Una bomba tras otra, una sesión clandestina de tortura tras otra, una mentira tras otra, han acabado por angustiar al filósofo francés Jean Baudrillard. El pensador que dedicó ejercicios largos y extensos ejercicios mayéuticos a la elucubración postmoderna del mito norteamericano rindió lanzas, en estos días finales del 2005, ante la evidencia de la naturaleza […]
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Una bomba tras otra, una sesión clandestina de tortura tras otra, una mentira tras otra, han acabado por angustiar al filósofo francés Jean Baudrillard. El pensador que dedicó ejercicios largos y extensos ejercicios mayéuticos a la elucubración postmoderna del mito norteamericano rindió lanzas, en estos días finales del 2005, ante la evidencia de la naturaleza consustancialmente inhumana del sistema que pretende ejercer la hegemonía mundial desde el centro de poder de Washington. El día que recibió la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes en Madrid, admitió amargamente que EE.UU. «es un país en vías de desintegración», más agresivo que nunca, empantanado entre la sinrazón y la guerra; un país que «ha perdido fe en sí mismo». Largo ha sido el camino del desencanto. Si entre los postmodernos hubo alguien que, como él mismo admite, sin suscribir términos críticos ni planteamientos negativos, trató de explicar el lugar de EE.UU. en el mundo durante los últimos cincuenta años, ese fue Jean Baudrillard (Reims, 1929), un hombre que desde la academia se fue desplazando hacia la palestra mediática a base de ingenio, imaginación y golpes de suerte en el mercado de las ideas. Su ensayo «América» (1986) exaltó, de una manera muy ilustrativa, su teoría de la simulación. Al contemplar las megalópolis norteñas pletóricas de erguidos rascacielos, las pequeñas ciudades semejantes a escenografías hollywoodenses, los fastos de Broadway, las familias hipnotizadas por los talking shows transmitidos de costa a costa, las premuras culinarias de la fast food, los tabloides escandalosos y frívolos, la glorificación del pop y la higiene política del reaganismo, el filósofo supuso una Norteamérica hiperrealista, en la cual la realidad era la copia, la simulación, lo que hoy llama una Disneylandia de alcance nacional: un sucedáneo de la realidad desmedulada pero fascinante a tal punto que le hacía olvidar la decadencia europea. Esa percepción tendía a justificar lo que Silvia Hopenhayn define como una de las esencias más seductoras de su pensamiento: la idea de que «la capacidad de significar cualquier cosa a la que se refiere Baudrillard es, finamente, la posibilidad de ser cualquier cosa». Intentado darle más cuerpo a esa extrema relativización del espectáculo postmoderno norteamericano, Baudrillard llegó a embarcarse en 1991 al predecir primero que la agresión punitiva contra Iraq no tendría lugar y, luego que se produjo, al afirmar que esa guerra nunca ocurrió, puesto que fue una guerra virtual. Lo que partió de un punto de vista ostensiblemente razonable -la transmisión en vivo de los bombardeos sobre Bagdad bajo los presupuestos estéticos de los videojuegos- y sustentó la percepción de que los medios de comunicación son los constructores ideológicos de la realidad virtual, de una ilusión radical que niega lo real, se convirtió, por obra y gracia de una retórica maliciosa, en una representación intelectualmente excluyente de los causas y efectos de la guerra. Porque, entonces como ahora, por mucho que la cobertura mediática haya sido espectacularmente antiséptica, las bombas fueron tan reales como los muertos, y la voracidad imperial tan impúdica y nefasta como quizás nunca antes. Al replantearse el papel de EE.UU. hace pocos días en Madrid, Baudrillard llega a la siguiente conclusión: «Es una potencia militar que va a la guerra por un mecanismo de autodefensa (…) Su pérdida de sustancia la tienen que resolver los norteamericanos: lo malo es que dependemos de ellos no solo económicamente, sino desde el punto de vista simbólico. EE.UU. es una referencia, en ella llegamos al límite de lo que podíamos hacer. Hoy se exacerba y no logra resolver su problema». Estas afirmaciones merecen al menos un par de acotaciones. La primera: la rapiña, léase el interés por el dominio a toda costa del mercado, de los recursos estratégicos y de las ideas, no tiene que ver en lo más mínimo con una sensación de pérdida. Si el atentado terrorista a las Torres Gemelas no se hubiera producido, algún otro pretexto se habría inventado. Y la segunda: si un poder se ha desgastado en la hegemonía norteamericana, es el simbólico. Al menos para un importante y creciente sector dentro y fuera de los centros de ese poder. Quizá Baudrillard padezca del síndrome del desconcierto, ante unos EE.UU. que son, eso sí, referencia de un estado de cosas que por mucho tiempo más no se podrá tolerar. |