefiero confiar en lo real. Su imaginación es mucho más potente que la mía. Me interesa bastante más. Por otra parte, ¿qué es la historia, sino una ficción… que puede ser probada?»

Carlo Ginzburg nació en Turín en 1939 e imparte docencia en el departamento de historia de la Universidad de California-Los Ängeles (UCLA). Su libro Ninguna isla es una isla fue traducido y publicado en castellano por la editorial de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco (México), en 2003.

Traducción para www.sinpermiso.info : Leonor Març