Que no se preocupen Miguel Bosé, Alejandro Sanz, David Bisbal y otros. No tengo intención de descargar ni una sola de las canciones por las que cobran derechos de autor. No seré yo quien impida que ingresen sus dineros. Ahora bien, así como yo declaro públicamente que no sucumbiré al mal gusto de impedir que […]
Que no se preocupen Miguel Bosé, Alejandro Sanz, David Bisbal y otros. No tengo intención de descargar ni una sola de las canciones por las que cobran derechos de autor. No seré yo quien impida que ingresen sus dineros. Ahora bien, así como yo declaro públicamente que no sucumbiré al mal gusto de impedir que se hagan más ricos, les exijo a ellos que me comuniquen la parte de los diferentes cánones que a mí como autor me corresponde y que nunca he visto convertida en dinero. Que me digan quién recauda el canon, cómo se recauda, entre quiénes se distribuye y a qué oficina puedo dirigirme a cobrar mi parte.
Pueden también dejar de preocuparse, en lo que respecta a mi necesidad y a mi derecho de compartir, Gerardo Herrero y otros directores españoles. Por mí, pueden seguir reservando toda su capacidad emotiva para la ley Sinde y para otras meritorias acciones de la ministra de cultura, que, por cierto, forma parte interesada del negocio. Digo negocio, sí, y no arte ni cultura ni nada que se le parezca. Pueden, por lo tanto, dormir tranquilos, aferrados a su caja fuerte. En mis planes no está previsto que malgaste mi tiempo en descargar ni en compartir ninguna de sus producciones cinematográficas.
Quien dice Gerardo Herrero podría decir otros, incluida la ministra, con la que el eximio director comparte cartel en más de un par de producciones. Porque precisamente en la producción audiovisual española confluyen múltiples detalles que convierten las posiciones cavernarias de Herrero y otros, con sus ariscas declaraciones, en un catálogo de variaciones cínicas propio de quien se observa a sí mismo, presumido ante el espejo, como un creador privilegiado, un artista, un ser único enfrentado al enjambre indecente de seres anónimos de todas las edades, orientaciones sexuales e intereses estéticos. Enfrentado por culpa de la Gran Causa: la exaltación del mercado como paradigma y la preponderancia del lucro privado sobre el beneficio colectivo. Es decir, los productos culturales como pura mercancía. Una enfermiza necesidad de articular un espacio mercantil cerrado. Un club de elite. El escenario social de concurrencia artística se convierte en puesto de mercado al que solo algunos elegidos podrán acudir para vender sus productos. Elegidos por rigurosa invitación dispensada caprichosamente por discográficas, productoras, distribuidoras, medios de masas… Hombres de negocios, en fin. La finalidad, no se olvide, es el lucro, el enriquecimiento mediante la explotación de la fuerza de trabajo y de la inteligencia colectiva.
Lo que en realidad está en debate no es el hecho indiscutible de que el creador de un producto cultural tenga derecho a vivir de su trabajo. Al contrario. Quien defiende el statu quo apuesta por la expropiación de la capacidad comunicativa, creativa, artística. La conversión en vulgar mercancía del producto cultural, elaborado con materia común de propiedad social como las lenguas, las imágenes, los colores, las notas musicales, la luz y la sombra o todo el bagaje cultural y creativo del que bebe cada canción, cada película, cada libro. El enriquecimiento de unos pocos y el silencio de la mayoría.
Es curioso que artistas considerados de izquierda sean, por seguidismo, por miedo o por insuficiencia analítica, incapaces de comprender los mecanismos de producción y consumo cultural y los cambios protagonizados por una multitud insumisa. No entender esas nuevas realidades equivale a no comprender los mecanismos de producción, explotación y consumo de la sociedad capitalista. Quizás de ahí vienen sus reverencias incondicionales a las multinacionales y a los hombres de negocios. Los artistas, cantantes, actores, directores y otros creadores se enfrentan al usuario, que es el eslabón más débil de la cadena de producción y consumo, lo criminalizan, y para ello se resguardan a la sombra del hombre de negocios. Se ponen firmes contra el acceso universal a los bienes culturales y apoyan los filtros que determinan lo que debemos escuchar, leer y ver porque esa es la forma de condicionar lo que hemos de producir. Es el mercado quien determina el canon artístico. Son sus filtros. Algo no funciona del todo bien.
Cuando alguien descarga una canción o una película no infringe ninguna ley ni está jugando al todo gratis. Ya ha pagado por esos productos. Lo hizo al comprar el ordenador, al pagar la factura eléctrica, al comprar los soportes y los aparatos de grabación y reproducción, al pagar la tarifa telefónica, etc. El usuario paga tantas veces por un mismo producto que parece una indignidad que artistas, cantantes y cineastas se empeñen en convertirlo en culpable de piratería y ladrón de trabajos ajenos. Están obsesionados con que todo el mundo pague varias veces por el mismo producto, que siga pagando y nunca deje de pagar. Pagar por el uso de ojos y orejas. Pagar hasta perder el sentido.
De todos los campos culturales y artísticos, el audiovisual es probablemente el más peculiar. Cuando alguien se descarga una producción audiovisual española -o gallega, por ejemplo, si es que existe tal categoría más allá de alguna incómoda anomalía- toma una pequeña parte de un producto que ya pagó también con sus impuestos. Porque de ahí proceden, de los impuestos, las imprescindibles subvenciones del Ministerio de Cultura, de las administraciones autonómicas y de las televisiones públicas, sin las cuales probablemente no habría demasiada producción audiovisual. Tal vez Gerardo Herrero cree ser justo cuando, airado y tronante, exige que cada usuario pague repetidamente por un mismo producto, no solo mediante sus impuestos, sino de todas las otras maneras imaginables. Tal vez oculta, por desconocimiento o despiste, que lleva acumulados bastantes cientos de miles de euros de subvenciones públicas, incluidas Xunta de Galicia y TVG, para realizar un manojo de películas. Es decir, dinero público con un único destino: el lucro privado. El sistema de negocio audiovisual que defiende Herrero -y algunos cuantos más- no solamente posa sus pies de barro en unos cimientos injustos e injustificables, sino que desde una posición ultracapitalista desprecia el valor cultural, de uso, de los productos audiovisuales, de todos, al mismo tiempo que se fundamenta en una práctica indigna: el dinero público como generador no de riqueza social y cultural sino de lucro privado. El expolio reiterado como norma.
No tengo la intención de descargar ni una sola de las producciones de Gerardo Herrero realizadas gracias a las subvenciones de la Xunta de Galicia, de TVG o de otras entidades públicas, pero si sufriese un momento de flaqueza haría uso de mi derecho a disfrutar -permítaseme el eufemismo- de un producto financiado con el dinero de todos. Y de compartirlo, por supuesto. De lo contrario, si el dinero procedente de los impuestos solamente sirve para el negocio privado, para que se lucren los hombres de negocios, entonces será preferible dedicarlo a la educación y a la sanidad.
Fuente: República da Multitude (http://antondobao.blogaliza.
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