Fue publicado en Rebelión un artículo de Manuel M. Navarrete titulado «Trotsky no existe» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=98272), que aboga «por un marxismo creativo». El texto, en el que se percibe un sano esfuerzo por colocar aspectos de carácter teórico-histórico, aborda un tema central y, quizás, uno de los más polémicos en las filas del marxismo: la distinción entre […]
Fue publicado en Rebelión un artículo de Manuel M. Navarrete titulado «Trotsky no existe» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=98272), que aboga «por un marxismo creativo». El texto, en el que se percibe un sano esfuerzo por colocar aspectos de carácter teórico-histórico, aborda un tema central y, quizás, uno de los más polémicos en las filas del marxismo: la distinción entre el trotskismo y el estalinismo. Un asunto apasionante y, aunque el autor del artículo no opine igual, muy vigente.
Nuestro autor, en su trabajo, toca otra serie de temas, algunos muy al paso. Extrae conclusiones y plantea propuestas de lo que, a su parecer, sería una «superación dialéctica» de ambas tendencias y una especie de «renovación» del propio marxismo para volverlo «abierto, antidogmático, adaptado al mundo actual».
Navarrete parte de una preocupación real. Plantea que el capitalismo, raíz de todos los males sociales de la humanidad, sólo puede ser destruido mediante la organización y, en ese sentido, advierte una «infinita división y subdivisión» de las fuerzas de izquierda que impide el necesario «reagrupamiento de las fuerzas anticapitalistas que no se hayan integrado en el sistema». Éste es un hecho innegable. Las diferencias surgen a la hora de exponer los motivos y el carácter de dichas divisiones. A esta tarea se aboca Navarrete al desarrollar sus concepciones y posiciones acerca de los orígenes y las razones de la divergencia entre trotskistas y estalinistas.
Nuestro autor de referencia afirma, incurriendo a nuestro criterio en una minimización y simplificación histórica muy marcada, que la cuestión del trotskismo y el estalinismo -la más colosal lucha programática, política e ideológica que se libra dentro de la izquierda mundial- es «una pelea de bar que divide nuestras propias fuerzas». Haciendo una analogía religiosa con la división entre sunnitas y chiitas, plantea que entre trotskistas y estalinistas se da una división insensata producto de disputas personales entre dos hombres enfrascados en una «mera pelea sucesoria a la muerte de Lenin».
En medio de estas apreciaciones, Navarrete lanza una pregunta fundamental y que consideramos importante responder: «¿Realmente tenemos un objetivo diferente? A nivel de propuestas concretas y dentro de la izquierda extraparlamentaria, ¿hay tanta diferencia entre los partidos ‘trotskistas’ y los ‘estalinistas’?».
Antes de responder esta cuestión, se impone abordar y despejar algunas acusaciones y/o premisas en las que se sustenta la lógica de las posiciones del artículo citado.
El régimen bolchevique de los primeros años
Sin decirlo abiertamente, el artículo de Navarrete pretende empañar la figura y la lucha de Trotsky y sus seguidores, con falsedades o medias verdades, que a su vez son medias mentiras. En este sentido afirma que «Trotsky no existe» y que el mismo no fue el «adalid antiburocrático y antirrepresivo que se nos quiere vender». No se detiene en Trotsky, cuestiona también a Lenin «¿Trotsky antiburocrático? Pero, es más, ¿Lenin antiburocrático?».
El marco del cuestionamiento a Trotsky es, a su vez, una crítica a las características del régimen político de los primeros años del poder soviético. Su objetivo es claro: colocar un signo igual entre el régimen bolchevique de los primeros años con el régimen dictatorial y burocrático de la era de Stalin, a fin de atenuar las medidas y crímenes de éste. Esta es su premisa y lo afirma claramente: «A pesar de que el burocratismo existía antes y existiría después de Stalin, se denomina a este fenómeno ‘estalinismo'» (subrayado nuestro) ¿Por qué, entonces, cometer una injusticia histórica con Stalin, si el burocratismo ya se impuso antes de su asunción al poder? Tal es la lógica y la conclusión a la que no quiere hacer llegar Navarrete.
Se impone, entonces, un breve análisis de los primeros años de la revolución. El régimen político instaurado en 1917 representó un grado de libertad política, organizativa, de reunión, de prensa, artística y cultural nunca antes visto por la clase trabajadora. La democracia para las y los trabajadores era infinitamente superior a cualquier otra «democracia» capitalista existente entonces y hasta hoy. Esto fue así porque el novel Estado obrero se apoyaba en organismos masas, los consejos (soviets) de diputados obreros y campesinos. Se garantizaron además plenas libertades de organización para la clase trabajadora, en sindicatos, comités de fábrica, soviets campesinos. También existía amplia libertad partidaria, no sólo para los partidos en el gobierno (bolcheviques y los socialistas revolucionarios -SR- de izquierda al principio) sino para los mencheviques y socialistas revolucionarios de derecha hasta que éstos se pasaron al campo de la contrarrevolución.
