¿Cuál es la línea que divide a heterodoxos y ortodoxos? ¿Cómo calificar a un economista enrolado en el primer grupo, pero que al mismo tiempo pide acordar con el Fondo y ajustar tarifas? Los especialistas consultados dan su visión sobre el tema. Producción: Tomás Lukin Luchar contra la desigualdad Daniel Kostzer Si en los años […]
¿Cuál es la línea que divide a heterodoxos y ortodoxos? ¿Cómo calificar a un economista enrolado en el primer grupo, pero que al mismo tiempo pide acordar con el Fondo y ajustar tarifas? Los especialistas consultados dan su visión sobre el tema. Producción: Tomás Lukin
Luchar contra la desigualdad
Daniel Kostzer
Si en los años ’60-’70 se interrogaba a alguien acerca de qué era ser progresista en lo económico, no quedaban dudas: promover la propiedad social de los medios de producción, sea ésta mediante la utilización de figuras como las cooperativas o por parte del Estado. Cualquier intento de consolidación de la propiedad privada en este sentido era visto como retardatario de un proceso histórico casi lineal. Se podía debatir el papel de las empresas públicas, de los impuestos, de las empresas mixtas, pero quedaba claro dónde y hacia dónde marchaba el progresismo.
A la feroz represión de las dictaduras de todo el continente de esos años se suman las crecientes fisuras que mostraba el socialismo realmente existente en el Este, como cuestionadores de la viabilidad del modelo que se defendía desde el progresismo. La caída del Muro de Berlín termina ese proceso con la aparición del denominado discurso único, o el modelo neoliberal, o el Consenso de Washington, como expresiones de los tiempos que se venían: los tiempos de los mercados, los tiempos del precio correcto, sin intromisiones.
Dentro de ese marco, la defensa de la intervención estatal, de las regulaciones a los monopolios y de los sistemas de protección social parecían la trinchera de la resistencia a un modelo que parecía imparable. Cuestionar las recetas únicas del FMI y del BM, verdaderos decálogos del sistema, se convertían en eje de la misma.
La crisis en nuestro país, pero en especial la global que se empezó a desencadenar a fines del 2007, dio la razón a aquellos que mostraban que las restricciones al modelo de apertura y desregulación estaban en la naturaleza misma del sistema capitalista y aparecieron las recetas para superarla evitando una destrucción mayor del mismo.
Dentro de este contexto histórico, ¿qué constituiría un pensamiento progresista? Obviamente no la regulación del sistema financiero, que es promovida por todos, así como la asistencia directa a las entidades y firmas en peligro de quiebra, o inclusive la nacionalización (estatización) de las mismas para evitar el daño que tamañas caídas provocarían. Estos puntos son casi consensos globales.
Esto abre la puerta para cualquier tipo de inversión-intervención pública, orientada a sostener los niveles de actividad económica a costa de transferencias desde el sector público a esos segmentos de la economía global.
Los paquetes de estímulo no son vistos como distorsivos de los mercados y la intervención del Estado con subsidios de desempleo, compensaciones a las personas y empresas para mantener el empleo ya no son rigideces que afectan la eficiencia productiva.
Políticas de contención social, que protejan a los más vulnerables en este proceso tampoco, son discurso exclusivo de los más progresistas, hasta los sectores más concentrados de la economía defienden políticas más o menos masivas o universales para evitar que la debacle continúe.
¿Se robaron las banderas? En algunos casos sí, como suele suceder cada vez que hay una crisis profunda y la gente debe concurrir en ayuda del capital. Socializan las pérdidas y privatizan las ganancias, como se dice habitualmente.
Hoy ser progresista, en mi humilde opinión, pasa por apuntar y fortalecer cambios profundos y estructurales en lo que representa la principal limitación a un modelo de crecimiento sostenido y es la exclusión social y la inequidad entre personas, clases, regiones, etc. No se puede pensar en un futuro conjunto como país si, aunque se reduzca la pobreza, no se reduce la desigualdad que mata las expectativas, en particular de los más jóvenes, si no se reconstruye la ilusión de una construcción social que provea ciudadanía.
Progresismo es garantizar como derecho ciudadano el acceso al mercado de trabajo a todos los que quieran hacerlo. No por la moralina de «enseñar a pescar», sino por su carácter estructurador de la sociedad. En definitiva el mercado de trabajo, en casi todas las sociedades, es la polea de transmisión que vincula la estructura y la coyuntura económica, el patrón de crecimiento, la inserción internacional, con el bienestar de los hogares, definiendo los niveles de equidad y de pobreza de las sociedades. Instituciones que garanticen el derecho de trabajar son imprescindibles.
Progresismo es reducir la diferencia que existe entre los más ricos y los más pobres incorporando a todos a un proyecto de país inclusivo donde los intereses de todas las partes sean compatibilizados. Progresismo es que la gestión del Estado no ignore a nadie, conceda derechos y no favores pero, fundamentalmente, consigne ciudadanía a través de la potenciación de la autogestión de la población en aras del desarrollo humano en sus múltiples dimensiones.
