En una clase reciente les hablaba a mis alumnos tunecinos del poder de los arquetipos simbólicos y les ponía el ejemplo de la paloma. Con ese propósito leímos en voz alta dos poemas muy conocidos, la Casida de las palomas oscuras de García Lorca y Se equivocó la paloma de Rafael Alberti; y un tercero […]
En una clase reciente les hablaba a mis alumnos tunecinos del poder de los arquetipos simbólicos y les ponía el ejemplo de la paloma. Con ese propósito leímos en voz alta dos poemas muy conocidos, la Casida de las palomas oscuras de García Lorca y Se equivocó la paloma de Rafael Alberti; y un tercero menos familiar de Nicanor Parra en el que una paloma resucita ante los ojos del poeta en un parque de Nueva York. Antes les había retado a componer una frase en la que figurara la palabra «paloma». Puede imaginarse el resultado. No hay nada que hacer: en cuanto la paloma echa a volar, todos nos la imaginamos sin remedio blanca, pura, inocente, con una rama de olivo en el pico, y es a partir de esa imagen que leemos los versos de Lorca, con su misterioso oxímoron de laureles y muerte, o los de Alberti, con sus malentendidos alados, pero también -y esto sí es llamativo- los muy realistas y urbanos, tan concretos y narrativos, de Nicanor Parra. La paloma de Nicanor Parra, en efecto, vive, muere y resucita -todo en un instante- en Nueva York, ciudad donde las palomas, como en todas las ciudades del mundo, son sucias, grises, ávidas y feas; van dejando sus líquidas y corrosivas evacuaciones por todas partes, irritan los nervios con su neurótico zureo, contagian enfermedades y, hasta tal punto se comportan como una plaga, que se parecen más a ratas que a mariposas.
Pero no hay nada que hacer: en cuanto aparecen en un poema -es decir, en nuestra vitrina mental- incluso las palomas de Nueva York las imaginamos blancas y puras, mensajeras de la paz, arrullo de enamorados, promesa de un mundo mejor. La realidad tiene mucho menos poder que el arquetipo, que se impone sobre esas palomas realmente existentes que soportamos, ignoramos o combatimos en nuestras ciudades. No es que las simbólicas nos las hayamos inventado. Como quiera que la mayor parte de los hombres vivimos ya en espacios urbanos y, de entre las 300 especies de palomas, la única que vemos es la que se ha adaptado a (y parasita) nuestras basuras (la llamada paloma bravía), todas las otras han ido a refugiarse en nuestra imaginación. Forman parte de otro tiempo y otra manera de vivir. Es como si imagináramos y recordáramos a partir de un pasado remoto -el de nuestros antepasados neolíticos- que sigue determinando, contra la concreta realidad inmediata, nuestros deseos y temores. Digamos que nuestro mundo emocional se elabora a partir de un material que ya no existe, como la luz de las estrellas, y sólo «reconoce» el contenido de estos arquetipos mentales heredados de otras épocas y otros trabajos. La «idea» de paloma -la de Noé, la del Espíritu Santo, la de Picasso- es una realidad muerta y, sin embargo, mucho más verdadera que la realidad viva, y esto hasta el punto de que las palomas reales a las que arrojamos migas de pan en las plazas de nuestras ciudades se alimentan de nuestros arquetipos, sin los cuales las veríamos tal y como son: sucias, nerviosas y voraces. Nuestro mundo mental y emocional es tan autónomo y, al mismo tiempo, tan poderoso que, por ejemplo, esos mismos habitantes de Nueva York que imaginan blancas y puras las palomas -circundados de palomas grises y cagonas- transportan también el imaginario medieval sombrío de Caperucita Roja y Blancanieves: cuando se les pregunta, por ejemplo, por sus terrores más apremiantes los neoyorquinos -nos cuenta la bióloga Barbara Ehrenreich- no citan en primer lugar los ladrones o las armas de fuego o los accidentes de tráfico, estando como están rodeados de armas y de coches, sino que aseguran temer, por encima de todo, ¡a las bestias salvajes! No hay palomas blancas ni bestias salvajes en Nueva York y, sin embargo, nuestras emociones siguen pobladas de palomas puras y bosques tenebrosos donde nos devorarán los lobos.