Los decretos y la legislación soviética, impulsados por los bolcheviques, expresaban y estimulaban este régimen. Un decreto del 5 de enero de 1918 estipulaba: «Los soviets son, en todas partes, los órganos de la administración del poder local, debiendo ejercer su control sobre todas las instituciones de carácter administrativo, económico, financiero y cultural. (…) Todo el territorio debe ser cubierto por una red de soviets, estrechamente conectados unos con otros. Cada una de estas organizaciones hasta la más pequeña, es plenamente autónoma en cuanto a los cuestiones de carácter local, pero debe adaptar su actividad a los decretos generales y a las resoluciones del poder central y de las organizaciones soviéticas más elevadas. De esta forma, se establece una organización coherente de la República Soviética, uniforme en todas sus partes». De la misma forma, la constitución soviética de 1918 impone en su artículo 10 que «toda la autoridad en el territorio de la. R. S. F. S. R., se encuentra en manos de la población trabajadora organizada en los soviets urbanos y rurales», y en el artículo 11: «la autoridad suprema (…) se encuentra en manos del Congreso Pan-Ruso de los Soviets y, en los intervalos entre congresos, en las de su Comité Ejecutivo» (Broué, Pierre: El Partido Bolchevique).
Tal era, en líneas generales, el sistema soviético, que no implicaba, como se ve, la inexistencia de organismos jerarquizados o de centralismo ejecutivo, cuestión que sugiere criticar Navarrete.
Este régimen, al poco tiempo, se vio perturbado por durísimas circunstancias objetivas. Entre 1918 a 1921, la revolución soviética tuvo que enfrentar a los ejércitos de los generales blancos y de otras 14 naciones imperialistas en una sangrienta guerra civil que devastó el país. Ante el extremo peligro que corría el débil Estado obrero, dirigentes bolcheviques se vieron obligados a colocar su defensa como primera cuestión. Este fue el contexto, ineludible de enmarcar, de las medidas autoritarias o «burocráticas» que Navarrete señala a Trotsky, Lenin y a la dirección bolchevique.
Las condiciones de la lucha fraticida exigían del proletariado y su vanguardia una implacable represión a la burguesía, la aristocracia y sus agentes. Es conocido que, a propuesta de Trotsky, el Ejército Rojo debió emplear antiguos oficiales zaristas que eran controlados por comisarios políticos del partido. En muchos casos, estos oficiales saboteaban las operaciones o desertaban, por lo cual medidas como la coacción con apresar a sus familias eran sumamente necesarias. La heroica flota en Kronstadt, de vital papel en la revolución, sufrió drásticos cambios durante la guerra civil, siendo sus principales dirigentes comisionados a otros frentes o reubicados en otras tareas. La flota fue renovada por nuevas camadas, sin mayor experiencia política ni participación en la revolución. Un sector de la dirección anarquista -con apoyo oficiales blancos, sobre todo del jefe de la artillería, Kozlovsky – propició una rebelión en la flota y canalizó las disconformidades de los marineros en contra de la «autoridad» del nuevo Estado. La situación era extremadamente grave. Según Broué: «la experiencia de la guerra civil ha mostrado que los levantamientos populares espontáneos contra el régimen soviético han terminado siempre, a pesar del carácter democrático de sus reivindicaciones iniciales, por caer en manos de los reaccionarios y de los monárquicos». La flota de Kronstadt poseía una ubicación estratégica para la defensa de Petrogrado, era casi la única defensa de la capital revolucionaria ¿Qué debían hacer los bolcheviques? ¿Dejar morir la revolución y que el Estado obrero, la mayor conquista del proletariado mundial, sea aplastada por sucumbir a la presión de sectores anarquistas que, de hecho, eran contrarios al Estado obrero? Lenin declaró al Congreso: «Aquí tenemos una manifestación del democratismo pequeño burgués que reclama la libertad de comercio y clama contra la dictadura del proletariado. Pero los elementos sin partido han servido de estribo, de escalón, de pasarela a los guardias blancos». En igual sentido, Trotsky, años después, sostenía: «(…) naturalmente, el gobierno revolucionario no podía «regalar» la fortaleza que defendía la capital a los marineros insurrectos, simplemente porque unos cuantos anarquistas vacilantes se unieron a la rebelión reaccionaria de los soldados y campesinos. El análisis histórico concreto de los acontecimientos reduce a polvo todas las leyendas, basadas en la ignorancia y en el sentimentalismo, sobre Kronstadt, Majno y otros episodios de la revolución». La acción del X Congreso -que votó la represión a la rebelión-, de Lenin y Trotsky, está plenamente justificada por la historia.
