Para orientarse en el espacio hay que tener esquinas, torres, montes, estrellas. Para orientarse en el tiempo necesitamos costumbres y acontecimientos. El Tiempo visto desde fuera se llama tiempo, que es lo que medimos con los relojes pero también con las fiestas colectivas y los cambios de estación. El Tiempo visto desde dentro se llama […]
Para orientarse en el espacio hay que tener esquinas, torres, montes, estrellas.
Para orientarse en el tiempo necesitamos costumbres y acontecimientos.
El Tiempo visto desde fuera se llama tiempo, que es lo que medimos con los relojes pero también con las fiestas colectivas y los cambios de estación.
El Tiempo visto desde dentro se llama duración, esa pasta blanda atrapada entre nuestras costillas.
Necesitamos contemplar la duración desde el tiempo para no perdernos en ella. Entre el tiempo y la duración, como entre las valvas de un molusco, tiene que haber un pequeño resquicio abierto para que entre la vida. Ese pequeño resquicio es lo que llamamos Espacio.
La pandemia ha cerrado las valvas del molusco. El Tiempo se ha cerrado sobre la Duración, coincidiendo con ella. Ahora bien, si el Tiempo se solapa con la Duración, entonces no cabe el espacio; y no caben, en consecuencia, los cuerpos. El tiempo-duración es, por eso, una papilla sin orillas, no un río –que va hacia la muerte– sino un mar espeso sin horizonte que contemplar a lo lejos ni ramas ni piedras a las que agarrarse. Donde es posible, por tanto, decir: “eso ocurrió mañana”, “eso ocurrirá ayer”, “eso está ocurriendo sine die”. Donde es posible perderse.
Un minuto dura más que un día porque el minuto hay que contarlo y el día, en cambio, se descuenta cuando ya ha pasado. Un día dura, en cualquier caso, más que un año.
El mejor resumen lo hizo mi hijo Juan el pasado mes de mayo para definir la temporalidad del confinamiento: “Qué lentos pasan los minutos, qué rápido pasa el tiempo”.
II
Si me lavo los dientes delante del espejo no puedo saber cuándo lo estoy haciendo porque lo hago todos los días. Ese gesto es un hábito y forma parte de mi organismo, no de mi agenda. No necesito preguntarme si también hoy llevo un corazón dentro del tórax o dos pies en el extremo de las piernas porque tengo el hábito de llevarlos siempre. El gesto de lavarse los dientes, como el de tener pies, se da por descontado y, en consecuencia, no me sirve para contar el tiempo. Ni me deja ningún recuerdo ni su repetición me facilita recordar otra cosa en los aledaños, por asociación o concomitancia. Me puedo preguntar con angustia si me he tomado o no la medicina o si he cerrado el gas, pero no si me he lavado los dientes, como tampoco me pregunto si he respirado esta mañana o –y esto es importante por lo que diré enseguida– si me he conectado hoy a internet. No puedo saber cuándo me estoy lavando los dientes porque siempre me estoy lavando los dientes. Siempre estoy conectado a internet. Por eso el hábito, sumergido en la duración, es lo contrario de la costumbre, que implica la idea de repetición en el tiempo. Los lunes y miércoles voy a clase de yoga; los viernes duermo en casa de Alfredo; los sábados ceno fuera; los domingos compro el periódico y hago arroz con leche. A las 8h pasa pensativo Kant por delante de la puerta de mi casa. En otoño se caen las hojas; en primavera estallan sin ruido las flores del campo. Las costumbres, humanas o naturales, son repeticiones en el tiempo que nos permiten orientarnos en él mediante desplazamientos hacia el pasado con la memoria y desplazamientos hacia el futuro con la voluntad. Es decir, que las costumbres se recuerdan y además se esperan o se temen. Recuerdo con nostalgia mis veranos de infancia en el pueblo. Temo la visita de mis padres los jueves. Espero con impaciencia el florecimiento de las jacarandás o mi cita de los viernes con Alfredo.
III
Orientarse en el tiempo significa, por tanto, inscribir el cuerpo fuera del organismo, en un espacio en el que los gestos cuentan. Los hábitos no ocurren en el espacio. Respiro, me lavo los dientes y me conecto a internet en cualquier sitio, en ninguna parte, en una duración intestinal sin aura ni mundo. Mi cuerpo sólo está en algún sitio cuando puedo relacionarlo con otros cuerpos y, por eso mismo, situarlo en el eje vertical del tiempo. Hay que entender bien esta cuestión. Tenemos eso que llamamos “presente” sólo porque mientras obramos recordamos lo que estamos haciendo; aquellos que –como en ciertos casos trágicos de amnesia patológica– han perdido hasta tal punto la memoria que borran sus experiencias en el acto mismo de vivirlas, no viven en realidad nada. Vivimos, pues, desde la memoria y lo que llamamos “presente” no es más que nuestro pasado más reciente: de ahí, por cierto, la sensación desasosegante, inseparable de la condición humana, de que nunca estamos completamente ahí cuando besamos a nuestra amada o en la felicidad de ver por primera vez los cerezos en flor o los canales de Venecia. Nunca estamos del todo ahí y gracias a esa trágica ausencia podemos orientarnos en el tiempo y, en definitiva, vivir algo, por poco que sea, aun de manera incompleta o insuficiente. No estar del todo ahí es nuestra forma de estar ahí: un beso olvidado no es un beso; un beso sólo recordado –porque mis labios, al unirse a los tuyos, ya están en el pasado– es el único beso al que tenemos acceso los humanos. Y no está del todo mal.
