Recomiendo:
0

¿Qué hacemos con los ricos?

Fuentes: Izquierda latinoamericana

«Ahí, como en todos lados, preferimos mirar hacia abajo, hacia movimientos y tendencias de resistencia y de construcción de alternativas. Hacia arriba sólo volteamos a ver si una mano abajo nos señala hacia allá» (Subcomandante Insurgente Marcos: La velocidad del sueño, segunda parte).En 1970, centenares de miles de chilenos salieron a la calle y gritaron […]

«Ahí, como en todos lados, preferimos mirar hacia abajo, hacia movimientos y tendencias de resistencia y de construcción de alternativas. Hacia arriba sólo volteamos a ver si una mano abajo nos señala hacia allá» (Subcomandante Insurgente Marcos: La velocidad del sueño, segunda parte).

En 1970, centenares de miles de chilenos salieron a la calle y gritaron y cantaron: «porque está vez no se trata de cambiar un presidente sino de construir un Chile bien diferente». La experiencia de la Unidad Popular sigue pesando en el pensamiento estratégico de la izquierda. No en lo que tiene que ver con la importancia de construir un bloque social de los subalternos que promueva un cambio en el modelo de acumulación, sino en lo que tiene que ver con el golpe militar de Pinochet.

De esa manera, Enrico Berlinguer, secretario general del extinto Partido Comunista Italiano, a la luz de la experiencia chilena, preocupado por ganar las elecciones sin tener mayoría en el parlamento, elaboró el concepto de «compromiso histórico» en el que, a pesar de que el PCI estaba a punto de ganar la mayoría relativa, prefirió promover un acuerdo con la democracia cristiana para conformar un bloque de las dos corrientes históricas del pueblo italiano: el catolicismo y el comunismo.

Muchos años después el golpe de Pinochet se ha convertido en una especie de síndrome en el pensamiento de la izquierda. La idea es simple: no se puede gobernar con un programa de izquierda que rompa con la lógica del modelo de acumulación dominante; de lo que se trata es de gobernar en los márgenes del neoliberalismo, es decir en las zonas todavía no declaradas como inválidas por los teóricos del pensamiento único, a saber: el terreno limitado, más aún limitadísimo, de algunos aspectos de la esfera de la distribución del ingreso. Los programas contra la pobreza no son mal vistos por el Fondo Monetario Internacional o por el Banco Mundial, siempre y cuando se hagan en los márgenes del modelo y se mantengan intocadas las variables fundamentales del modelo de acumulación.

Así, la izquierda que busca ganar las elecciones tiene que otorgar una serie de promesas y compromisos al capital financiero internacional y a sus aliados nacionales. Por eso no deja de ser un buen chiste la declaración realizada por el viejo dirigente tupamaro, José Mujica, cuando señala que la burguesía es como una vaca y que, como se sabe, lo peor que se puede hacer es matar a la vaca, de lo que se trata es de ordeñarla. La idea de que la burguesía es una vaca es un buen chiste bucólico, digno de una novela pastoril. Primero sería interesante saber quién es la burguesía nacional en cada uno de los países de América Latina. Más en un país como Uruguay donde el sector fundamental de capital es el bancario, que arropa o, más bien, arropaba a buen número de fortunas de brasileños, argentinos, etcétera. La idea de que la burguesía es una vaca es terrible, cuando en la realidad esa vaca no ha dejado de ordeñar y muchas veces matar a sus supuestos ordeñadores.

Pero al final esas declaraciones ni siquiera tienen la validez de ser creídas por quien las dice. De lo que se trata es de solicitar la venia para no ser vetados, para seguir siendo sujetos de crédito (la deuda externa de Uruguay representa el 177 por ciento del Producto Interno Bruto de ese país), para seguir siendo despojados. Desde luego, al nivel social la situación no es tan sencilla; el pueblo de Uruguay anticipó el triunfo del Frente Amplio cuando votó en contra de la privatización de la empresa petrolera ANCAP, a pesar de que el que será el próximo ministro de economía de Uruguay, Danilo Astori, llamó a votar a favor de dicha privatización.

