Hace más de un siglo el Marqués de Queensberry se creía, con una parte de razón y diez de psicosis, que una horda de Oscar-Wildes le perseguía por las calles de Londres y hasta en su propia casa. Hoy podría cambiar los sinsabores de la manía persecutoria que le llevaba a declarar en los juzgados, […]
Hace más de un siglo el Marqués de Queensberry se creía, con una parte de razón y diez de psicosis, que una horda de Oscar-Wildes le perseguía por las calles de Londres y hasta en su propia casa. Hoy podría cambiar los sinsabores de la manía persecutoria que le llevaba a declarar en los juzgados, por una fortuna obtenida con entrevistas en la televisión y la publicación de sus memorias. El caso es que ya nadie se acuerda de él y sí del líder de sus perseguidores. No es el marqués, sin embargo, el único protagonista olvidado del curioso grupo.
Casi todo era excesivo en la «espantosa banda que rodeaba a Wilde«, según la certera aunque poco misericordiosa descripción de un ferviente católico que aspiró durante un tiempo a la santidad, que fue el segundo miembro más destacado de aquella y además íntimo amigo del cabecilla.
Sus integrantes se comportaban de forma exagerada, bien haciendo gala de su afilado ingenio en público, bien gozando de los placeres y la sensualidad en su grupo, bien consumiéndose de amargura en la intimidad. Incluso hubo uno que sin esperar nada a cambio -y sin conseguir otra cosa que daños y perjuicios- destacó por un alarde de entereza cuando pintaban bastos.
Sus actuaciones les conducían a cambios importantes en su situación social y personal: de la riqueza a la pobreza, de la fama al oprobio, también de la libertad a la prisión. Salían por la puerta de un respetable club para entrar por la del juzgado, del que salían esposados para una cárcel. Aquí dejaban el cuerpo durante el tiempo que dictaba la dureza del juez, mientras el alma esperaba fuera junto al objeto de sus anhelos el final de la condena. La promesa de amistad y unión eternas con el amigo más querido era seguida del desprecio y las acusaciones más chabacanas hacia la misma persona, quien a su vez podía responder con las lágrimas del amor ultrajado o con una andana aún más escandalosa de acusaciones.
Cada suceso era oportunamente aireado ante la sociedad bienpensante con gran regocijo de la mayoría. Algunos querrían imitar sus logros, pero carecían de la imaginación suficiente para alcanzarlos. Otros carecían de la valentía que se precisaba para pagar el precio, tanto más alto cuanto mayores eran los retos. Lejos de ambos grupos la mayoría se limitaba a disfrutar del dudoso privilegio de criticarles cuando se excedían y de la ruin satisfacción de verles caídos y arrastrados.
¿Era culpa de Wilde que el público femenino le enviase cartas para pedirle mechones de su cabello? No podía sino comentar: «tengo dos secretarias: una que firma mis cartas en mi nombre y otra que envía los cabellos de su cabeza a las admiradoras que me los piden; la pobre se está quedando calva.» Cada quien tenía su placer.
Como había jurado explorar la vida sin límites y luchar contra el aburrimiento hasta derrotarlo, hizo bien en morirse pronto. Sabía que la factura crecía exponencialmente y que con el paso del tiempo ni siquiera empeñando la casa, los muebles y la magnífica colección de libros encuadernados en piel, le iba a alcanzar para satisfacerla. No es que le venciese el destino, sencillamente lo aceptó cuando estaba en la cima e incluso lo anunció con elegancia en el teatro para quien quisiera conocerlo.
Muchos escucharon en sus butacas a Lord Goring, miembro de la alta sociedad, cuando dijo sin asomo de hipocresía que «no tenía ni idea de que entre todos los hombres» el envidiado Sir Robert Chiltern, o sea el propio Wilde en no poca medida, «podía ser tan débil como para ceder ante tentaciones peligrosas«. También se escuchó la respuesta del segundo, quien por propia experiencia sabía «que se requiere fuerza, fuerza y coraje para ceder a terribles tentaciones. No hay asomo de debilidad al apostar la propia vida en un instante, en arriesgar todo en un único intento. Lo de menos es que sea por poder o por placer«.