IV
Podríamos pensar que, puesto que ese gesto es sólo duración, nos lavamos los dientes en el presente puro. No es eso. No hay “presente puro”. Nos los lavamos en la pura duración sin tiempo del organismo ciego, donde la conciencia no puede entrar, ni siquiera demasiado tarde. Nos besamos, en cambio, demasiado tarde; todo lo importante –todo lo que ocurre– ocurre demasiado tarde. Mientras nos besamos tenemos la sensación de que “acabamos de besarnos”, y el gusto del beso en la boca es ya un regusto: un recuerdo muy reciente en la punta de la lengua. Nunca es sincrónico. Y de poco sirve la atención. Mientras te beso, para estar completamente en tu boca, con ansias en amores inflamado, tratando de retener ese momento intenso de intimidad, puedo intentar recordarme a mí mismo: “presta atención: estás besando a Marta”. Pero ya –ay– estoy perdido: me lo estoy recordando. Ningún gerundio es presente; todos los gerundios son un “acaba de pasar”: todos los gerundios, sí, excepto “recordando”. Nunca estoy besando a Marta aquí y ahora; por muchos minutos que la bese sin tomar aliento, y por más que la siga y la siga besando, es algo que ya ha ocurrido mientras ocurre: una sucesión más o menos larga (ojalá sea larga) de “acabo-de besar-a-Marta”, “acabo-de-besar-a-Marta”, “acabo-de-besar-a-Marta”. Nunca “empezamos a”; siempre “acabamos de”. El presente es solo la ocasión o la condición de un recuerdo más o menos vivo y más o menos tranquilo. Como lo normal es estar siempre “acabando de”, sentimos enseguida el dolor de la “incompletud”: la nostalgia de ese minuto que se nos escurrió desde el principio, la insatisfacción de no haber besado a Marta lo bastante. Pero ese dolor es siempre mejor que la nada de lavarse los dientes.
V
Vivimos en el pasado, pero también hacia el futuro, poniéndonos sin descanso por delante de ese lugar donde vivimos recordando el presente. Eso quiere decir la palabra “proyecto”. Esperamos ciertas repeticiones y preparamos ciertos acontecimientos. Nuestro cuerpo está en algún sitio porque vamos hacia alguna parte, con las piernas o con la mente; porque avanzamos por el espacio hacia el futuro. Por el resquicio entre las dos valvas –digamos– llegamos a otro sitio y además al día siguiente. Si el espacio a veces parece insoportable se debe justamente a que es tiempo petrificado que hay que horadar a martillazos para alcanzar nuestra meta: para llegar hasta Marta tengo que atravesar el parque del Retiro; cuando acabo de recorrer la distancia que me separa de Ítaca soy otro hombre y es otro año. El presente ocurre en el pasado y anticipa un futuro del que nos separa no sólo una sucesión más o menos larga de horas que hay que enhebrar sino un prado, una plaza, toda la calle de Alcalá, que es larguísima. Cualquier amante separado de su amada es espontánea y dolorosamente einsteniano: concibe el espacio-tiempo como una unidad rocosa impenetrable, compuesta de granos eleáticos que ningún deseo, por intenso que sea, puede atravesar de un salto. El presente es el pasado más reciente, pero es también el primer obstáculo para llegar a tu casa o para que llegue el verano. Nunca llego a tu casa, nunca llega el verano, es verdad, porque una vez allí ya han pasado. Pero gracias a estas dos tensiones insatisfactorias, hacia atrás y hacia adelante, nos orientamos en el tiempo y no nos sumergimos completamente en la duración intestinal del hábito orgánico sin fronteras.
VI
Pues bien, que el tiempo y la duración, a causa de la pandemia, se hayan cerrado como las valvas de un molusco significa que nuestra vida entera se ha convertido en un hábito: algo que ocurre por debajo de la atención de nuestro cuerpo, en su interior biológico, sin memoria y sin esperanza. Ya no hay espacio entre el filo del tiempo y el filo de la duración por el que pueda caber ni siquiera el dolor de haberte ya besado, el dolor de no haberte besado todavía. Creo que a todos nos está pasando esto de sentirnos temporalmente desorientados; sabemos mal qué secuelas físicas y psicológicas nos dejará. Todo se ha convertido en un permanente “lavarse los dientes” en un día cualquiera. Si orientarse en el tiempo es vivir acciones ya terminadas o aún no comenzadas, nunca “acabamos de” lavarnos los dientes porque lavarse los dientes es una acción que no tiene ni principio ni fin. No deja ninguna memoria ni contiene ningún plan de futuro. No empieza. No acaba. Sencillamente no ocurre. Los últimos nueve meses han sido sin duda los más densos y los más cortos de nuestras vidas: han pasado de una sola vez, en un solo bloque, de un tirón. A finales de agosto, cuando volví a Túnez tras un confinamiento inesperado de seis meses en un pueblo de Castilla, a donde había ido a pasar diez días de vacaciones, lo expresaba así: “Han sido los diez días más cortos de mi vida: han durado seis meses”. Una vez acabe la pandemia, dentro de un año o de dos, no recordaremos nada, porque no habrán pasado un año o dos: habrá pasado una sola unidad de tiempo. Una “unidad de tiempo” no es tiempo: es duración cuajada como un queso, encerrada en una caja de cartón y abandonada sin abrir a nuestras espaldas. O como escribí en un brusco aforismo: “El tiempo es una larga raya de cocaína encima de la mesa. Dios se la esnifa de un solo golpe de nariz”.
