El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana. Frei Betto Desde hace unos cuantos años ya pasó a ser común el […]
El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana.
Frei Betto
Desde hace unos cuantos años ya pasó a ser común el prejuicio por el que consideramos de excelente calidad todo lo que sea iniciativa privada, mientras que vemos como malo, corrupto e ineficiente todo lo que sea público. Por supuesto que, como todo prejuicio, exagera determinadas características, generalizando indebidamente sin ningún criterio crítico. Lo cierto es que, una vez puestos a circular, esos prejuicios son muy difíciles, cuando no imposibles, de contrarrestar. No cabe ninguna duda entonces que, hoy por hoy, a nivel global hablar de lo público pasó a ser sinónimo de ineficiencia y corrupción.
Ahora bien: ¿de dónde sale ese mito? Definitivamente va de la mano del triunfo omnímodo del capital transnacional que tiene lugar en estas últimas décadas, tras la caída del muro de Berlín y la extinción del campo socialista soviético. Allí se entroniza el mito de la eficiencia de la empresa privada: la globalización de la que comienza a hablarse es la del capital triunfador sin enemigos que le hagan sombra. Más allá que sea eficiente para ganar dinero y no otra cosa, el mito que se ha entronizado y repetido hasta el hartazgo es que lo privado trabaja mejor que la iniciativa pública, no desperdicia, no derrocha, busca la calidad fundamentalmente eliminando el burocratismo y la pérdida de tiempo, es hiper productivo. Es, para decirlo con términos a la moda: «competitivo». En definitiva: es un ganador exitoso sobre el perdedor decadente que representa lo estatal.
Sin dudas eso es mito, relato novelado, porque en lo que sí es eficiente sin ninguna duda es en lo primero: en ganar dinero. Lo demás: no cuenta. Si para obtener ganancias tiene que explotar el trabajo de miles y miles de trabajadores o destruir la naturaleza, ello es apenas una consecuencia colateral. Desde la lógica del lucro, eso no se ve como pérdida. La obtención de ganancias lo justifica todo. Luego se encargará la mentira mediática de arreglar las cosas. ¿Pero quién podría tomar en serio la eficiencia de la empresa privada cuando ella tiene como premisa la catástrofe medioambiental en curso? ¿Por qué seguir repitiendo tamaña estupidez?
Sin dudas que lo estatal, lo público, puede ser ineficiente, pesado y burocrático; ejemplos al respecto sobran, por supuesto. Un análisis sopesado, crítico y veraz del fenómeno nos muestra que todavía estamos muy lejos del mundo de «productores libres asociados» que soñaron los fundadores de socialismo hace 150 años; en todo caso, la mediocridad dominante en la cotidianeidad del campo de lo público nos pone más cerca aún de la pesadilla kafkiana que describía el autor checoslovaco a principios del siglo XX en algunas de sus célebres novelas que de un mecanismo ágil, dinámico y eficiente. La visión estereotipada del empleado público como haragán, siempre listo para el soborno, poco creativo y conservador, lamentablemente en muy buena medida es una realidad. Si en la pantalla de la computadora el nombre de la persona de carne y hueso que consulta aparece como «muerto», lo más probable es que el empleado tras la ventanilla le insista al vivo que reclama que «usted está muerto»…, y lo manda a hacer fila en otra ventanilla.
¿Quién en Latinoamérica no ha sufrido en carne propia este tipo de cosas, estos abusos y mediocridades? El clima kafkiano no es una pura ensoñación literaria: es una cruda realidad de cualquier oficina pública. Pero con objetividad hay que decir que entre los dos modelos, lo público al menos tiene la intención de beneficiar al colectivo; la empresa privada sólo beneficia a sus dueños, lo cual ya marca un límite insalvable. Aquello de que «usted no es un cliente, ¡es un amigo!» no puede pasar de burda manipulación mercadológica; en el momento en que el tal «amigo» no paga, inmediatamente deja de ser amistoso y pasa a ser deudor. Y si es necesario embargarlo, se lo hace sin miramientos. En la lógica mercantil no hay amigos ni solidaridad: hay fríos intereses. ¡Y punto!, más allá de las banalidades publicitarias. El Estado, aunque deficientemente, intenta al menos ser un regulador social para la totalidad de la población.
Ahora bien: el Estado de bienestar keynesiano que dominó buena parte del siglo pasado ha salido de escena, siendo reemplazado por esta idea omnímoda de la liberalización absoluta del comercio y la entronización del individualismo triunfal. De esa cuenta, la libre empresa se presenta como figura principal, victoriosa, desplazando en el imaginario colectivo al Estado, quien va quedando reducido al papel de parásito bobalicón, torpe e ineficaz.