Todo esto permite la existencia de una paradoja en la que se mueve lo fundamental de la izquierda latinoamericana: el nivel de descontento que ha generado la aplicación del proceso de reestructuración productiva, conocido como neoliberalismo, está llegando a niveles bastante altos. Esto abre una dinámica doble: por un lado brotes insurreccionales impresionantes (Bolivia, Ecuador, Argentina), por el otro, el fortalecimiento de opciones electorales de izquierda con claras posibilidades de triunfo, que inmediatamente se ubican en el terreno de lo que ellos consideran «posible», sin afectar los elementos centrales del modelo que generó la radicalización.

Algunos antecedentes

El surgimiento de la concepción neoliberal (más correctamente sería hablar de neoconservadora) se fundamentó en el fracaso de los regímenes del llamado socialismo real, en el fracaso del Estado benefactor o populista como se le conoció en América Latina y en el fracaso de una estrategia elaborada por la izquierda según la cual el paradigma revolucionario estaba ubicado en función del progreso y del desarrollo de las fuerzas productivas, sin tocar la estructura jerárquica en todas las esferas de la sociedad, desde los sindicatos hasta la relación mando-obediencia del Estado. Esto permitió que en América Latina se aprovechara el repudio natural que franjas importantes de la población sentían hacia el viejo Estado populista.

La tremenda crisis de los años ochenta creó una especie de espejismo entre los sectores de izquierda. Durante los setentas se había consolidado una correlación de fuerzas que dificultaba la política intervencionista del imperialismo norteamericano y, en general, del conjunto de los países imperialistas (simplemente hay que recordar que en estos años se da la descolonización de una buena parte de África, triunfa la revolución antiimperialista en Vietnam y en general en Indochina, se da una impresionante revolución agraria en Afganistán, estalla la revolución en Irán, Cuba juega un papel protagónico en el grupo de los no alineados, triunfa la revolución sandinista, se forma el Partido de los Trabajadores en Brasil, etcétera). Al comenzar la reestructuración económica de los ochenta surgió la convicción de que ésta ayudaría a agudizar las contradicciones en el seno del capital y relanzaría una oleada de revoluciones. Una vez más, el objetivismo puso una trampa a los socialistas. La realidad fue diametralmente contraria. La crisis fue de tal dimensión (en Argentina, México, Chile, Perú, Venezuela, Uruguay, entre otros, se vivió un fuerte proceso de desindustrialización) que no condujo a la radicalización, sino a una especie de parálisis.

Esto permitió que en el terreno económico se llevara a la práctica una política de privatizaciones que ha lanzado a manos de unas cuantas familias -cuyo capital está asociado a las grandes fortunas internacionales- la riqueza de nuestras naciones. Todo esto hecho bajo el manto de la liberalización de la actividad económica, poniendo fin a la regulación del Estado en la economía (más bien creando una nueva forma de regulación, ya no entre el capital y el trabajo sino entre los diversos sectores del capital) y sustituyéndolo por el mercado (cosa tampoco totalmente cierta, como todo lo que pasa con esta concepción que está construida con medias verdades, es decir, con mentiras completas).

Al mismo tiempo se llevaron a cabo una serie de modificaciones en el mundo del trabajo (lo que se ha llamado posfordismo o toyotismo) que han tenido un doble objetivo: flexibilizar al máximo la estructura laboral para lograr un incremento sustancial de las tasas de productividad del trabajo -por medio del desarrollo del trabajo precario como mecanismo para incrementar las tasas de explotación- y, al mismo tiempo, debilitar al máximo las viejas organizaciones sindicales. De esta manera, se echaron abajo los pactos sociales que se habían establecido bajo el Estado anterior, los cuales, en varias ocasiones se habían materializado en Contratos Colectivos de Trabajo o en la construcción de unidades productivas ejidales o cooperativas en el agro. Esto ha traído como consecuencia no sólo una pérdida de peso político y social de la vieja burocracia sindical, sino también una pérdida de centralidad de la clase obrera como tal. En México, los salarios pasaron de representar el 42 por ciento del Producto Interno Bruto en 1976 al 19 por ciento en 2003.