El caso de la prohibición de los partidos soviéticos y de las fracciones dentro del propio partido bolchevique tampoco puede descontextualizarse de la brutal situación de guerra civil desigual y crisis económica. Los partidos menchevique y los socialistas revolucionarios se declararon enemigos del Estado soviético. Lideres de estos partidos incluso integraron gobiernos contrarrevolucionarios. En Samara, por ejemplo, los SR integraron el gobierno del almirante Kolchak. Los SR de izquierda organizaron una serie de atentados, en donde llegaron a herir gravemente a Lenin y asesinar a Uritsky.
Los dirigentes bolcheviques, desde el principio, declararon que ambas medidas tenían carácter transitorio, excepcional y que se debían a las condiciones impuestas por la guerra civil. Fue una medida de guerra. Las limitaciones a la democracia tenían como objetivo supremo la defensa de la republica soviética. Estas medidas se demostraron indispensables para defender a la revolución. Si se permitía que los mencheviques y SRs continuasen conspirando contra la defensa de la revolución, es claro que el resultado de la guerra civil hubiese sido otro: el aplastamiento del Estado obrero y la restauración del capitalismo, imponiéndose ya no un régimen político con ciertas limitaciones circunstanciales a la democracia, sino un régimen de dictadura burguesa tipo fascista.
Trotsky, años más tarde, volvió a defender la prohibición de los partidos soviéticos en las circunstancias en que esa decisión fue tomada con estas palabras: «En cuanto a la prohibición de los demás partidos soviéticos, ésta no es producto de una «teoría» bolchevique, sino una medida de defensa de la dictadura en un país atrasado y devastado, rodeado de enemigos. Los bolcheviques comprendieron claramente, desde el principio, que esta medida, complementada posteriormente con la prohibición de fracciones en el propio partido gobernante, señalaba un peligro enorme. Sin embargo, el peligro no radicaba en la doctrina, ni en la táctica, sino en la debilidad material de la dictadura y en las dificultades internas e internacionales. Si la revolución hubiera triunfado tan sólo en Alemania, hubiera desaparecido por completo la necesidad de prohibir los partidos soviéticos. Es absolutamente indiscutible que la dominación del partido único Sirvió como punto de partida jurídico para el sistema totalitario estalinista. Pero la causa de este proceso no está en el bolchevismo, ni en la prohibición de los demás partidos como medida transitoria de guerra, sino en las derrotas del proletariado en Europa y Asia» (Trotsky: estalinismo y bolchevismo).
Al hacer estas aclaraciones, no pretendemos, ni en lo más mínimo, esconder o minimizar los errores de los bolcheviques o de Trotsky. Sus propuestas de incorporar los sindicatos al aparato del Estado o de militarizar el trabajo, si bien fueron hechas con el objetivo de levantar una economía destruida, representaron serios errores. De aplicarse, iban a vulnerar aún más las débiles defensas de los trabajadores contra la burocratización de su propio Estado. Fue por eso que Lenin y la mayoría del partido las rechazaron. Lo que buscamos con estas líneas es rescatar las condiciones objetivas en que estas medidas «autoritarias» fueron tomadas, contexto que Navarrete omite o cita al paso. Sin un análisis concreto y debidamente enmarcado, todos los hechos y citas sueltas que expone nuestro autor, aún con su aparente contundencia, pierden valor.
Nadie dice que, antes de 1924, la URSS era un paraíso, como exagera interesadamente Navarrete. El proceso revolucionario tuvo que enfrentar inmensos enemigos e innumeras contradicciones. Lo que no se puede afirmar o sugerir, es que la burocracia ya estaba consolidada antes de la muerte de Lenin o, peor aún, que comenzó a los pocos meses después de la toma del poder. Eso es una falsificación de los hechos. Lenin alertó los primeros indicios de burocratización y el crecimiento descomunal del aparato estatal en 1922 y, desde entonces, tanto él como Trotsky combatieron ése proceso, mientras Stalin lo alentaba y se dedicaba a armar su camarilla de incondicionales.
En síntesis, el burocratismo, comenzó y existía antes de 1924. La diferencia es que, en tiempos de Lenin y Trotsky, la burocracia (como casta privilegiada) no tenía aún el poder, no gobernaba, no dirigía, aún no había usurpado el lugar de los soviets y del partido. Este proceso se coronó tras la muerte de Lenin y el ascenso de Stalin al poder total.
Este razonamiento, repetimos, lo que pretende es atenuar las medidas y crímenes de la camarilla estalinista. Además, refuerza la idea, típica de la propaganda anticomunista, de que nunca hubo «democracia» en los ex Estados obreros.
Trotskismo y estalinismo
Por más que nuestro autor se excuse de no «ahondar en el estudio de los condicionantes históricos que rellenan de contenido una pelea sucesoria» – vaya supresión-, sugiere que entre ambas tendencias la «única diferencia es a nivel de interpretación del pasado histórico». Esta afirmación nos parece completamente equivocada. Veremos que las diferencias son mucho mas profundas.