Pero ahí es donde se descubre la mentira en juego: la receta neoliberal nos ha tratado de convencer -lográndolo en muchos casos- de la inservibilidad de ese Estado, aunque la libre empresa siga necesitando imperiosamente de él. Ante la reciente crisis financiera que sacudió la economía mundial, en los Estados Unidos fue el Estado quien salió a asistir a las grandes empresas en bancarrota, como la General Motors o a los bancos arruinados. ¿Ahí sí fue eficiente el Estado? ¿Dónde quedó entonces toda la prédica antiestatista?
Pero si en algo puede verse la incongruencia, o más bien la hipocresía del doble discurso dominante del capitalismo, es en el campo de la seguridad («seguridad»: eufemismo por decir: mantenimiento seguro de la propiedad privada de los grandes propietarios, valga aclarar. Porque de la seguridad de las grandes mayorías… ni hablar). Es allí, en el campo de esa sacrosanta «seguridad» donde el Estado sí juega un papel predominante. Lo juega a través de sus distintos cuerpos armados: ejército, aeronáutica militar, marina de guerra, policía, guardia de fronteras, etc. Aunque la seguridad vaya experimentando también a pasos agigantados el fenómeno de la privatización (agencias privadas de seguridad -el rubro que más creció en América Latina en estos últimos 10 años-, «contratistas» dentro de las Fuerzas Armadas como vemos en Estados Unidos), es el Estado quien lleva la voz cantante en la materia. ¿Podría decirse que en esto es ineficiente?
Cuando se trata de defender aquello para lo que están concebidos, los cuerpos armados de cualquier país no se equivocan, no son ineficientes, corruptos ni burocráticos. Lo cual demuestra -patéticamente, claro- que cuando el Estado tiene que funcionar, lo hace a las mil maravillas. Quizá no hay nada más elocuente del papel real del Estado que lo que ponen en juego los cuerpos armados: son la violencia de clase organizada, el aparato de defensa de los grandes propietarios.
Valga como muestra lo sucedido recientemente en Latinoamérica en décadas pasadas: cuando la protesta y la movilización populares crecieron dando paso incluso a expresiones de insurgencia armada, los distintos países sufrieron las peores guerras internas de su relativamente corta historia como naciones modernas. Los Estados, en representación y explícita defensa de las clases privilegiadas, reaccionaron brutalmente, y el continente entero se vio conmovido por feroces conflictos contrainsurgentes. El mensaje fue claro: ¡que nadie ose tocar lo que no se debe tocar! El mensaje fue tan brutal que se sigue perpetuando aún por varias generaciones. Si bien la guerra es siempre la negación misma del hecho civilizatorio, de la normal convivencia apegada a normas sociales, la forma de guerra contrainsurgente que adquirió en estas últimas décadas -Latinoamérica es la más monstruosa expresión de ello- presentó características peculiares, inéditas; si algo define estas estrategias de los Estados en su combate a las protestas de clase es su total y más absoluta deshumanización.
Entiéndase bien: las guerras nunca son «amorosas» precisamente; pero lo que vamos viendo en estos últimos años, no como circunstancia azarosa sino como doctrina militar fríamente concebida, académicamente pensada y de la que los Estados son el garante absoluto, es una guerra que ya no distingue entre enemigo y población no combatiente, una guerra que echa mano de los recursos más arteros que anteriores instrumentos jurídicos internacionales (las Convenciones de Ginebra, por ejemplo) prohibían. Guerras, en definitivamente, que se fundamentan en ser «tramposas», tortuosas, engañosas. Guerras «sucias», básicamente.
Uno de sus principales ideólogos, el francés Roger Trinquier, a partir de la experiencia de la tristemente célebre guerra colonialista de Argelia que libró su país contra la nación africana y quien luego fuera retomado por la doctrina militar estadounidense transformando su enseñanza en la obligada escuela de toda la oficialidad latinoamericana en estas últimas décadas, enunció las tesis de la guerra moderna, o guerra sucia, amparada siempre en la impunidad de Estados contrainsurgentes, y estructurada sobre los siguientes ejes:
1. La clandestinidad: La represión se basa en el ocultamiento de los centros de detención, desaparición de personas y eliminación de los cuerpos. Uso de personal militar [y paramilitar] vestido de civil, formado en comandos y recorriendo de noche los centros urbanos en busca de víctimas o sospechosos.
2. La moralidad estrecha: La construcción de un «enemigo interno» bajo un marco moral tan rígido y reducido que posibilita la persecución de cualquier acto calificado como desviación o crítica política, y en consecuencia, cualquier desviación debe ser perseguida y eliminada.
3. La presión psicológica: Concepción por la cual la guerra se hace en todos los ámbitos de la vida social. Los espacios de la vida cotidiana pueden ser invadidos a través de una guerra psicológica que se transforma en una herramienta privilegiada. Se practica para «ganar los corazones y las mentes de quienes están siendo violentados». Se desata una «guerra preventiva» que pretende influir sobre la «conciencia social». Los medios de comunicación, en esa lógica, cobran una importancia decisiva.
4. La ilegalidad: Aunque no enunciado explícitamente, el modelo expone que «cuando el poder político está en peligro, los militares son los únicos que disponen de medios suficientes para establecer el orden y, en una situación de emergencia, la ley es un obstáculo».