VII
Esta coincidencia de las valvas del tiempo y de la duración se ha consumado además a través de las nuevas tecnologías, es decir, de ese confinamiento tecnológico en el que, de algún modo, vivíamos ya antes de la pandemia pero que la pandemia, imponiéndolo a modo de necesidad funcional, ha completado. El confinamiento nos ha liberado del cuerpo convirtiendo las costumbres en hábitos, pero nos ha liberado del cuerpo encerrándolo, simultáneamente, en la duración sin tiempo de la red. Buena parte de nuestra desorientación temporal, asociada a la falta de recuerdos y a la falta de proyectos, tiene que ver con esta comunicación sin cuerpos que del ocio se ha trasladado ahora también al trabajo. Alguien decía con ingeniosa perspicacia filosófica que una reunión de Zoom es como una sesión de espiritismo. Las clases on line, el teletrabajo, las conferencias en streaming nos colocan en un mundo virtualmente desaparecido del que han quedado en el aire, como la imagen del gato de Cheshire, algunas voces dispersas, algunos harapos acústicos. El que habla no habla desde Túnez; el que escucha no escucha desde Zamora. No sabemos dónde estamos ni si hay alguien escuchándonos al otro lado, porque no hay ningún lado; no sabemos si estamos hablando desde el pasado y todo lo que decimos es ya viejuno y reaccionario o si hablamos desde el futuro y estamos profetizando. Esta sensación de que nuestras palabras no están ancladas ni en un lugar ni en una fecha confiere a todos los discursos un aura fúnebre e inútil. No se puede cambiar un mundo que ya no existe. Lo más que podemos hacer en la red es cambiar de cepillo de dientes.
VIII
Por lo demás, este cierre del tiempo sobre la duración constituye la metáfora más precisa de un capitalismo sin exterior de cuya decadencia tomamos conciencia precisamente cuando nos obstruye todas las fugas. Primero –digamos– se apoderó del tiempo y su resquicio, el espacio; ahora, a través de las tecnologías, se infiltra en la duración. Entre sus valvas, los bárbaros internos –pandemias, catástrofes climáticas– giran sin salida, sustituyendo o sumándose al “terrorismo” como función de la gobernanza global y sus medidas de excepción.
IX
Desorientados en el tiempo, confinados en las tecnologías de la comunicación, se impone una vida de hábitos, completamente animal, que no deja recuerdos y no genera proyectos, privada de costumbres y de acontecimientos; y en la que lo único que podemos hacer es dejarnos durar en la velocidad de las redes. El problema es que los humanos nos habituamos a todo y hay muchos intereses materiales y políticos en mantenernos tecnológicamente confinados para siempre; es decir, desenganchados, desinteresados del mundo. Escribo estas líneas preocupado por esta desorientación temporal que muchos compartimos (una especie de alzheimer social) tras escuchar con horror las bienintencionadas declaraciones del secretario de Estado para el Empleo, Joaquín Pérez Rey, quien ha sabido ver muy bien el carácter “disruptivo” de este “cambio cultural”: “Es necesario empezar a entender que la productividad está desligada de la presencialidad”, dice. Y añade, consciente de que el confinamiento es muy anterior a la pandemia: “Ese elemento hay que romperlo; en cierta medida está ya muy roto y hay que profundizar en él”. Pérez Rey, que hace de la necesidad virtud, ve aquí la posibilidad “de liberar tiempo”, una fórmula “de encomendar tiempo a otros usos, incluso con finalidades distintas a las que habitualmente ordenan el tiempo”. Da mucho miedo: esa ruptura entre productividad y presencialidad, que deja el espacio fuera de la esfera del trabajo, entrega para siempre el tiempo a la duración, que desbordará –está desbordando ya– los moldes del empleo para anegar el conjunto de la vida, incluso la más íntima, y consumar la sustitución de los cuerpos por funciones orgánicas. En el mundo seguirá habiendo algunos cuerpos rotos, algunos árboles quemados, mientras nosotros nos lavamos los dientes en internet.
X
Así que, cuando pase la pandemia, habrá que hacer una revolución no para cambiar la constitución, el gobierno o la economía sino para restaurar la humanidad más elemental: para salir de casa, compartir el espacio, dar un beso, elaborar un recuerdo; para volver al tiempo. Para recuperar, en definitiva, el cuerpo perdido.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).