Estos objetivos pueden requerir medidas del más variado tenor. Muchas de ellas aparentemente neutras o desteñidas de color ideológico, pero sin lugar a dudas se pueden evaluar y medir poniendo al desarrollo humano en su sentido más amplio, en el centro de las decisiones políticas, sociales y económicas.
* Docente FCE-UBA.
Rechazar el discurso mercadista
Ricardo Aronskind
En otras latitudes, los progresistas deberían estar ocupándose en construir una sociedad más equitativa sobre las bases productivas creadas por el desarrollo capitalista. Pero, ¿qué ocurre cuando el sistema de mercado no ha creado bases productivas que permitan garantizar una vida digna e ingresos decorosos para todos los habitantes? En el caso argentino, ser progresista obliga a encarar tanto los temas distributivos como los de la producción.
El centro conceptual que nos permite integrar ambas dimensiones es que son las personas la fuerza productiva decisiva, no las cosas; potenciar el bienestar humano es al mismo tiempo generar mayores capacidades de progreso material y social. Ser progresista es también rechazar el discurso mercadista, que supedita el destino de pueblos y naciones a los caprichos de las multinacionales y al azar de los casinos financieros globalizados. Ser progresista es luchar para que el comando de la economía vuelva a estar en manos de la población, o sea, acercarnos a una forma profunda de realizar la democracia.
No se puede ser progresista sin retomar el impulso transformador perdido en las últimas décadas, cuestionando la idea instalada de que mejoras sustanciales en la vida de la población podrán verse -quizás- en las próximas décadas.
Para traducir estas líneas en propuestas concretas, en el terreno de la producción, en Argentina, deberíamos minimizar las posibilidades de ganar dinero fácil mediante el acceso a prebendas, regulaciones o subsidios públicos. Nos referimos al rentismo parasitario que ha asolado el país desde los tiempos de Martínez de Hoz.
Al contrario, deberíamos darle impulso a toda la capacidad de creación e innovación que se desperdicia debido a la ausencia de un empresariado dinámico o de adecuado apoyo estatal. Ejemplos reales: la profesora de Neuquén que desarrolló junto con sus alumnos un alimento balanceado a base de vegetales de la zona, el joven de Morón que desarrolló un programa informático útil y baratísimo, el mecánico de Tandil que inventó un tipo novedoso de cosechadora de papas, el diseñador industrial emigrado que crea elegantes objetos de cocina para una empresa italiana… Talentos que no encontraron eco en nuestra estructura productiva y que podrían generar miles de puestos de trabajo interesantes y calificados.
Este cambio en el sistema de premios y castigos permitiría mejorar el perfil productivo y la capacidad de retener riqueza en el interior de nuestra economía.
En el terreno de la distribución también hay mejoras concretas al alcance de la mano. En el Plan Fénix (UBA) se ha realizado un estudio que indica que con el 0,9 por ciento del PBI se podría eliminar la indigencia y avanzar en reducir la pobreza. Cálculos adicionales permiten estimar que con poco más del 2 por ciento estaríamos en condiciones de garantizar que toda la población esté arriba de la línea de pobreza. Son relativamente pocos recursos, para un logro gigantesco. Recursos menores que la evasión impositiva actual.
Un Plan de Reconstrucción Social, para modificar la situación de más de un millón de niños y jóvenes que no trabajan ni estudian, sacándolos del pozo económico-social-cultural en el que se encuentran, implicaría la movilización de miles de profesionales calificados de los que disponemos. ¿Cuánto vale, en términos del futuro de nuestra sociedad, invertir en esto?
Vivienda: ¿Por qué resignarse a convivir indefinidamente con las viviendas precarias y todos los males que conllevan? ¿Por qué no establecer un programa de reemplazarlas por viviendas decentes en cuatro años aprovechando el saber acumulado en las universidades públicas y en diversas entidades que han construido viviendas dignas y de bajo costo?
Es indudable que el liderazgo para encarar estas soluciones debe asumirlo el sector público. Estamos hablando de un instrumento que hoy no tenemos: un Estado inteligente, autónomo, capaz de intervenir eficazmente. Un Estado dotado de recursos para impulsar el desarrollo y proveer de un horizonte macroeconómico previsible al país. No hay magia: la forma de contar con un Estado eficiente es fortalecer las estructuras y capacidades públicas para analizar, planificar, evaluar y aprender. Y hacer cumplir la ley.
Ese Estado sí podrá lograr ciertas metas centrales: garantizar el control nacional de los recursos estratégicos, provocar una sinergia entre las políticas públicas y el sistema científico y tecnológico, impulsar una economía diversificada que recupere el talento local, cerrar las oportunidades de ganar rentas a costa del bolsillo de la población, cobrar impuestos como corresponde y destinarlos a cerrar la brecha social y tecnológica.
Si el progresismo evita la trampa de asumirse como el rostro humano del neoliberalismo, tendrá por delante una agenda repleta de estimulantes desafíos y contará con un discurso desde el cual volver a entusiasmar a quienes debería destinar su mensaje.
* Economista UNGS-UBA.