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¿Qué hacer? Sobre los movimientos sociales y el partido político

Fuentes: La Jornada

En 1902 quien ejercería el liderazgo en la futura Revolución rusa de 1917 se preguntó, como nosotros: «¿Qué hacer?» Era un texto coyuntural, complejo, pero advertía sobre el espontaneísmo de una acción sin teoría, tanto sobre la política en general como sobre el momento estratégico coyuntural. «Sin teoría no hay revolución», decía al comienzo del […]

En 1902 quien ejercería el liderazgo en la futura Revolución rusa de 1917 se preguntó, como nosotros: «¿Qué hacer?» Era un texto coyuntural, complejo, pero advertía sobre el espontaneísmo de una acción sin teoría, tanto sobre la política en general como sobre el momento estratégico coyuntural. «Sin teoría no hay revolución», decía al comienzo del siglo XX. Y hoy nosotros debemos repetir: «Sin teoría no hay transformación profunda ni debate estratégico». Es sobre el segundo aspecto a lo que me referiré en las cortas líneas que siguen.

En un libro de Enrique González Pedrero, La cuerda tensa, se nos dice, después de una larga descripción histórica, que el PRD debería «transitar democráticamente de movimiento social a partido político auténtico» (p.139). Esto abriría la discusión estratégica sobre la existencia, articulación o identidad de los dos términos: el de movimiento social (como singular o plural, los antiguos y los nuevos) y el partido político (entre la maquinaria electoral y el «auténtico» partido). Por ello mismo no es idéntico proponerse ejercer una Presidencia (como Poder Ejecutivo), a ejercer la coordinación o el liderazgo de los movimientos sociales de un país. En el primer caso, como en el del partido, la posibilidad se sitúa dentro de la sociedad política (o en el Estado en sentido restringido de A. Gramsci); en el segundo, dentro de la sociedad civil en función política (como Estado en sentido ampliado, según el indicado filósofo italiano). Ambas «posiciones» tienen sus ventajas y desventajas y hay que juzgar sosegadamente la decisión.

Si el partido es un frente -y es a lo que se refería González Pedrero-, vicio del primero por la coyuntura de su origen (que ha dejado en las «tribus» su lamentable secuela), es ciertamente necesario tender a constituir, como él dice, un «auténtico» partido. Para ello habría que homogeneizar la participación interna, superar las «tribus» gracias a novedosos sistemas internos democráticos apropiados, y producir (con la participación de intelectuales militantes) cierta teoría que supla el debacle ideológico posterior al 1989. «Sin teoría no hay transformación» de los modos de la acción (lucha contra la corrupción) ni de las instituciones Habría que lograr la organización de millares de comités de base donde se estudie, se hagan análisis de coyuntura, se tomen decisiones. Cada militante debería poder participar semanalmente en una reunión de su comité. Es decir, hay que «organizar» el partido. Pero nadie se ocupa de esto.

Pero el partido no puede ser un movimiento social, y no es conveniente que lo sea. Asimismo, los movimientos sociales no son partidos ni necesitan serlo. Ambos organismos tienen diferentes funciones y es bueno saber distinguirlos y articularlos. Creo que hoy es el problema estratégico por excelencia.

Los movimientos sociales, a decir de los sociólogos, pero igualmente de E. Laclau (con sus «demandas diferenciales») o de Boaventura de Souza S., son grupos de la sociedad civil que se reúnen y son movidos por reivindicaciones o demandas particulares (que tocan, sin embargo, a toda la sociedad y en ese sentido son universales, como el movimiento feminista o ecologista, por ejemplo). Cuando las demandas de estos grupos (movimientos propiamente dichos, clases sociales, etnias de pueblos originarios, etcétera) no son satisfechas, y es lo más frecuente en México, entran en acción necesariamente para efectuar, primeramente, una «lucha por el reconocimiento» (diría A. Honneth); pero, cuando no son reconocidos, toman decisiones que se acercan al «Estado de rebelión» (más fundamental que el «Estado de excepción» o el «Estado de derecho») -véanse estos temas en mi obrita 20 tesis de política, publicada en Siglo XXI).

En México es previsible un creciente estallido de movimientos sociales dada la pobreza y desigualdad creciente. Coordinar todos los movimientos sociales puede transformarse en una tarea política de alcance estratégico. Para ello se necesita ir formulando un proyecto hegemónico que incluya las demandas de la mayoría de la población. Liderar esa unidad nacional de movimientos sociales desde un proyecto hegemónico puede ser una función histórica, y sin conflicto institucional, al menos a corto plazo. Ese frente o unidad de todos los movimiento sociales, feministas, ecologías, marginales, clase obrera, petroleros, electricistas, clase campesina, sindicatos democráticos (y democratizando a los charros), vendedores informales, niños de la calle, asociaciones de adultos mayores, el Barzón, maestros, estudiantes, profesores, amas de casa (con sus cacerolazos), los pueblos indígenas y muchas otros que nacen eventualmente, es el motor sociopolítico de los logros del futuro.

El partido político que expresara institucionalmente (en los municipios, Estados, Congreso, etcétera) las demandas de ese frente nacional de movimientos sociales debería saber distinguir claramente las funciones. Los movimientos trabajan, alientan, luchan en la sociedad civil; el partido lo hace en la sociedad política, dentro de las instituciones propiamente políticas, haciendo alianzas en favor del logro de las demandas sociales y políticas de toda la población. Esta diferenciación, pero al mismo tiempo articulación, permitirá que el pueblo tenga dos pies y manos para avanzar al compás y para efectuar tareas diversas pero planeadamente unificadas. La presión social de los movimientos aumentará la participación en el ejercicio delegado del poder del partido dentro de las instituciones. Esto no debilitará al partido, como cuando quiere jugar dentro de las instituciones la función reivindicativa de los movimientos, sino que fortalecerá su inteligencia, participación por solidaridad, siendo ambos (movimientos y partido) dos momentos de un pueblo, del «bloque social de los oprimidos» (decía A. Gramsci) y de los excluidos (agregamos ahora).

Estratégicamente los movimientos necesitarían un coordinador nacional, que ejerciera un liderazgo en todo el país, y que se hiciera presente en todo conflicto, alentándolo, canalizándolo, haciendo que todos los demás movimientos se solidaricen efectivamente con el afectado.

El partido, por su parte, necesitaría una reorganización a fondo para transformarse en un «auténtico» partido, que se articularía con los movimientos, que los representaría dentro de las instituciones políticas vigentes.

Ambos, movimientos y partido, deberían entrar en un «Estado de asamblea» permanente, durante años, para repensar las bases mismas del Estado, de su Constitución ya avejentada, de sus instituciones (un Poder Ejecutivo menos poderoso, un Poder Legislativo más responsable, un Poder Judicial elegido por el poder ciudadano y la sociedad civil, un poder elector elegido por el pueblo, y no un IFE elegido por los mismos que debieran ser fiscalizados), y un poder ciudadano nuevo que exprese a los ciudadanos y que fiscalice a los otros cuatro poderes -como en la Constitución bolivariana de 1999-, y no en último lugar, del sistema de comunicación y educación, los medios de comunicación (televisión, radio, diarios, etcétera) puestos constitucionalmente al servicio del pueblo, y no como en el presente, siendo un súperpoder mediocrático. En fin, una transformación radical de las instituciones para que entonces sean creíbles, es decir, legítimas ante la opinión mayoritaria del pueblo, en primer lugar de las mayorías empobrecidas y excluidas.