«Tal es el marco del nonagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, fecha, por lo demás, desaparecida del calendario de festividades rusas. ¿Qué queda de aquella fecha, de aquella Revolución, de las esperanzas y de los sufrimientos, del setentenio que siguió, en los textos y en los corazones de la gente? ¿Alivio, rencor, nostalgia?» […]
«Tal es el marco del nonagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, fecha, por lo demás, desaparecida del calendario de festividades rusas. ¿Qué queda de aquella fecha, de aquella Revolución, de las esperanzas y de los sufrimientos, del setentenio que siguió, en los textos y en los corazones de la gente? ¿Alivio, rencor, nostalgia?»
Reproducimos a continuación unos párrafos extractados por Il Manifesto del prólogo de Rosana Rossanda al libro I rifugi di Lenin de Astit Dakli y Mario Dondero, que acaba de aparecer en Italia.
Astrit Dakli fue a Moscú para Il Manifesto en 1990, cuando el ex-comunismo se precipitaba en el incierto delinearse del después. Las restauraciones nunca son alegres; de breve alegría había sido, un año antes, el desplome del Muro en Berlín, pero que el primer y máximo socialismo real se hiciera añicos fue como el disolverse de un corpachón enfermizo y ya informe. Si no un férvido inicio, habría podido ser al menos una sensacional asunción crítica del pasado, aventura de vida y muerte para muchos millones de personas, símbolo mundial de la grande y trágica historia del siglo XX. No ha sido así en ningún momento, y acaso siga sin serlo, salvo en el trabajo privado de un puñado de estudiosos. Astrit ha visto de cerca la confusa agonía de un sistema ya gastado, los últimos años de un Gorbachov tardíamente retirado como perdedor, el avance de Boris Yeltsin, cuervo blanco en el que, fugazmente, se depositaron algunas esperanzas -bruto, pero genuino-, mientras el país, que había perdido la palabra de golpe, no volvía a encontrarla en el momento de tomarla. Y sigue sin tenerla ahora, veinte años después. Durante los cuales ha sufrido, con balbucientes respuestas en las encuestas, cambios decisivos, más convulsos que entusiasmantes.
Como ya se ha escrito, ha sido la gran liquidación, a precios de calderilla incluso, de lo que quedaba de socialismo real. Un fin sin gloria, con la ex-nomenclatura comunista convirtiéndose desvergonzadamente en propietaria allí donde hubiera algo que pillar y con el ciego arreglárselas de los más, entre miserias crecientes y vislumbres de holguras apenas entrevistas e inalcanzables.
Desde Moscú, Astrit ha escrito casi diariamente sobre ese terremoto. Del fracaso de un Gorbachov llegado demasiado tarde para salvar lo salvable, suponiendo que aún lo hubiera; de su caída por obra de un grupo de comunistas dementes; de la humillación que le infligió Cuervo Blanco y de su triunfal proceder, tosco pero en modo alguno ingenuo, aun si con el paso vacilante de quien empina demasiado el codo. Yeltsin tenía una dirección precisa: bombardeado en 1993 el Parlamento con la aprobación de todas las democracias del mundo, disuelta la Unión Soviética en una noche, rediseñada una Rusia a su imagen y control, habría procedido al reparto de escombros, cambiando, entre intriga e intriga, riquezas por apoyos, cosa a que, en una sociedad cataléptica, no provocó ni un solo sobresalto. Hasta que él mismo se fue, no antes de haber designado como sucesor a un ignoto funcionario de la KGB, el Vladimir Putin que sigue aún hoy en el Kremlin, a punto, empero, de salir por las inminentes elecciones presidenciales.
Más opaco y obediente no podía parecer Putin. Pero tanto no debía serlo, cuando logró quitarse de encima a Yeltsin y familia, conquistar los consensos de las gentes con la guerra cruel y sin fin contra Chechenia, dividir a los oligarcas convertidos de hoy para mañana en archimillonarios, arrebatándoles de nuevo las riquezas a algunos por una opaca vía judicial, como a Mihail Jodorkovsky, o imponiendo a otros un despechado exilio, como a Boris Berezovsky, o aun, en fin, tejiendo acuerdos con otros, como Roman Abramovich. Objetivo: una Rusia que vuelve a contar en la escena mundial, democracia cero, poderes redistribuidos y recentrados, todo ello coronado por el alza desproporcionada del precio del petróleo y del gas, con los que tener a Europa en jaque.
Ahora Putin debe dimitir, no se entiende bien si para siempre o provisionalmente, no sin nombrar sucesor a un fiel, dejando una Rusia en crecimiento tras una década de ruina, un Estado autoritario y renuente a los EEUU y un amplio consenso en torno a su persona. Si, como escribe Moshe Levin, Stalin liquidó el leninismo, no sólo con una represión feroz, sino también apoyándose en el orgullo de un pueblo que aguantaba mucho a fin de crecer y jactarse de un orgullo nacional del que Mayakovsky fue el cantor más modero y desesperado, Vladimir Putin parece haberse librado de cualquier oposición con el mismo medio.