El primer error es presentar la cuestión como una «mera pelea sucesoria» movida por la «ambición personal». Esta visión no es, ni mucho menos, nueva. El propio Trotsky tuvo que rebatirla varias veces: «el filisteo común quiere creer que el choque entre el bolchevismo («trotskismo») y el estalinismo es un mero choque de ambiciones personales o, en el mejor de los casos, entre dos «matices» del bolchevismo» (Ídem).
Pero démosle la razón por un segundo a Navarrete y consideremos que el enfrentamiento entre Trotsky y Stalin fuese una mera pelea por la sucesión de Lenin y su móvil las «ambiciones personales». Si hubiese sido tan simple, el resultado de esta lucha hubiese sido muy diferente. Trotsky era el dirigente más reconocido y con más autoridad entre las masas después de Lenin. Era además el comandante del Ejército Rojo, mediante el cual, con extrema facilidad, hubiera podido dar un golpe y sacar a Stalin de en medio. Sin embargo no lo hizo. Muchos incluso, después de ver en qué se convirtió el estalinismo, le reprocharon el no haberlo hecho. Si no lo hizo fue porque, justamente, no le importaba el poder a cualquier precio.
Nuevamente nuestro autor incurre en un error fundamental: el analizar y juzgar los hechos fuera del contexto histórico y político en el cual se sucedieron. Detengámonos, entonces, en revisar algunos elementos para entender la raíz y el carácter de las diferencias de ambas corrientes de pensamiento y acción políticas.
La revolución rusa cambió el mundo de manera radical. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que fue el principal acontecimiento histórico del siglo XX. Por primera vez, los explotados y oprimidos, la inmensa mayoría de la población, asumían en sus manos las riendas de su destino desde el poder del Estado y lanzaban el grito de insurrección a todos los desposeídos del planeta. Los bolcheviques fueron quienes inspiraron y dirigieron la toma del poder por los soviets. Fueron la dirección política de la revolución.
Es conocido -y reconocido hasta por sus enemigos- el importante papel desempeñado por León Trotsky en la revolución, como Presidente del Soviet de Petrogrado y del Comité Militar Revolucionario, que en la práctica ejecutó la insurrección. Trotsky fue también el creador y comandante del Ejercito Rojo que combatió en la guerra civil contra la reacción restauracionista. Está más que probada, además, su intransigente y desigual lucha política e ideológica contra el surgimiento y la consolidación de la burocracia estalinista al frente del partido bolchevique y de la URSS. No es necesario decir que el precio de este combate lo pagó con su propia vida, al igual que su familia y camaradas.
El estalinismo tiene sus raíces en el proceso de burocratización del Estado soviético y del partido bolchevique. Este fue un proceso objetivo (producto de la lucha de clases) y tuvo su causa fundamental en la derrota de la revolución europea, sobre todo la alemana. El aislamiento de la revolución rusa potenció al máximo todas las contradicciones y problemas derivados del atraso económico y cultural del país, sumado a la debacle generada por la guerra civil donde murió lo mejor de la vanguardia obrera y bolchevique que había dirigido la toma del poder.
Las calamidades después de soportar los efectos de la guerra imperialista y la guerra civil también provocaron un alejamiento acelerado de la arena política de parte de las masas. Las ciudades se despoblaban rápidamente y los obreros avanzados que no habían muerto, regresaban al campo. De aquella clase obrera ardorosa y activa políticamente en 1917, casi no quedaba nada. Lenin y Trotsky intentaron de todo para evitar la desintegración de la vanguardia obrera, pero poco consiguieron pues, como dijimos, se trataba de un proceso objetivo.
Mediante estos elementos, descriptos a grosso modo, se produjo el ascenso de todo tipo de arribistas, técnicos y «especialistas» del antiguo régimen dentro del aparato del Estado y del Partido. Emergió una corriente que expresaba las aspiraciones de los arribistas. Una casta burocrática, que en su mayoría no había participado ni siquiera de la guerra civil, comenzó a copar cada vez más cargos en la administración pública y, por supuesto, comenzó a defender su nueva posición y privilegios. La cara visible de este proceso social, fue Stalin.
Entre el bolchevismo (representado, para nosotros, actualmente por el trotskismo) y el estalinismo existen diferencias irreconciliables. Son producto de situaciones totalmente opuestas por la lucha de clases y, por tanto, sus objetivos son distintos. El bolchevismo fue fruto de una de las más grandes revoluciones que conoció la humanidad. Fue fruto del impresionante ascenso revolucionario que surgió con la Primera Guerra Mundial. El estalinismo, por el contrario, es producto social del retroceso y derrota de la revolución internacional entre 1919 y 1923, es fruto del reflujo y del aislamiento de la revolución en un país tan atrasado como lo era Rusia en esos años.
El estalinismo es la negación total del bolchevismo. Prueba de ello es que, para consolidarse definitivamente, tuvo que aniquilar físicamente a toda la vieja guardia bolchevique, a casi todo el Comité Central leninista que dirigió la insurrección.