Todo esto ha generado otro proceso paradójico donde cabe sostener que cada una de esas dimensiones está provocando nuevas polarizaciones políticas, sociales y culturales. Es cierto que los «éxitos» económicos y tecnológicos de una minoría facilitan la atracción de la cultura del dinero, del poder y del liberalismo más egoísta, unidos a la confianza en el «nuevo paternalismo» de los expertos o en un Estado guardián de la «seguridad ciudadana». Y también lo es que esas actitudes coexisten con el resentimiento que se agolpa y va generando un rencor que se acumula y que estalla con una fuerza avasalladora frente a una situación de malestar generalizado. De esta manera, el auge de los discursos salvadores hechos en nombre de la población -vota por mí y elaboraré un programa llamado «hambre cero» o «por el bien de todos primero los pobres»- buscarían responder a la manifestación patente de que muchas personas buscan una seguridad frente al miedo al futuro, un «refugio», un alibis frente a lo devastador del proceso neoliberal o frente a la fragmentación de las tradicionales identidades colectivas (partidos, sindicatos, religión, instituciones estatales).

A diferencia de la época del surgimiento del Estado benefactor, los partidos que están en los gobiernos no poseen una clara definición ideológica y política que los haga atractivos a largo plazo. Esto sumado al ataque que el mismo neoliberalismo ha implementado contra los aparatos burocráticos de control está creando situaciones sumamente complejas, en donde el Estado pierde capacidad de administrar los conflictos. El perfil bajo que el neoliberalismo le quiere dar a la política le impide la consolidación.

Así, los supuestos logros del neoliberalismo: el fin de la historia, la inutilidad de los partidos políticos, la inutilidad de las burocracias sindicales, la ciudadanización de la política, el ataque al corporativismo o a la corrupción, se están volviendo contra su creador. Lejos estamos de pensar en una estabilidad de los Estados latinoamericanos como la que se vivió en los años cuarenta y cincuenta.

Todo esto ha generado un espacio para el surgimiento de nuevos movimientos que abarcan a sectores muy grandes de la sociedad donde la diferencia entre lo social y lo político se hace casi imperceptible. Esa frontera formaba parte de cómo se entendía el mundo en la prehistoria, a saber, el siglo XX (como dice el Subcomandante Insurgente Marcos). La irrupción masiva de la gente en la política es una constante en la mayoría de los países latinoamericanos. Nada más que no se hace de la manera tradicional.

La insurrección boliviana fue en ese sentido ejemplar. Había dos puntos centrales en su programa de lucha: la no venta del gas y la reapropiación del mismo y la caída de Sánchez de Lozada. Pero conforme la insurrección iba pasando por diversos territorios o por diferentes sectores sociales se iban incorporando puntos diversos a sus reivindicaciones. La cantidad de afrentas permitía un número gigantesco de demandas. De esta manera se fue conformando la idea de que se requería reconstruir el país o más aún reconstruir varios países, en tanto un sector del pueblo aymara exigía la conformación de un Estado Aymara. Todo esto puede ser visto como una debilidad pero en realidad de lo que se trata es de un proceso lógico de reorganización social, que no cuenta con las viejas y tradicionales formas organizativas y políticas, en tanto éstas viven un proceso largo y prolongado de extinción.

Esta invasión ha creado una aparente esquizofrenia de izquierda. La gente se organiza, construyen un gran NO a lo existente y, algunas veces teje nuevas relaciones sociales afirmando su autonomía y su capacidad de tomar el control de su destino. Por otro lado, los partidos políticos de izquierda se benefician de ese proceso en tanto, ni modo, cada equis tiempo habrá elecciones y la gente tendrá que retratarse en las urnas y tendrá que escoger por quién votar: por Lula o por José Serra en Brasil, por Tabaré o por algún candidato desprestigiado de los colorados o de los blancos en Uruguay, por Evo o por no se quién en Bolivia, por López Obrador o por el charrito de Bucareli o por el «impoluto» Madrazo en México.