Tal es el marco del nonagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, fecha, por lo demás, desaparecida del calendario de festividades rusas. ¿Qué queda de aquella fecha, de aquella Revolución, de las esperanzas y de los sufrimientos, del setentenio que siguió, en los textos y en los corazones de la gente? ¿Alivio, rencor, nostalgia? De los de 1917, no vive ninguno; murieron de golpe, sepultados en el cementerio Novodevici, cuando no lanzados a los vientos por su propio partido, o alguna fosa común destinada a desaparecer. La burguesía atesora lo suyo, erige en figuras históricas hasta a sus más importantes enemigos; en EEUU, cualquier muchacho no sólo sabe algo de Gettysburg o de la tumba del General Grant, sino también de los perdedores de la Guerra Civil. No ha habido damnata memoriae para los esclavistas del Sur, héroes incluso de Lo que el viento se llevó. No ha sido así en los grandes conflictos del siglo XX: como escribió pro domo sua Carl Schmitt, de una parte y de otra, quedaron sin perdón. Incluso en el jaque de 1917: la izquierda es la primera en mostrarse renuente al rescate: la apuesta era demasiado grande; demasiado clamorosos los yerros; harto grávidas las culpas de la Revolución comunista, y para empezar, haberla concebido. Hace menos de veinte años que la Unión Soviética fue disuelta en un coloquio a tres en un bosque bielorruso. Pero pocos escriben sobre eso, y aún son menos quienes se interesan, y si se habla del asunto, siempre en términos de execración.
En Occidente. ¿Y allá? Astrit Dakli y Mario Dondero estuvieron casi dos meses el pasado verano de gira por la inmensa Rusia a buscar la memoria de la gente común, aquella por encima de la cual ha pasado el diluvio. Estas páginas y estas fotografías lo relatan. Son páginas sobrias, atentas, no exentas, empero, de una punta de ironía. Emocionantes.
(…) Rusia es una inmensa piel de leopardo. Sobre ella -pocas ciudades y mucho campo, y ríos y desiertos y poblaciones aún en el umbral de la modernidad o muy por detrás- se extendió la igualmente inmensa retícula de la sociedad soviética, pero sin unificarla, desarrollando sólo una parte de la misma, abandonando a sí propia, o pauperizando, a la otra, y quedando, por lo demás, el régimen aislado, fantaseando con pasión y con odio, escuchando poco, imponiendo mucho silencio. ¿Cómo habría de tener hoy ese país una idea de sí mismo? Tiene tantas, fragmentarias y desperdigadas, reflejo de diversas experiencias, positivas o negativas, a veces trágicas, que cada fragmento se proyecta sobre un universo ya poco conocido en su momento y para nada indagado ahora. Y a golpe de brochazos está pasando ahora aquello que tenía que ocupar el lugar del setentenio, un capitalismo que, como siempre, se abre camino con ímpetu de torrente, destruyendo y desarraigando, destruyendo y dejando ruinas. Así pasan por estas páginas mercado y arcaísmos, insignias luminiscentes y degradación, riquezas exterminadas y miserias, playas llenas de sombrillas y vagar de beodos entre los restos ruinosos de un kolkhoz, los cómodos coches-cama de la línea Moscú-Petersburgo y los lentísimos trenes y autobuses colectivos de las periferias, los albergues y los restaurantes de cinco estrellas (acaso con toque nostálgico, consumo de moda) y alguno que todavía impone un recorrido de guerra, entre documentos y recibos y llamadas telefónicas de control, antes de consentir el acceso a donde, finalmente, se puede hacer pipí.
A brochazos está también dibujado el paisaje humano, jóvenes en carrera y jóvenes con algún escrúpulo, pocos papás y mucho alquiler eficaz de habitación, médicas de primer orden y absoluta incomparecencia del macho a la hora del parto, intelectuales y académicos que avanzan distintas explicaciones y previsiones -cada quién la suya-, sólo coincidentes en que ahora se está mejor que hace 10 años y en que, contra viento y marea, sobreviven las tradicionales virtudes del buen pueblo ruso, es decir, el deseo de justicia, de un primado de la persona pero no sin inclinaciones a lo colectivo (único defecto comúnmente admitido: se ha dejado de leer). Nadie ha pronunciado, parece, la palabra «postmoderno», ni parece haberse dolido nadie de una legalidad laxa, ni de la prosperidad del crimen, tal vez tan habituales, que no parecen dignos de mención. Con todo, también para los rusos ganarse la vida resulta más perentorio que levantar la democracia; en cuanto al socialismo, es de todo punto off, todo lo más el «romanticismo» de los comienzos, el único que los rusos salvan, con la oportuna distancia. (…)
Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto. Acaban de aparecer en Italia sus muy recomendables memorias políticas: La ragazza del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado], Einaudi, Roma 2005. El lector interesado puede escuchar una entrevista radiofónica (25 de enero de 2006) a Rossanda sobre su libro de memorias en Radio Popolare: parte 1 : siglo XX; octubre de 1917, mayo 1968, Berlinguer, el imperdonable suicidio del PCI, movimiento antiglobalización, feminismo; una generación derrotada; y parte 2 : zapatismo; clase obrera de postguerra; el discurso político de la memoria; Castro y Trotsky; estalinismo; elogio de una generación que quiso cambiar el mundo.
Traducción para www.sinpermiso.info : Leonor Març
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Il Manifesto, 7 noviembre 2007