Es decir que los Estados, cuando se desenmascaran y tienen que cumplir su verdadero papel -defender a las clases dominantes- no son ineficientes en modo alguno. También lo podemos ver con el accionar de las policías o con los servicios de inteligencia: el control que ejercen sobre las poblaciones es perfecto, absoluto, totalmente funcional a su cometido institucional.
Dicho en otros términos finalmente: cuando hay voluntad de hacer las cosas, se hacen. Si la empleada pública, que indolente ante la fila de ciudadanos no deja de limarse las uñas y trabaja a media máquina, es forzada/estimulada/conducida a hacer eficientemente su tarea, sin dudas la puede hacer (la NASA es una empresa pública, y nadie pondría en discusión que funciona bien). Si hay una generalizada cultura de desidia, apatía y falta de compromiso en la esfera estatal, ello no es natural, producto irremediable de las acciones públicas; responde a un proyecto político. Nadie dijo que sea fácil cambiarlo, pero tampoco es imposible. La prueba más contundente son los cuerpos armados. Cuando el Estado tiene que funcionar, funciona, más allá que la implacable publicidad que padecemos desde hace años nos haya convencido que es irremediablemente un elefante en un bazar. En Latinoamérica, donde desgraciadamente se sabe mucho de golpes de Estado, dictaduras militares y climas de terror, ¿quién podría decir que las policías o los ejércitos no hacen bien su trabajo?
Esto nos lleva entonces a una nueva pregunta: si el Estado sí puede funcionar eficientemente, ¿qué hace que el policía o el militar cumplan a cabalidad su cometido institucional y esa empleada que poníamos como ejemplo -podría ser cualquier funcionario público en infinidad de circunstancias, por supuesto- no salga de su modorra y siga limándose las uñas impasible ante la fila de molestos usuarios? Desde una lectura liberal a ultranza podríamos decir que eso no sucede en la empresa privada por la sencilla razón que «el ojo del amo engorda el ganado». En el ámbito de la iniciativa que busca el lucro no se puede permitir que algo «deje de dar ganancias».
Hasta allí, todo encajaría con el mayor rigor lógico. Pero ¿qué hace que un torturador funcione bien, que los órganos de seguridad y vigilancia de la población controlen tan bien a las mayorías, que los ejércitos latinoamericanos estén siempre listos y operativos para los golpes de Estado, y no suceda lo mismo en otras dependencias públicas, siempre lentas, parsimoniosas, apáticas? ¿Dónde está la diferencia entre uno y otro agente público? Si ahondamos en los análisis, también se descubrirán ineficiencias, actos corruptos y mediocridades varias en los cuerpos de seguridad (distintos niveles de soborno, las «mordidas» y ese tipo de delincuencia «normalizada» son el pan nuestro de cada día en los países latinoamericanos cuando se trata de uniformados). ¿Por qué podemos decir entonces que son eficientes? Descartado el mito que la empresa privada es siempre eficiente y a prueba de errores (es eficiente para explotar la fuerza de trabajo, y los servicios que presta también pueden ser deplorables, no olvidarlo -ahí están las empresas telefónicas para recordárnoslo, por ejemplo-) insiste el interrogante: ¿qué hace que el policía o el militar sea implacable a la hora de controlar a las poblaciones? Se trata del mandato en juego. Es ahí, en su función de control, de panóptico, de vigía del statu quo, cuando se descubre lo que es verdaderamente el Estado. Para proveer servicios puede ser más o menos eficiente: en los países escandinavos, con presupuestos abultados, brinda respuestas más eficientes que en Latinoamérica; en nuestros países, su papel es más bien patético. Pero cuando se trata de defender el estado de cosas desde el mandato que imponen los grupos dominantes, ahí es donde se descubre su verdadera naturaleza. En eso no falla en ninguna latitud. Y aunque sus agentes sean igualmente corruptos y mediocres (¿acaso todos los policías serán incorruptibles defensores de la ley como nos muestran las banales películas de Hollywood?, o ¿todos los militares serán Rambos preparados para cualquier misión, a prueba de errores y sin flaquezas a la vista?), aunque los actores de carne y hueso en muchos casos no se diferencien del empleado público de cualquier ventanilla que nos desespera por su lentitud e ineficiencia, a la hora de cumplir con su misión institucional última no falla. Esa misión es, en definitiva, proteger la propiedad privada.
Lo cual muestra que nuestra sociedad planetaria está regida aún por esta categoría con una fuerza que nos sobredetermina implacablemente, que funda nuestras más profundas maneras de entender y relacionarnos con el mundo, que marca nuestra historia de un modo lapidario. De lo que se trata, entonces, es de emprenderla contra ese freno, contra esa barrera. El enemigo del pueblo no es directamente el uniformado que lo reprime: es aquello que él, sin saberlo, está defendiendo: la propiedad privada.
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