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¿Quién escuchará la voz del pueblo?

Fuentes: Punto Final

El movimiento estudiantil ha mutado en una corriente ciudadana que no se agota en su crecimiento. En medio de su expansión, desarrolla nuevas fuerzas, suma causas y demandas, y reflexiona sobre sí misma. El domingo 21 de agosto cerca de medio millón de personas colapsó el Parque O’Higgins en una jornada por la educación pública; […]

El movimiento estudiantil ha mutado en una corriente ciudadana que no se agota en su crecimiento. En medio de su expansión, desarrolla nuevas fuerzas, suma causas y demandas, y reflexiona sobre sí misma. El domingo 21 de agosto cerca de medio millón de personas colapsó el Parque O’Higgins en una jornada por la educación pública; y el jueves 25 de agosto, una marcha de unas 400 mil personas se desplazó por el centro de Santiago. Junto a las consignas acotadas desde mayo pasado al fin del lucro en la educación, a su calidad y gratuidad, nuevos discursos han comenzado a circular, impulsados por decenas de organizaciones sociales que representan múltiples demandas de la sociedad civil.

Dentro de la aparente hinchazón de nuevas demandas, que pueden abarcar desde la renacionalización de los recursos naturales, una reforma tributaria, cambios al sistema privado de pensiones, y, por cierto, una educación pública de calidad y gratuita, entre otras, hay un hilo que organiza todas estas aparentemente dispersas demandas en una: el necesario cambio a la actual institucionalidad neoliberal, cristalizada en una Constitución que consagra el devenir económico a los intereses del sector privado y el político, a un modelo binominal escasamente representativo.

Podemos afirmar que esa semana de agosto ha sellado un nuevo avance en el desarrollo de este movimiento. La conferencia de prensa conjunta del jueves 25 de los dirigentes estudiantiles, sindicales y representantes de organizaciones de la sociedad civil, marcó una nueva forma de hacer política, cuyas principales características están en la fuerza de las bases presentes en las calles y en la pluralidad y heterogeneidad de sus representantes. Pero la gran transformación está en el mismo discurso, que trasciende y pone como piedra de tope a la institucionalidad vigente. Por primera vez en más de veinte años se eleva y extiende un relato crítico que cuestiona el modelo político económico instalado durante la dictadura y vigente hasta estos días. La CUT ha levantado unas pocas demandas. Pero el cumplimiento de ellas significaría el desmantelamiento del modelo de libre mercado. Aun cuando éstas no apuntan, ni mucho menos, a la instalación de un modelo socialista, su simple mención requeriría una transformación radical de las actuales estructuras.

La ciudadanía organizada ha comprendido que la única salida a sus demandas pasa por el cambio de la institucionalidad. Porque la consigna que exige el fin al lucro en la educación requiere, necesariamente, una modificación de las bases, de la esencia, del actual modelo. Si consideramos que el actual sistema educacional está estructurado en torno al mercado, que lo convierte precisamente en un mercado, sólo un cambio estructural desde sus mismos fundamentos y concepción lograría satisfacer las demandas de educación pública de calidad y gratuita.

Trabajadores en las calles

El malestar ciudadano no está acotado a cambios al sistema de educación, aunque sí son compartidos por los millones de padres y apoderados tensionados por el modelo de mercado. Los otros múltiples reclamos que levantan las decenas de organizaciones sociales han sido canalizados, aun cuando los trascienden, en los cinco o seis ejes que ha esbozado la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), los que apuntan al mismo nudo que contiene el actual modelo de educación. Porque el lucro, que es el fin último del modelo de mercado, cruza todas las actividades sociales y humanas. Cuando los trabajadores exigen el fin del sistema privado de pensiones, un nuevo Código del Trabajo o una salud pública de calidad, apuntan al corazón mismo del modelo que desde hace treinta años se instaló y posteriormente consolidó como sistema para beneficiar a las grandes corporaciones. Aquel pacto entre las elites políticas y empresariales tenía como condición el desmantelamiento del Estado, tanto como ente productivo y a la vez como prestador de servicios. El proceso privatizador, que traspasó al sector privado todas las funciones públicas que respondían a necesidades básicas de la población, convirtió aquellos derechos adquiridos en servicios, en bienes de consumo. Cuando Sebastián Piñera dijo que la educación era «un bien de consumo», simplemente develó una creencia profundamente arraigada en el pensamiento neoliberal.