El trotskismo es, a costa de coherencia y sangre, el heredero del bolchevismo, del marxismo-leninismo de esta época de guerras, crisis y revoluciones. Fueron Trotsky y la oposición de izquierda quienes tomaron la bandera de la democracia obrera y la revolución internacional tras la muerte de Lenin, que antes de morir había comenzado su batalla contra los indicios de la burocratización que se estaba gestando. Posteriormente, se funda la IV Internacional y la lucha contra la burocracia estalinista se concreta en la consigna de la revolución política en la URSS, que planteaba a la clase obrera derrocar a la camarilla usurpadora como condición para que no se pierdan las conquistas económicas y sociales de la revolución.
Es por eso que podemos responder a la pregunta de Navarrete. Los trotskistas y estalinistas no tenemos los mismos objetivos. La estrategia del trotskismo es, en palabras de Nahuel Moreno [1] : «(…) lograr una sociedad mundial sin clases ni explotación, para que la humanidad progrese, haya abundancia para todos, no haya guerras y se conquiste una plena libertad. Para conseguirlo, lucha por expropiar al imperialismo y a los grandes explotadores, terminar con las fronteras nacionales y conquistar una economía mundial planificada al servicio de las necesidades y el desarrollo de la especie humana (…) Lucha para llegar al gobierno y desde allí destruir el Estado capitalista. Es decir, quiere destruir las instituciones del gobierno burgués. Quiere que la clase obrera asuma el poder político e implante sus instituciones democráticas. Quiere construir en cada país donde triunfa la revolución un Estado obrero fuerte, que ayude a que la revolución triunfe en los demás países. Desde el gobierno de ese Estado obrero quiere planificar la economía, federándose con los otros Estados obreros, para hacer avanzar las fuerzas productivas. Desde ese Estado obrero quiere revolucionar el sistema social, eliminando la propiedad burguesa de los medios de producción a nivel nacional, y ponerlo al servicio de esa tarea a nivel mundial. Y sólo después de haber liquidado la resistencia de la clase capitalista en el mundo, esos Estados obreros o federaciones de Estados obreros comenzarán a desaparecer y, con ellos, también desaparecerán el Estado y el Partido» (Revoluciones del siglo XX).
El estalinismo, al contrario, desde la década del 20 del siglo pasado se convirtió en el mayor aparato contrarrevolucionario que haya conocido la historia. Asesinó a cientos de revolucionarios, se consolidó como agente del imperialismo y se convirtió en un freno consciente de la revolución mundial con la teoría del «socialismo en un solo país» y la política que de la misma se desprende: la «coexistencia pacífica con el imperialismo».
En síntesis y recurriendo a Trotsky: «Después de la purga, la demarcatoria entre el estalinismo y el bolchevismo no es una línea sangrienta, sino todo un torrente de sangre. La aniquilación de toda la vieja generación bolchevique, de un sector importante de la generación intermedia, la que participó en la guerra civil, y del sector de la juventud que asumió seriamente las tradiciones bolcheviques, demuestra que entre el bolchevismo y el estalinismo existe una incompatibilidad que no sólo es política, sino también directamente física» (ídem).
Es por esto y más que no se puede considerar al estalinismo – ni a los que se dicen abiertamente estalinistas ni a los que aplican sus políticas sin definirse como tales- como parte de las «fuerzas anticapitalistas que no se hayan integrado en el sistema». Navarrete incurre aquí en un craso error de caracterización histórica y actual. El estalinismo ha apoyado y participado de incontables gobiernos capitalistas, para impedir o derrotar procesos revolucionarios, sobre todo mediante su política de los «frentes populares».
La diferencia entre trotskismo y estalinismo no tiene que ver con cuestiones del pasado o abstractas, como intenta convencernos nuestro autor. Las implicancias de la aplicación de las políticas de una u otra corriente tienen consecuencias prácticas, concretas, diametralmente opuestas. El trotskismo sintetiza la herencia moral y la lucha revolucionaria, independiente e internacionalista que ha librado hasta ahora el proletariado mundial y los demás sectores explotados y oprimidos. El estalinismo representa la negación de todos estos principios; representa la traición, el pacto con la burguesía, el imperialismo y la descomposición moral a todo nivel. Representa, en suma, la contrarrevolución.
¿Una «supuesta polémica»?
El colocar la cuestión del debate entre la teoría del «socialismo en un solo país» y la «revolución permanente» como una «supuesta polémica» que no «no resiste un análisis crítico» es no entender en absoluto la implicancia práctica, las consecuencias concretas que ambas concepciones tuvieron -y tienen- para el desarrollo de la revolución mundial.
La teoría del «socialismo en un solo país» fue expuesta por Stalin por primera vez en 1924, tras la muerte de Lenin y cuando la revolución alemana había sido derrotada. En el partido reinaba un ambiente de desmoralización en importantes sectores. Tras años de descomunales combates reinaba un deseo de «paz y tranquilidad», clima psicológico que la burocracia -que adora la paz y la tranquilidad- utilizó para imponer sus ideas.