Pues bien, pocos días después de hablarles a mis alumnos del poder de los arquetipos y de las miserias de nuestras palomas urbanas, viajé a Mallorca y allí, en la ciudad de Palma, en un edificio de diez pisos, me levanté una mañana muy temprano y me acerqué a un gran ventanal para ver salir el sol sobre el mar. De pronto, desde el cielo borroso, me pareció ver acercarse una silueta aleteante; se aproximó volando, en efecto, y se posó con tino intencionado en el alfeizar de la ventana, al otro lado del cristal, a la altura de mi vientre. Era una paloma. No. Era La Paloma. Era una paloma plumosa, blanca, nacarada, bellísima, la paloma soñada, la paloma arquetípica que yo había declarado muerta o perdida en el pasado o, al menos, enjaulada en nuestra imaginación. La miré y me miró. No tenía ningún miedo. Al contrario. No sólo no echaba a volar ni se alejaba de mi cuerpo sino que caminaba elegante sobre el alfeizar volviendo una y otra vez la cabeza hacia mí, acercándose al cristal y picoteándolo allí donde yo colocaba mi dedo, como si quisiera advertirme contra el malentendido de un azar. Durante varios minutos estuvimos así, intercambiándonos mensajes de morse -ella con el pico y yo con el dedo- y tuve la certidumbre (como Nicanor Parra en Nueva York) de un milagro cierto, sobrio y banal. Las palomas habían mandado a la paloma blanca para reivindicar su prestigio, que yo había insultado, o quizás para demostrarme la fuerza demiúrgica de los arquetipos. Cuando remontó de nuevo el vuelo me quedé, como Nicanor en su poema Resurrección, «pensando en tantas cosas».
¿Cuál es la moraleja? Si todos pensamos en palomas blancas y puras mientras que las palomas son grises y deprimentes, ¿no deberíamos ser realistas? ¿Destruir el arquetipo? ¿Desengañar a los seres humanos que imponen al mundo ideas falsas, alimentando de paso una plaga material de ratas aladas? Pues no. Digamos, en primer lugar, que es mucho más difícil luchar contra un arquetipo mental que contra una plaga real y que, por lo tanto, debemos más bien parasitar el arquetipo, orientarlo y movilizarlo en el mundo real -incluso contra las plagas que parece él mismo engordar. Pero es que además, el arquetipo de paloma, como todos los imaginarios activos, no es un capricho de la fantasía sino que ancla su pedúnculo en un recuerdo material del que quedan -como lo demuestra el milagro mallorquín- ejemplares presentes y vivos. Finalmente, y en línea con lo anterior, hay que añadir que sin ese arquetipo, que sigue cumpliendo un papel clasificatorio en la imaginación y en la zoología, no reconoceríamos las raras palomas blancas que aún existen y se acercan a nosotros. Sin ese arquetipo, yo no habría sentido emoción en Mallorca; pero sin ese arquetipo, en un mundo realista y prosaico de palomas grises y sucias, mi paloma blanca (La Paloma Blanca) me habría parecido un monstruo o una aparición; y habría perdido así, privado del arquetipo, la realidad misma.
«Milagros» son las conexiones, raras pero posibles, entre los arquetipos y el mundo cotidiano. Hay que explotar esos milagros; hay que provocarlos. Los arquetipos viven más tiempo que las cosas, pero acaban muriendo, unas veces bajo la presión de las cosas mismas, otras por el uso que los hombres hacen de ellos o contra ellos. Pero la política -la gestión, digamos, de la historia como lucha de clases- no puede consistir en combatir los arquetipos: tiene que combatir desde ellos, pues son el medio humano por excelencia -como el agua es el de los peces. Los arquetipos no son -o no sólo- instrumentos de alienación sino también fermentos de emoción liberadora. La historia es la lucha entre las clases, pero también la lucha entre los arquetipos: la lucha «eterna», por ejemplo, entre el arquetipo de la paloma blanca y pura y el arquetipo del lobo depredador, una lucha en la que todos tenemos que tomar partido.
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