Las dos jornadas de protesta han servido de prueba y posterior reflexión para los movimientos sociales. La paralización parcial de las actividades laborales el miércoles 24 se estrelló con problemas endémicos de la organización sindical, desde la baja tasa de sindicalización, la poca capacidad de convocatoria que tiene la actual desgastada y polémica dirigencia de la CUT, así como su vinculación con la Concertación, pero también el temor de los trabajadores a perder sus empleos. Las amenazas levantadas por el gobierno a través de los jefes de servicio público, así como la informalidad y precariedad laboral en el sector privado, dieron cuenta de ese fenómeno.

La fuerza del movimiento ciudadano continúa en manos de las organizaciones y bases estudiantiles. Pero en estos tres meses de convulsiones se han sumado con una velocidad y fuerza inédita todo tipo de asociaciones, desde las medioambientales, de género, vecinales y políticas, las que surgen tanto en los barrios pobres como en los de clase media. Todas ellas en un proceso de creación de orgánicas y de profunda reflexión política. En todas ellas se comparte con especial intensidad el cambio a la actual institucionalidad.

El legado de la Concertación

Al observar los reclamos levantados por la CUT y las organizaciones sociales -todos o cualquiera de ellos tal vez objeto de reformas más o menos profundas en un modelo capitalista-, en Chile serían objeto de un cambio radical, de una revolución. Porque todo el patrón económico no sólo está atado a la misma Constitución neoliberal, sino la institucionalidad edificada durante los últimos veinte años se ha modelado según las necesidades de las grandes corporaciones. Los múltiples tratados comerciales o de inversión extranjera se suscribieron para amparar en esta tierra las operaciones de las grandes corporaciones. Un cambio al sistema de fondos de pensiones y de Isapres, muchas en manos de consorcios extranjeros, traería sin duda una reacción de grandes proporciones.

El caso de la educación es sólo uno más entre muchos, aun cuando muy emblemático. Hacia finales de diciembre pasado, en pleno proceso de postulación a las universidades, el Servicio de Información de la Educación Superior del Mineduc (SIES), publicó que las 58 casas de estudio que entregaron sus datos obtuvieron ingresos, en 2009, por más de cinco mil millones de dólares. Una cifra impresionante y, como sucede en otros mercados, también muy concentrada: las cuatro primeras universidades del ranking de ventas controlan el 40 por ciento del mercado. Los estudiantes hoy luchan contra poderes de estas magnitudes.

Durante los años de la Concertación, los sucesivos gobiernos, en medio de la fiebre de la globalización comercial impulsada por los organismos financieros internacionales y la Organización Mundial de Comercio, firmaron unos cincuenta tratados comerciales y de inversiones, entre los que destacaron los TLC con Estados Unidos, la Unión Europea y China. Prácticamente toda la política exterior de esos gobiernos se apoyó en la apertura comercial y la desregulación de los mercados, cuyos efectos son, precisamente, los motivos del malestar e indignación ciudadana.

Tras unas tres décadas de crecimiento de este modelo, es posible afirmar que Chile es uno de los países del mundo más desregulados y más abiertos comercialmente, lo que significa también que es una nación que ha entregado toda su institucionalidad a los intereses de las grandes corporaciones. Es por ello que durante décadas fue el «modelo» para Latinoamérica y el mundo, un artificio publicitario que sólo tuvo cámaras para las grandes corporaciones y sus espurias estadísticas. Cuando la realidad se impone sobre la publicidad, las tasas de crecimiento económico, las ganancias corporativas o las mismas estadísticas de empleo (precario) sólo refuerzan el proceso de concentración de la riqueza y de aumento de la desigualdad.

Chile se ha construido sobre la base de la conveniencia de los grandes inversionistas y del esfuerzo y expoliación de sus ciudadanos. Esta figura, durante décadas disimulada por los aparatos comunicacionales de los gobiernos, los medios y la publicidad, hoy surge y se exhibe en toda su impudicia. La obscenidad de las estadísticas de la desigualdad ha copado las redes sociales y el habla cotidiana.

Una derecha cristalizada

Como un extraño recodo de la historia, es la misma derecha que instaló el modelo la que hoy se estrella con sus consecuencias. Pero ya parece tarde para desmantelar un monstruo cuyas garras se hunden a través de todo el tejido social. La derecha, que ha regresado al poder ejecutivo tras veinte años en el cogobierno binominal, que volvió para exprimir los espacios aún olvidados por el mercado, ha comenzado a constatar que ya no quedaba ni mercado ni consumidores.