La teoría de Stalin revisaba todas las concepciones marxistas hasta entonces – ¿»superación dialéctica»?-. Planteaba, en síntesis, que se podía construir el socialismo en Rusia sin importar el curso de la revolución mundial pues, como afirmaba, existían países maduros para el socialismo y otros que aun no lo estaban. La URSS era el único país «maduro».
Ser «internacionalista», obviamente, no se trataba de emprender una aventura militar sobre Europa para exportar la revolución, como acusaba el estalinismo a Trotsky, sino de colocar la dictadura proletaria en la URSS al servicio de la revolución mundial, como parte de la revolución mundial, de la cual más temprano que tarde dependía su suerte. Era comprender que la mejor manera de «defender» y «consolidar» a la URSS era impulsando de todas las formas posibles la revolución internacional y romper el aislamiento.
La teoría de Stalin abandonaba la lucha por la revolución mundial, abandonaba el principio del internacionalismo proletario y servía para justificar las políticas concretas cada vez más nacionalistas de la burocracia. Con la teoría del «socialismo en un solo país» se daba un «marco teórico» a la política de subordinar la revolución mundial a los intereses inmediatos de la burocracia stalinista.
Trotsky, al defender la revolución permanente y la perspectiva de la revolución mundial, no planteó nunca abandonar la lucha para que avancen y se consoliden las conquistas económicas y sociales dentro de la URSS. No proponía tampoco «enviar al Ejército Rojo a imponer el socialismo pisoteando Europa». Esa es la falsificación burda que hace el estalinismo de su teoría. Trotsky fue, hasta su asesinato, un defensor incondicional de la URSS.
La afirmación central del creador del Ejército Rojo es que el socialismo, como sistema, debe ser mundial o no es socialismo. El proletariado de un país puede y debe tomar el poder y mantenerlo a toda costa, pero debe ser plenamente consciente de que si no se desarrolla la revolución en otros países, tarde o temprano sucumbirá. Una revolución en un determinando país solo podrá triunfar definitivamente como eslabón de la revolución mundial. Convencido de esto y, como lastimosamente ocurrió después, Trotsky escribía en 1937: «Es posible que, en virtud de una determinada alineación de fuerzas nacionales e internacionales, el proletariado conquiste el poder por primera vez en un país atrasado como es Rusia. Pero la misma alineación de fuerzas demuestra de antemano que, sin una victoria más o menos rápida del proletariado en los países adelantados, el gobierno obrero ruso no sobrevivirá. El régimen soviético abandonado a su propia suerte degenerará o caerá. Más precisamente, degenerará y luego caerá».
Es justamente esta concepción, esta «política internacionalista y revolucionaria» la que fue abandonada por Stalin. La dirigencia del PCUS abandonó el pensamiento de Lenin, en el mismo sentido de Trotsky, expresado en 1922: «Nuestro pensamiento era: inmediatamente, o por lo menos muy rápido, empezará una revolución en otros países, en los del desarrollo capitalista más avanzado; en caso contrario pereceremos».
La restauración del capitalismo en la ex URSS es, en verdad, la derrota de la teoría reaccionaria del socialismo en un solo país.
Viejas calumnias o amalgamas
Navarrete también echa mano de un conocido argumento estalinista en contra del trotskismo: las viejas polémicas entre Lenin y Trotsky antes de 1917.
Para nadie, al menos para los militantes de izquierda, esto es una novedad, mucho menos un «mito». Lo que no dice Navarrete es que las mismas fueron superadas completamente en el proceso revolucionario de 1917. Fue entonces que Trotsky comprendió definitivamente la importancia vital del partido centralizado y se unió a los bolcheviques y Lenin asumió la posición de Trotsky de que la revolución no debe detenerse en su etapa democrático-burguesa sino avanzar directamente a la dictadura del proletariado en un proceso «permanente».
El propio Lenin dijo el 14 de noviembre de 1917 refiriéndose a Trotsky: «Hace mucho que Trotsky comprendió que era imposible una unión con los mencheviques y, desde entonces, no ha habido otro mejor bolchevique». Las masas y hasta los propios enemigos de la revolución se refirieron siempre al Partido Bolchevique, después de 1917, como «el partido de Lenin y Trotsky». Durante la guerra civil, destacando la actuación militar de Trotsky, Lenin dijo: «Muéstreme usted otro hombre capaz de organizar en el término de un año un ejército que es casi un modelo y de ganarse el respeto de los especialistas militares. Nosotros tenemos ese hombre. Lo tenemos todo. Y haremos maravillas». En 1922, cuando el CC votó una medida que en los hechos iba a liquidar el monopolio del comercio exterior, Lenin escribió el propio Stalin: «He llegado a un acuerdo con Trotsky para la defensa de mis puntos de vista sobre el monopolio del comercio exterior. Estoy seguro que Trotsky defenderá mi posición tan bien como yo mismo».
