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¿Qué está pasando?

Fuentes: Rebelión

Son demasiadas señales en poco tiempo como para no prestarles atención. En los últimos años han proliferados en el mundo occidental partidos y gobiernos haciendo ostentación de ideologías que hace apenas unas décadas los políticos que las apoyan se hubieran cuidado de manifestarlas públicamente. Siempre han existido posturas xenófobas, racistas y nacionalismos excluyentes, pero nunca […]

Son demasiadas señales en poco tiempo como para no prestarles atención. En los últimos años han proliferados en el mundo occidental partidos y gobiernos haciendo ostentación de ideologías que hace apenas unas décadas los políticos que las apoyan se hubieran cuidado de manifestarlas públicamente. Siempre han existido posturas xenófobas, racistas y nacionalismos excluyentes, pero nunca como hasta ahora han adquirido carta de ciudadanía y han conseguido llegar a los parlamentos y en algunos casos a gobernar. En nuestra democrática Europa gobiernan ya en Hungría, Polonia, Austria, mientras en Italia, Francia, Alemania, Reino Unido, Suecia y Dinamarca, por ejemplo, constituyen sectores en ascenso que condicionan la vida parlamentaria. El grupo de Visegrado se cierra a la inmigración que Europa necesita. Hasta en España, que había mantenido a esos sectores relativamente domesticados, ha irrumpido con fuerza un partido de ultraderecha. También ha brotado un nacionalismo militante en una región que había defendido durante mucho tiempo las reivindicaciones independentistas sin mayores conflictos con el Estado español. En la nación más poderosa de la tierra su presidente es capaz de compaginar su ostentación de la ignorancia con el desprecio a elementales derechos humanos. Y esta marea está llegando a América Latina de la mano de Brasil. Aunque los pasados tumultos en Francia protagonizados por los «chalecos amarillos» son todavía una incógnita sobre su alcance y orientación, resulta significativo el apoyo que reciben de una población tradicionalmente alejada de excesos violentos. Por no hablar de la situación de la Unión Europea, incapaz de asumir una postura común ante el problema de los refugiados, hasta el punto de obstaculizar los rescates en el Mediterráneo prefiriendo permitir miles de muertes antes que provocar un efecto llamada que no saben cómo afrontar.

No se trata de un mero avance de la derecha política, como aquellos a los que habíamos asistido en ocasiones anteriores, sino de una negación de los valores que, al menos verbalmente, se habían considerado como patrimonio de la llamada «civilización occidental», como el rechazo a la xenofobia y el racismo, a la homofobia, al machismo, al autoritarismo y a las formas civilizadas de democracia. Joaquín Estefanía (El País 2/12/18) recuerda que Viktor Orban, primer ministro de Hungría, ha declarado el fin de la democracia liberal, lo que ha dado lugar a las «democracias diabéticas», que van perdiendo calidad poco a poco. Y una de las razones de este declive hay que buscarlo en «la creciente disociación entre el sistema económico (el capitalismo) y el mundo político (la democracia)».

Creo que esa es la raíz de estos movimientos. Porque si algo ha demostrado la reciente crisis ha sido la incompatibilidad de la democracia con el protagonismo del capital financiero en la toma de decisiones políticas. El origen de la crisis estuvo en la gestión de las hipotecas sub prime de la banca privada en Estados Unidos y el posterior contagio al mercado financiero global. Y la respuesta del poder político consistió en el rescate de esa misma banca mediante inyecciones de dinero público. Lo cual trajo consigo una política generalizada de austeridad y recortes que obligó a rescatar a algunos países de la quiebra, como Grecia, Irlanda y Portugal y exigió a todos una merma importante en los servicios públicos.

No se trata de discutir el acierto o desacierto de la política que gestionó la crisis. Pero parece evidente que los costes sociales que provocó, muchos de los cuales siguen vigentes, no tuvieron su origen en decisiones democráticas tomadas por los parlamentos sino en operaciones financieras realizadas por la banca privada y fondos anónimos de inversión que obligaron a los poderes públicos a tomar las medidas que tomaron. ¿Resulta extraño en este contexto que los ciudadanos concluyan que el poder de decisión de los gobiernos que han votado está determinado por poderes ajenos a todo control democrático y que por lo tanto no se puede esperar nada de él? ¿Y que aprovechando ese vacío los sectores de opinión que desde siempre habían recelado de las formas democráticas consiguieran atraer a sectores de población que hasta el momento habían apoyado otras opciones? La víctima más importante de la reciente crisis es la democracia misma: el tópico de que «todos los políticos son iguales» ya no se refiere solo a su honestidad personal sino a su misma profesión. Y el vacío ideológico que han dejado estos políticos lo ocupan personajes que traen mensajes cuyo único mérito consiste en alzar la voz para proclamar propuestas que rompen con la normalidad y la corrección política vigente. Ya no está mal visto culpar a los inmigrantes de todos los males, abominar de la gestión pública de los servicios a los ciudadanos, exaltar un patriotismo beligerante, establecer una rígida normativa sexual, reivindicar tradiciones perimidas y hasta cultivar un machismo que otorga prestigio al candidato. Mensajes todos ellos que tienen el atractivo que proporciona la transgresión, la ruptura con el lenguaje de la política tradicional, el enfrentamiento con las aburridas formas de una gestión pública que se percibe como inoperante. La elección de Trump constituye el paradigma de este proceso.

