Tres décadas atrás nacía una nueva forma de hacer terror que desafiaba a las películas slasher que se habían impuesto en los 80. También emergía una nueva forma de narrar, donde el único exceso permitido estaba en el plano censura, en lo que no se ve pero imaginamos, en el terror que Hannibal es capaz de susurrarnos al oído.
La oscuridad avanza, pero no a fuerza de efectos especiales y escenas repletas de jump scares, sino todo lo contrario; el terror que nos ofrece Jonathan Demm infecta lentamente toda la narrativa alojándose en lo que imaginamos y no vemos. Esa elección la hizo ganar la contienda con la temporalidad, una carga que, en muchos casos, amenazó al género. Un recurso que unos años después, usaría David Fincher en Seven.
A diferencia de otras franquicias, el corazón de El silencio de los inocentes está en ese quid pro quo entre Starling y Lecter, apenas tres encuentros que son suficiente para sumergirnos en la búsqueda del asesino en serie Buffalo Bill, pero sobre todo, en la relación que se gesta entre ambos.
Hannibal Lecter no es un villano más, su corporalidad tiene más peso que sus crímenes o, por lo menos, ese efecto tiene la interpretación de Anthony Hopkins en nosotros, los espectadores. Tampoco Clarice es una heroína convencional, inmersa en un ambiente profundamente masculino, Jodie Foster hace crecer a su personaje desprovista de los clichés del cine slasher o el de acción.
Hay un escalofrío, una suerte de tensión que nos recorre el cuerpo. Una incomodidad que reconocemos en el semblante de Starling en su primer encuentro con el Dr. Lecter y que se repite en el depósito de Baltimore, cuando Clarice encuentra la cabeza de Benjamin Raspel —un ex paciente de Hannibal— en un frasco; vuelve a suceder en la autopsia al cuerpo de una de las víctimas de Buffalo Bill. Y aunque hay momentos escenificados para acalambrarnos el pecho, ese escalofrío que se nos aloja en el cuerpo a los pocos minutos de empezar la película sólo se intensifica y crece.
Ese germen que sembró El silencio de los inocentes, impulsó la supervivencia del personaje de Hannibal Lecter, haciéndolo volver a la pantalla en el año 2001, 2002 y 2007, y a la pantalla chica entre el 2013 y 2015, en una suerte de adaptación de la novela Dragón Rojo, escrita por Thomas Harris. Hannibal nació con Anthony Hopkins, aunque desembarcó unos años antes en la pantalla grande de la mano de Brian Cox en la película Manhunter. Pero el mal que percibimos en la mirada de Lecter tiene su origen en una conjugación de elementos que nacieron en la película de 1991 y sobrevivieron al tiempo. Una atmósfera que ninguna de sus sucesoras logró replicar, por lo menos no de la misma manera.
Hannibal y Starling son el peso argumental y la columna narrativa, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo sobre el que se despliega la búsqueda de otro asesino. Es en ellos donde descansa el miedo, es en lo que Jonathan Demm omite deliberadamente donde nos encontramos con el verdadero terror.