Existen varios otros ejemplos de la sintonía política entre Lenin y Trotsky post 1917, lo cual no significa que hayan coincidido en todos los asuntos. Fue la camarilla estalinista, con el objetivo de vilipendiar a Trotsky y enlodar su figura que, tras la muerte de Lenin, desempolvó las viejas polémicas y las utilizo para «demostrar» el supuesto carácter «antileninista» del trotskismo. Este método, al parecer, sigue siendo empleado.
En cuanto a la colectivización forzosa que emprendió Stalin y el fin de la NEP, también se impone ubicarla en su contexto concreto. Es falso que en cuanto a la colectivización del campo, «Trotsky proponía exactamente lo mismo». La Oposición de izquierda, durante años, peleó en todos los ámbitos por el inicio de una economía planificada que ponga el énfasis en el desarrollo de la industria pesada. Para ello propuso el cobro progresivo de impuestos a los campesinos ricos (los Kulaks) y que se generen todo tipo de acciones educativas tendientes a una colectivización gradual del campo. Stalin y su facción, no solo acusaron a Trotsky de anti-campesino sino que siguieron incentivando y realizando todo tipo de concesiones a los Kulaks. Sólo cuando los campesinos ricos comenzaron a ganar cada vez mas peso social y político, teniendo incluso el poder económico de chantajear al Estado proletario con la entrega de granos etc., es decir, cuando se convirtieron en una amenaza al poder de la burocracia, es que Stalin se vio obligado, por medios administrativos y el uso de la fuerza, a la «liquidación del kulak como clase». No es necesario ahondar en las profundas consecuencias sociales y económicas que tuvo la colectivización e industrialización burocráticas, cuyos costos fueron pagados por la clase obrera y el pueblo rusos. Presentar esta cuestión de manera simple y descontextualizada, diciendo: «lo que hizo Stalin fue detener la NEP para colectivizar y planificar toda la economía» está al servicio de engrandecer o embellecer la figura de Stalin, cuando todo lo que hizo lo hizo movido por los intereses mezquinos de la burocracia que encabezaba.
Nadie que se considere realmente marxista puede afirmar que Marx, Lenin o Trotsky fueron seres geniales e infalibles. Cultos así sólo caben al estalinismo. Cuando reivindicamos sus aportes teóricos y prácticos, lo hacemos pensando en personas que mejor pasaron la prueba de los acontecimientos de su tiempo y colocaron sus vidas al servicio de la liberación total de los oprimidos.
Es en este mismo sentido que reivindicamos, con orgullo, las banderas de lucha que el trotskismo -no exento de errores y sectores que se degeneraron- ha sabido defender y levantar soportando enormes presiones y persecuciones. Fue mediante un puñado de dirigentes, tras la aniquilación física de toda una generación de revolucionarios a manos de Stalin, que se mantuvo el hilo conductor del programa marxista, el programa de la dictadura revolucionaria del proletariado y la revolución mundial hasta nuestros días.
La IV Internacional fue la única corriente política que combatió los crímenes del estalinismo en todos los terrenos y Trotsky, su inspirador y fundador, fue el único que en la década del 30, en el momento de mayor auge político y presenciando un crecimiento impresionante de la URSS, pronosticó que si la clase obrera no efectuaba una revolución política que arrancase el poder a la burocracia, la misma burocracia terminaría restaurando el capitalismo. Tal pronostico, lamentablemente, se cumplió por la negativa 50 años después. La burocracia, agente del imperialismo, restauró el capitalismo en los ex Estados obreros. El programa trotskista fue el único que pasó la dura prueba de los hechos.
La búsqueda del «Nuevo Verbo»
Tenemos una gran coincidencia con Navarrete. El marxismo no es -ni debe ser entendido-como un dogma. El marxismo es una ciencia, una guía para la acción que parte de la explicación materialista del desarrollo histórico. Es la ciencia de la liberación total del proletariado y las demás clases explotadas.
El marxismo, por estas razones, no es estático. Todo lo contrario, se actualiza y se nutre de los hechos que ofrecen la realidad y las experiencias concretas. «El marxismo es la teoría del movimiento, no del estancamiento», enseñaba Trotsky. Desde los tiempos de Marx y Engels, los grandes acontecimientos han ido enriqueciendo esta teoría y forma de entender el mundo. El bolchevismo, en este sentido, realizó invalorables aportes al arsenal marxista, sobre todo una vez abierta la época imperialista.
Las propuestas de nuestro autor, basadas en «superar a Lenin y superarlos a todos» para crear un «comunismo del siglo XXI», a nuestro criterio, coincide con aquella situación, descrita por Trotsky, marcada por épocas de derrotas políticas o momentos de confusión en donde se efectúa una «reconsideración de los valores». Esto, según Trotsky, se da en dos sentidos: «Por un lado, la verdadera vanguardia (…) defiende la herencia del pensamiento revolucionario con uñas y dientes y, sobre esta base, trata de educar a los nuevos cuadros para las próximas luchas de masas. En cambio, los rutinarios, los centristas y los diletantes hacen todo lo posible por destruir la autoridad de la tradición revolucionaria y por volver en busca de un «Nuevo Verbo». Pensamos que nuestro autor se adscribe entre los segundos.