La respuesta que entregó el gobierno a las exigencias estudiantiles es una muestra clara de la estrechez de movimiento que tiene. Aumento de becas, rebaja de tasas de interés y condonación a deudores morosos simplemente apuntan a morigerar algunos de los múltiples efectos nocivos que una educación basada en el mercado y el lucro provocan en sus consumidores. El gobierno, relacionado hasta sus más profundas raíces con el gran empresariado, no puede y no quiere alterar la concepción mercantil de la economía, porque sería atentar contra sus propios intereses, contra el motivo de estar en el gobierno. La derecha y el conservadurismo están en la política para cuidar sus privilegios.

La historia no sólo parece tener curvas, también pliegues y arrugas de difícil extensión. La derecha llega al gobierno con una sola idea: más mercado, lo que la paraliza ante cualquier otro guión. El gobierno de Piñera, lleno de intereses empresariales, no sólo no puede acceder a las demandas de la calle por sus evidentes conflictos de interés, sino también por el peso insoportable de la institucionalidad económica.

El clamor ciudadano trasciende sus propias demandas. Porque sus requerimientos, por reformistas que parezcan, son, ante la cristalizada institucionalidad neoliberal, revolucionarios. No porque aspiren a un sistema socialista, sino porque pasan, necesariamente, por la ruptura institucional. Las gruesas capas que han solidificado la Constitución de Pinochet, desde el reforzamiento de Ricardo Lagos hasta los múltiples acuerdos comerciales y legislativos, convierten a este cuerpo neoliberal en un nudo gordiano a prueba de los más valientes.

Gobierno sin rumbo

El gobierno de Piñera, en este brete, no tiene ni tendrá una respuesta que logre satisfacer las demandas estudiantiles y ciudadanas. No desmantelará la concepción de mercado en la educación, como tampoco lo hará en el sistema de salud o previsional, ni tocará las grandes líneas de la ley laboral. No lo hará al menos por dos grandes motivos: Piñera está en La Moneda para cautelar los intereses de la derecha económica, aquella misma que hace 38 años empujó a los militares a dar el sangriento golpe de Estado. El otro motivo tiene relación con la institucionalidad levantada por la dictadura hace treinta años, sobre la cual se han erigido enormes fortunas. Este poder, que se expresa a través de los partidos de la Coalición por el Cambio, en las figuras del mismo gobierno y por los medios de comunicación corporativos, hará cualquier cosa para mantener el statu quo.

Hay también otro factor, que deriva de la misma figura del presidente. Es un inversionista, un especulador, pero no es un estadista. Su programa inicial, aquel gobierno de excelencia, tuvo en la mira una simple gestión de la institucionalidad neoliberal instalada hace treinta años y conducida durante veinte por la Concertación. Piñera es incapaz de traspasar o alterar esa condición de administrador.

Tal vez lo único que puede hacer hoy es administrar la crisis. Pero es una opción muy riesgosa, que ya da graves muestras de error. En pocas semanas, ante la explosión ciudadana, la policía ha dado señales de una extrema violencia, con millares de detenidos, centenares de heridos, allanamientos y un adolescente asesinado. Y en esta misma dirección, la televisión pública, seguida muy de cerca por los medios empresariales, junto con criminalizar al movimiento ciudadano, ha comenzado a despertar a los peores fantasmas de la historia reciente. De continuar este proceso, los grandes perjudicados serán los ciudadanos y, por cierto, el gobierno, ya bastante castigado incluso por sus mismos electores.

La prensa de derecha insiste en la capacidad de la oposición para desarmar el movimiento ciudadano. Pero no sabe, o no quiere saber, que las organizaciones sociales están desde hace mucho tiempo alejadas de la Concertación, relación que se ha traspasado a la ciudadanía. No sólo en 2009 el electorado no votó por la Concertación, sino que hoy las encuestas le entregan aún menos apoyo que al gobierno. Tal vez la única salida que tiene la oposición es canalizar las demandas ciudadanas, que la llevarían por el necesario desmantelamiento institucional, a un quiebre. Ante el nuevo escenario político expresado en las calles no le queda otra opción que reestructurar su misma concepción de la política. Esto significa abrirse y acoger la voz del pueblo.

Publicado en «Punto Final», edición Nº 741, 2 de septiembre, 2011

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