En 1955 se convocó en Bandung, Indonesia, una magna conferencia en la que participaron los países que recién habían emergido de la sujeción colonialista. Los principales promotores de aquel cónclave fueron Sukarno y Nehru. Más tarde se unieron Tito y Nasser. Los chinos decidieron participar activamente, convencidos de que la propulsión de los nacionalismos y […]
En 1955 se convocó en Bandung, Indonesia, una magna conferencia en la que participaron los países que recién habían emergido de la sujeción colonialista. Los principales promotores de aquel cónclave fueron Sukarno y Nehru. Más tarde se unieron Tito y Nasser. Los chinos decidieron participar activamente, convencidos de que la propulsión de los nacionalismos y la descolonización crearían una nueva barrera contra el imperialismo estadounidense y el colonialismo europeo.
Cinco años después se publicó el basamento teórico del movimiento «Los condenados de la tierra» del médico argelino Frantz Fanon. En el prólogo al libro Jean Paul Sartre afirmaba: «Estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo… no retrocedamos ante la pugna, o combatimos o nos podrimos… hay que liberar la violencia». Pierre Jalée en su obra «El pillaje del tercer mundo» acuñaba la denominación de «naciones proletarias» para aquellas que son víctimas del despojo que realizan los países industriales. Jean Lacouture definía los puntos de acuerdo en Bandung como la independencia frente al colonialismo expoliador y el rechazo al despótico socialismo real, la igualdad entre naciones y el rechazo al chantaje atómico. Ives Lacoste, en su «Geografía del subdesarrollo», publicado en 1965, nos hablaba de la explosión demográfica y la miseria. Tres de cada cuatro habitantes de este planeta padecen de hambre.
Las grandes naciones industrializadas tuvieron que reconocer que los débiles podían ser fuertes si lograban unirse. Fue ahí donde surgió la «invención» del Tercer Mundo, es decir aquél que no optaba ni por el autoritarismo estaliniano, en el cual había degradado el mal llamado socialismo real soviético, ni tampoco elegían el capitalismo empobrecedor y la extensión del poderío de las trasnacionales que esquilmaban a los países de economía agrícola.
Los países subdesarrollados eligieron no comprometerse con ninguno de los bandos en pugna en la recién comenzada Guerra Fría. Pero a la larga el Tercer Mundo se acercó más al campo socialista. Ocurrieron contradicciones como la alianza entre India y la Unión Soviética y el acercamiento de Pakistán a los chinos. Pero ya en 1960 eran claros los síntomas de la división creciente entre la URSS y China. La neutralidad que se pretendía demostró poco menos que imposible dentro de las tensiones de aquella época.
Sukarno favorecía el Pantja Sila, un ideario encabezado por el estímulo al nacionalismo. Chou En-lai se hallaba en Bandung encarnando el rostro fresco de un socialismo que aún no había divulgado los crímenes de Stalin ni los graves errores económicos y políticos de Mao. Pero había otras figuras que simbolizaban un punto de partida novedoso: el Arzobispo Makarios, de Chipre; Norodom Sihanuk, de Cambodia; Kwame Nkrumah, que sería el primer presidente negro de África y uno de los que tenía una clara conciencia ideológica de hacia dónde iba a dar todo aquello.
Allí se creó lo que fue llamado «la violencia moral de las naciones». El escritor negro Richard Wright llamó a los reunidos «la raza humana». El «Tiers Monde» fue una denominación feliz que usó Alfred Sauvy a imitación del Tercer Estado de la Revolución Francesa. Los organismos internacionales prefirieron escamotear la pobreza y las llamaron «las naciones emergentes».
Tras alcanzar la soberanía el principal problema del despertar de los nacionalismos fue asumir la modernidad para lo cual necesitaban créditos y tecnología. Nada de ello fue fácil. El fracaso del modelo soviético, la ofensiva del neoliberalismo con sus privatizaciones y su congelación del pacto social hicieron el camino arduo y erizado de obstáculos.
La subordinación económica y la inserción en una economía moderna eran los objetivos del tercer mundo, los más avanzados pretendían además una distribución equitativa del producto social en un intento socialista, sin la absorción totalitaria del modelo estalinista. La Segunda Guerra Mundial había forzado a Europa a desprenderse de su imperio colonial y ahora se veía con la tarea de reaprender a sus antiguos siervos convirtiéndolos en clientes, en suministradores obligados, en consumidores de costosos productos industriales. El Tercer Mundo alcanzó algunas de sus metas políticas pero muy pocos de sus objetivos económicos.
Tal como afirmó Fanon, los intelectuales del mundo colonizado no podían hacer el amor con la historia, los indígenas no podían percibir al orbe industrializado como una madre dulce y protectora sino como la instigadora de todas las barbaries. La liberación nacional permitió a las naciones tercermundistas presentarse ante el escenario de la historia pero no les consintió avanzar hasta el bienestar social justamente compartido. Esa es la tarea de hoy. Esa es la obra que resta por hacer.