Frases grandilocuentes como «superación dialéctica, crítica y creativa del legado teórico de los clásicos del marxismo», «reconstruir unos hábitos de actuación política», «renunciar a la terminología decimonónica», «renovar el marxismo», «poner nuestras organizaciones, su capacidad logística y su experiencia organizativa al servicio de las luchas, en lugar de intentar liderarlas«, «unidad de la izquierda» etc. pueden parecer muy audaces, frutos de un pensamiento independiente y antidogmático.
Sin embargo, en muchos casos, tales propuestas no hacen sino esconder el verdadero objetivo de negar las lecciones fundamentales que la lucha de clases, entendidas mediante el marxismo, ha brindado hasta ahora. No es poco común que, detrás de expresiones como «cada país tiene su propia vía al socialismo» o «el socialismo latinoamericano no debe ser calco ni copia, sino creación heroica» exista la intención de negar, fundamentalmente, la experiencia de la revolución de Octubre.
Parafraseando a Trotsky: «nuestro reformador y buscador del Verbo se encuentra con un hato de ropa vieja». Posiciones eclécticas, como las defendidas por Navarrete, aunque parezcan «creativas», en realidad sirven a una vieja y fracasada política: al reformismo.
Es correcto luchar contra «el eurocentrismo, el dogmatismo, la deshistorización, la pedagogía de la repetición, el sectarismo, la cita mecánica, la extrapolación de experiencias…» pero partiendo de las experiencias y lecciones de la historia, de la lucha de clases, de las derrotas y victorias, de las revoluciones y de las traiciones.
Por lo general, detrás de «renovar el marxismo», sobre todo después de la confusión y el vendaval oportunista que causó estragos en la izquierda mundial post-caída de la URSS, se esconde el desechar los postulados fundamentales del marxismo-leninismo. El retroceso ideológico «a etapas ya ampliamente superadas», como decía Trotsky, hace frecuente que hoy las posiciones clasistas y revolucionarias sean tildadas de «dogmáticas», «sectarias» o «anquilosadas».
Ésta es la base ideológica del «socialismo del siglo XXI», que se presenta como algo «nuevo» cuando en realidad es el mismo reformismo del siglo XX. Más allá de roces ocasionales con el imperialismo y su retórica «antiimperialista», los líderes del «socialismo del siglo XXI» mantienen la explotación capitalista en sus países y la dependencia de los mismos al imperialismo. No es casual que Navarrete exhorte a adoptar este enfoque «renovador, antidogmático», este «comunismo del siglo XXI» a fin de «comprender experiencias como la Revolución Bolivariana de Venezuela». En la Venezuela de Chávez, lamentablemente, no ha habido ninguna revolución. Lo que hay es un proceso revolucionario que Chávez intenta frenar y derrotar. Lo mismo podemos decir del proceso chileno bajo el gobierno de Allende, donde su estrategia reformista y frentepopulista cuyo estandarte fue «la vía pacífica al socialismo» terminó en el aplastamiento sangriento de la clase obrera e izquierda chilenas. Evidentemente, el «marxismo creativo» de Navarrete es algo distinto al marxismo ortodoxo y su concepto de revolución.
Sabemos que existen cientos de miles de luchadoras y luchadores, abnegados y combativos, que militan en las filas de partidos estalinistas u orientados por el «socialismo del siglo XXI» y creen que éstas son las vías para destruir al capitalismo e instaurar el socialismo. Existen miles de revolucionarios honestos por fuera de los partidos trotskistas. Llamamos a estos compañeros y compañeras a realizar una profunda reflexión sobre la política concreta de sus direcciones bajo la implacable lupa del clasismo.
Sostenemos con Trotsky – aun a riesgo de parecer ante nuestro autor como los más «celosos por ver quién efectúa la exégesis más ortodoxa de los textos del profeta armado y luego desarmado»- que, en tiempos como los actuales, marcados por profundas confusiones y «retroceso ideológico» producto, por sobre todo, de los procesos en el este europeo, la tarea de los comunistas, de la vanguardia revolucionaria de la clase obrera, «es no dejarse arrastrar por el flujo regresivo, sino nadar contra la corriente. Si la relación de fuerzas desfavorable le impide mantener las posiciones conquistadas, por lo menos debe aferrarse a sus posiciones ideológicas, porque éstas expresan las costosas experiencias del pasado. Los imbéciles calificarán esta política de ‘sectaria’. En realidad, es la única manera de preparar un nuevo y enorme avance cuando se produzca el siguiente ascenso de la marea histórica».
[1] Nahuel Moreno (1924-1987): dirigente trotskista argentino, fundador de la actual Liga Internacional de los Trabajadores (LIT-CI).
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