La explicación de este abandono de la democracia por parte de sectores cada vez más amplios es clara: la lógica interna del capitalismo financiero y la lógica de la democracia son incompatibles. Y los sistemas tienden a imponer su propia lógica. Si por democracia se entiende confiar la gestión pública a los ciudadanos, representados por políticos elegidos por sufragio universal, y se entiende por capitalismo, especialmente el financiero, confiar la conducción de la macro economía a anónimos gestores que no tienen que rendir cuenta más a los intereses de los pequeños grupos que representan, la incompatibilidad está asegurada. Y si en las etapas anteriores del capitalismo se conservaba cierto control público de las decisiones de sus gestores, ese control ha ido desapareciendo al tiempo que avanzaba la globalización y se independizaban los paraísos fiscales. Suponer hoy que los intereses de los sectores financieros pueden ser compatibles con las necesidades de las mayorías sería caer en una ingenuidad aún mayor que suponer que es posible regular democráticamente esos mercados. No es casual que las teorías ultraliberales de la escuela de Chicago se hayan practicado preferentemente en las dictaduras latinoamericanas, como Chile y Argentina y se apliquen probablemente en el Brasil de Bolsonaro.

Ante esta situación, una buena parte de la tarea de la izquierda se ha dispersado en reivindicaciones muy importantes que no pueden dejarse de lado, pero sin ofrecer alternativas al sistema económico que representa el capitalismo financiero. La actual socialdemocracia ha dedicado sus fuerzas a problemas como el feminismo, la ecología, los derechos de los LGTBI, la xenofobia y el racismo y a cultivar cierta sensibilidad social dirigida a paliar las consecuencias del declive de la democracia antes que a postular sistemas alternativos. No se trata, por supuesto, de descuidar la defensa de los derechos de la diversidad, pero se echa de menos en la izquierda la capacidad de proponer alternativas razonables a la arbitrariedad del sistema financiero. Es lo que Daniel Bernabé denunciaba en su libro La trampa de la diversidad como «la lógica cultural del capitalismo tardío, una etapa donde lo financiero ha sustituido a lo productivo, el sector servicios al sector industrial y los flujos de dinero se alzan por encima de las fronteras nacionales». No se le puede pedir a la izquierda que construya un nuevo sistema productivo ni que lidere una revolución mundial, pero hay derecho a esperar de ella un mensaje que no se limite a denunciar las consecuencias sino que proponga medidas alternativas a esta dictadura del mercado financiero. Quizás se podrían concentrar esfuerzos, por ejemplo, en construir una potente banca pública, en luchar contra los paraísos fiscales, en asegurar el control público de los sectores esenciales, en lograr que las transacciones financieras paguen impuestos como lo hacemos los ciudadanos por operaciones mucho menores. Conviene recordar la propuesta de James Tobin hace casi cincuenta años de gravar con un pequeño impuesto esas operaciones (la tasa Tobin). Aunque la propuesta tenía otros objetivos, fue adoptada hace tiempo por sectores progresistas y algunas ONG que propusieron su implantación universal, dedicando su producto a políticas sociales. Desde entonces, el tema ha caído en el olvido, y en unos pocos casos se ha aplicado de modo muy selectivo.

En cualquier caso, parece claro que esta irrupción de un tipo de pensamiento político que muchos creíamos ya superado mayoritariamente en el mundo occidental tiene causas que van mucho más allá de modas pasajeras y líderes carismáticos. Si el sistema democrático quiere subsistir no puede convivir con centros de decisión inmunes al control de los Estados que defienden intereses ajenos a la mayoría de los ciudadanos. Y por lejana que parezca una política común que vuelva a dotar de protagonismo a la vida democrática, no hay que poner en peligro lo que nos queda de ella.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.