Esto presenta cierto nivel de gravedad si nos acercamos y vemos qué propone cada quien o, peor, como en el caso de Brasil, qué es lo que ha hecho Lula. Más allá de algunas declaraciones domingueras, las plataformas electorales y las declaraciones de los prohombres de la izquierda latinoamericana son bastante claras: no se afectarán las bases fundamentales del modelo neoliberal, veamos algunas de ellas:

Danilo Astori, próximo ministro de economía del gobierno del FA de Uruguay: «romper con el FMI y repudiar la deuda significan para Uruguay aislarse del mundo e ir a una suerte de africanización». La declaración no tiene desperdicio. Parecería que los países africanos han encabezado una acción por no pagar la deuda y por eso se encuentran en esa situación de muerte, miseria, guerra y hambre, cuando, muy probablemente, por pagar puntualmente el monto de la deuda, entre otras cosas, viven en esa angustia.

Evo Morales: «No hay que responder a los violentos ataques del imperialismo y de las élites autocráticas locales, porque es inminente el peligro de un golpe de Estado realizado con el apoyo de los Estados Unidos».

En el caso de Brasil no se trata de ver qué han dicho sino qué han hecho: La aprobación de una ley de pensiones que no le pide nada a la elaborada por gobiernos neoliberales. La privatización de la exploración del 50 por ciento de las reservas petroleras brasileñas. Una reforma agraria a cuenta gotas que de ninguna manera ha satisfecho las demandas de los 500 campamentos del Movimiento de los Sin Tierra. Una política fiscal que se orienta hacia reducir el déficit público a los niveles que exige el FMI. La propuesta de fijar un salario mínimo de 60 reales que fue votado en contra por los partidos de derecha, que lo subieron a 90. Y la lista puede ser interminable. Solamente un ejemplo suplementario: en las semanas pasadas, cuando el parlamento boliviano rechazó el plan energético de Meza y aprobó en lo general el de Evo Morales, el gobierno Lula decidió mandar al inefable Marco Aurelio García para convencer a Evo de moderar sus posiciones, en tanto Brasil quiere llevarse una parte del pastel boliviano. Ya antes Lula había enviado al mismo personaje en el momento de la insurrección boliviana con el «objetivo de mediar entre la población insurrecta y el gobierno de Sánchez de Lozada».

La estrategia social que se están planteando todos estos sectores de la izquierda que aspiran a llegar al gobierno es resolver el dilema: ¿Qué hacemos con los pobres? -que es el título de un libro de Julieta Campos-, algo así como ¿Qué hacemos con la lepra? Cuando la pegunta clave que se tienen que plantear todos aquellos que buscan construir una nueva forma de reorganizar a nuestros países, para enfrentar el despojo al que hemos sido sometidos y romper con la vieja relación mando-obediencia, es la siguiente: ¿Qué hacemos con los ricos? Ellos son menos. Están asociados a lo peor del capitalismo mundial, a los que están masacrando al pueblo de Irak, a los que están eliminando a la población de África, a los que están imponiendo talleres del sudor donde se pagan 35 centavos de dólar por hora, los que nos están llenando de transgénicos y que, además, son muy pocos.

Yo propongo responder a esa pregunta pensando en los más. Entonces sí será posible señalar que existe un campo diferenciado entre la izquierda y la derecha. Si no, seguiremos en un juego de máscaras y seguiremos prisioneros de los tiempos y los espacios del capital, y a lo más que llegará la izquierda latinoamericana será a administrar el proceso de despojo que las grandes empresas trasnacionales están llevando a cabo en contra de los bienes nacionales y la vida misma de nuestras sociedades. ¿Eso quiere decir que el tiempo de la izquierda latinoamericana ya pasó? No, creo yo, a condición de que su reloj no sea el mismo que el del poder del dinero.
 
* Militante del Frente Zapatista de Liberación Nacional (FZLN), director de la revista Rebeldía: www.revistarebeldía.org