Su ingenio no era superior a su lucidez, pero le gustaba más mostrar aquél. Irónicamente son sus adversarios espirituales los que menos provecho han sacado del legado moral de Wilde. Disfrutó de la vida como quiso pero se despidió de ella mortificado por no haber sido «señor de su alma«. Hubo de reconocer que la lucidez es superior al ingenio. Con otras palabras, al final de su vida confirmó la idea platónica de que el sufrimiento es la vía regia del aprendizaje. Este Wilde postrero, sin embargo, no es el que se recuerda.
Se prefiere recordar antes al Wilde brillante y sus humoradas. Pero ¿eran éstas lo más señalado de la banda? Al fin y al cabo no había en sus reuniones ningún chico que, como Marianne Laverne de manos de otro marqués un siglo antes, chupase caramelos de anís con polvo de cantárida. Sus francachelas, en realidad, eran previsibles, casi serias. Lo más gracioso -a años vista- era el resultado no deseado de sus acciones, el cual, además, llegaba con un alto precio. Todo lo demás se planificaba con detalle. Parece que hubiese un guión: el exceso conducía sin escapatoria a la prisión, la fiesta a la bancarrota, la ira personal a la venganza pública mediante denuncias y escritos.
La policía interrumpió una noche más una fiesta de la banda cerca de Westminster, en la que detuvo a once hombres, tres de los cuales estaban disfrazados de mujer. El Marqués de Queensberry, padre de un habitual de estas parrandas, dedicó su vida y su fortuna a combatir a los juerguistas persiguiéndolos por su cuenta por el Soho y luego con sus abogados por los juzgados. El lío que siguió dio lugar a unos pocos divorcios, una modesta reestructuración de la buena sociedad, miles de libras en manos de astutos abogados y de espabilados subastadores, además de una mala fama para el puritanismo inglés.
Ésta aún perdura, aunque pocos la relacionan con el hecho de que un bon vivant y su amigo íntimo, hijo del marqués de Queensberry, publicaron De Profundis e In Excelsis, respectivamente, libros que titularon en latín para dejar constancia de que su paso por la Universidad de Oxford no sólo incluía el aprendizaje práctico del amor entre camaradas, sino también el de cómo expresar arrepentimiento por haber destacado en el mismo mediante citas de Dante y Eurípides.
Se conoce con mucho detalle que Wilde y Douglas y otros a su alrededor siguieron enzarzados, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad hasta el final de sus vidas e incluso después mediante sus cartas y libros. También son conocidas las razones que en los malos tiempos llevaron a aquellos dos a abominar de su pasado compartido, lo cual hicieron una vez más exageradamente, desde luego sus caracteres eran propicios para ello.
En el olvido permanece, sin embargo, que otros miembros de la banda pasaron por lo mismo y mostraron más entereza. Nadie ha explicado por qué Alfred Taylor, en su mejor momento, fue tan fiel a sus principios como para negarse a declarar contra Wilde en 1895. No parece que lo hizo por amor, tampoco obtuvo reconocimiento alguno por ello. Se ha escrito que su silencio perjudicó a Wilde, como si fuese su sensatez, en lugar de los excesos de éste, la responsable de la desgracia del escritor; como si ante la perspectiva de una pena de cárcel tuviese que preocuparse por el devenir de la literatura antes que por el suyo propio. Es más razonable pensar, en contra de la idea más extendida, que no fue Taylor quien llevó a Wilde y a él mismo a la cárcel, sino al revés.
Quizás Taylor no tenía el talento para escribir como sus amigos, aunque no le faltaba materia, pero derrochó tanto dinero y energía como el que más y encima hizo gala de un sentido común y una sobriedad muy superiores a los de sus compañeros de infortunio. Taylor vivía como le gustaba sin hacer bandera de ello. Ni una línea, fuera de una cortesía tan breve como hueca, le dedicó quien pudo haber aprendido de su conducta.
Hoy día, la escasa atención que se le dedica tampoco repara en lo que hizo que Alfred Taylor, potentado vividor e imaginativo juerguista, se decidiese a enfrentar su destino sin asomo de debilidad y sin aspavientos, igual que había manejado su pasado. Sencillamente: Taylor destacaba por su consecuencia. Tras su estancia en prisión sintió que no podía mantener su estilo de vida en Londres sin acabar mal. Por un lado la espada del juez, por otro la pared de la banda. Para no encontrárselos de nuevo en su camino se marchó a Norteamérica. Ahí se pierde su rastro, ahí se termina su recuerdo.
Como los demás miembros sobresalientes de la banda, Taylor daba lecciones en lo que destacaba. Ocurre que la posteridad recuerda unas y olvida otras.
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