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Que yo lo que soy es poeta, coño

Fuentes: Papel-Literario

    Mi admiradísimo Manuel Vázquez Montalbán, ese genio catalán del que no tengo que dar detalles porque todos lo conocemos ya todo de él, era también miembro del PSUC (comunista y catalán, blanco de críticas multiplicadas por mil). Su razón de ser en el Partido (el «Partido Comunista», incluso su consulado catalán, eran «el […]

 

 

Mi admiradísimo Manuel Vázquez Montalbán, ese genio catalán del que no tengo que dar detalles porque todos lo conocemos ya todo de él, era también miembro del PSUC (comunista y catalán, blanco de críticas multiplicadas por mil). Su razón de ser en el Partido (el «Partido Comunista», incluso su consulado catalán, eran «el Partido» por excelencia, como lo es el PNV ahora en Euskadi; como sucedía con José Antonio o con Raphael, cuando el nombre lo llena todo, los apellidos sobran) era que no quería defraudar al militante de base, y pedía que, en su caso, le permitieran ser el que apagara la luz. Pues bien, en esas reuniones interminables a que son tan dados los comunistas de todas las épocas, le calentaban la cabeza con materialismos de distinto cuño, marxismos, leninismos de aquí y de allá y no sé cuántas dogmáticas de guardarropía más. Y cuando le calentaban demasiado los cascos y MVM ya no podía más, llegó a exclamar alguna vez «¡que lo que yo soy es poeta, coño!».

Ser poeta me parece algo muy serio. Me decía alguna vez mi buen amigo Pedro Moreno Brenes que no entendía cómo había gente que se empeñaba en aparecer como poeta a toda costa, cuando lo mejor que podía hacer era colgar los bolígrafos, como los futbolistas cuelgan las botas, y dedicarse a otras labores.

Personalmente he publicado varios libros de poesía, sin que eso sea para mí motivo suficiente para ser considerado poeta (aunque, a ratos, incluso me gusto). No todo el que ha publicado cosas en verso es poeta, con perdón. En Cuba, por ejemplo, debía vegetar un poeta en cada disidente, pues en Miami todo cubano que se precie dice ser anticastrista y poeta (los libreros del Estado de Florida debían dar a Fidel algún tipo de premio por su fomento de la poesía en este Estado). Sin embargo, hay momentos en los que sí siento que soy poeta, en los que podría hacer como MVM y exclamar al resto del mundo «¡que lo que yo soy es poeta, coño, dejadme tranquilo!». Vamos a repasar alguno de esos momentos, que tengo ganas de inflar mi ego a esta hora.

Por ejemplo, cuando estoy en mi trabajo, en la Facultad de Derecho, o en unas jornadas científico-jurídicas, entre Notarios, registradores de la propiedad, jueces, catedráticos importantísimos, subalternos y lacayos de todo tipo, etc. Ahí es innegable que soy poeta, porque desentono, me aburro demasiado y no me siento parte de la cofradía: por ejemplo, cuando el responsable de protocolo nos coloca a todos en nuestro sitio («usted al lado de Don Menganito, usted con Don Fulanito, etc.»), me entran ganas de acercarme motu proprio a Doña Zutanita, que está más buena. Cuando profundizo en la charla con alguno de estos profesionales tan formados, acabamos hablando de literatura, no de amarrar votos para futuras oposiciones o cosas así, que es lo que hace quien mira por su trabajo, como Dios manda. Debo ser poeta, por tanto: a pocos profesores conozco que se presenten a la reunión de fijación de horarios del año que viene con guiones de Fellini debajo del brazo. Sobre todo si en ese departamento explican contratos, testamentos y cosas así. Ese loco que soy será que es poeta. O chiflado, pero prefiero creer lo primero.

También me siento poeta cuando meto la pata, que es con frecuencia. Soy poco práctico, no estoy hecho para labrarme un hueco en la vida acercándome a uno y a otro para lograr un hueco aquí o allí, las cosas como son. Debo ser poeta también por esto. Cela dijo alguna vez de Dionisio Ridruejo que era un hombre que no había hecho otra cosa en su vida que equivocarse. A veces me planteo si no me pasará algo así a mí también. Como al poeta Ridruejo.

También soy poeta cuando, cada vez que voy a Madrid, corro para ver amanecer en el Viaducto. A pesar de las cristaleras, sigue siendo bellísimo.

Posiblemente, uno de los momentos en que más poeta me siento es cuando entro en una oficina bancaria. Estar entre gente tan seria que, desde detrás de sus corbatas de colores, habla de fondos de inversión, cheques, ingresos en cuenta, tarjetas de crédito, de débito y de no sé qué más, comisiones y demás ordinarieces económicas, provoca que yo me escape hacia las nubes inmediatamente. El futuro no existe y el pasado no es, así que no me liéis. Por otra parte, tampoco es inocente estar en las nubes, pues, como diría Sender, ahí es donde se gestan las tormentas.

En Roma también me sentí poeta muchas veces. Delante del domicilio de Pasolini, en Piazza di San Pietro, en el ghetto, delante del Colosseo, junto a la tumba de Moravia o de Gramsci, en el mercadillo del Porta Portese, qué se yo. Escribí un librito, «Poemas romanos» que me encanta cada vez que lo leo. Evidentemente, es inédito, pero me faltan fuerzas para mendigar una editorial que me haga el inmenso favor de publicarlo, así que en el disco duro de mi alma se queda. Y que se vayan todos a soplar nardos, ahora no tengo ganas de pedir limosna (escribir no sigue siendo llorar, pero intentar publicar sí es mendigar). A lo mejor algún día me da por ahí y, si los dioses de las editoriales quieren, se publica y todo, no lo sé. Merecería la pena, pienso honestamente. Y si no se publica no pasa nada, más se perdió en Cuba y volvieron cantando y con traje de rayas, qué leches.

También me siento poeta cuando los columnistas de otros Diarios de Málaga me ignoran, desprecian o me dedican miradas atravesadas (recuérdese que yo pertenezco a la cuadra que apagó la luz del Diario Málaga). Nadie suele torcer el gesto ante otra persona que no es de su gremio, la vida es así. Será, por tanto, que me consideran del sector. Por eso, cada vez que uno me mira y vuelve la cara con desprecio, algo que cada vez me sucede con más frecuencia, me reafirma. ¡No le debo nada a los grandes diarios locales de Málaga: su desprecio es mi tesoro!

En fin, no sé si les convencí o no, pero ya he dicho que yo no soy un sabio de la literatura, ni pretendo serlo. ¡Que lo que yo soy es poeta, coño!