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¿Quién financia la política?

Fuentes: Editorial La República

La política ocupa un lugar preponderante en la vida de las sociedades y conviene preguntarse sobre las fuentes de financiamiento de las que se nutre y los criterios y mecanismos de distribución de los recursos de los que se vale. He tenido ocasión de discutir en este espacio una de las variables económicas asociadas a […]

La política ocupa un lugar preponderante en la vida de las sociedades y conviene preguntarse sobre las fuentes de financiamiento de las que se nutre y los criterios y mecanismos de distribución de los recursos de los que se vale. He tenido ocasión de discutir en este espacio una de las variables económicas asociadas a la política como es el salario de los políticos, proponiendo un instituto al que denominé de «desprofesionalización». Sin embargo, aún en la ceñida variable salarial, que por su naturaleza tiene un carácter público, tanto en su magnitud cuanto en su desagregación y su fuente, perviven en nuestros países opacidades que complementan un clima neblinoso de descontrol ciudadano. En todos ellos, aunque sólo ejemplificaré con algunos cercanos.

En Argentina, el vicegobernador oficialista de la provincia de Chubut, Mac Karthy, reconoció este mes en el diario Clarín que cobra $ 17.000 (algo más de U$S 1.500) en negro por los denominados «gastos de bloque» en virtud de ser presidente de la Legislatura, pese a pertenecer (y cobrar el sueldo) por el Poder Ejecutivo provincial. Sólo le faltaría cobrar por el poder judicial para recibir ingresos de los tres poderes del Estado. Lo justificó diciendo que dicho estipendio «se paga desde 1988, lo cobraron todos los vicegobernadores a partir de una resolución». Tal vez sea un neohegeliano mecanicista que identifica rápidamente realidad con racionalidad. Pero peor aún es que los denominados «gastos de bloque» -según sostiene el diario- los cobran los 27 diputados de una manera poco ortodoxa: los presidentes de bloque reciben un sobre con el dinero en efectivo y después lo van repartiendo entre los demás legisladores (que cobran una dieta superior a los U$S 5.000, algo exorbitante para los salarios del país) sin registro por parte de los organismos impositivos ni previsionales. Es decir, los gastos de bloque no necesitan rendición alguna. Los diputados los cobran y los utilizan para «hacer política», según sus propias definiciones. No deben presentar ningún comprobante. Sí lo hacen cuando viajan por su función y en ese caso la Legislatura les reintegra todos los gastos. El cobro de los gastos de bloque por parte del vicegobernador se conoció a través de ex diputados que reclaman su incorporación al sueldo para ser beneficiados en su jubilación. Precisamente, tuve también ocasión de referirme a las jubilaciones de los políticos en tanto tales, una apasionada preocupación recurrente de los salientes en todas las funciones del Estado, que ratifica la naturalizada concepción según la cual el de político sería un oficio que debe ser remunerado como todo el resto a través de las formas de intervención -y regulación- en la lucha de clases, aunque claramente no lo sea.

En Uruguay no se llega a tales extremos, pero no deja de ser llamativo que, a diferencia de los diputados nacionales y los senadores, los legisladores departamentales y citadinos (los ediles y concejales) deban ejercer honorariamente su función por el artículo 295 de la constitución. Supone una enorme inequidad respecto a los legisladores a nivel nacional. Pero además, de manera desigual en cada uno de los 19 departamentos, los ediles cobran «reintegros de gastos» como relativo disfraz de un «salario». El sistema retributivo en su conjunto es absolutamente oscuro y perverso, y también muy sintomático que la izquierda lo acompañe silenciosa y naturalizadamente. Por un lado, se dispensan sueldos de privilegio a una porción de los políticos, a los que luego desde la izquierda se insta a ceder en alguna proporción para el financiamiento de las iniciativas de su sector. Y por otro se instituye el carácter honorario de la gran mayoría de -otros- legisladores, pero buscando que «cobren» por vías indirectas. Me consta inclusive el caso de una edil frenteamplista del departamento de Florida (tal vez haya otros) que, aún siendo docente jubilada, rechaza estos ingresos en nombre de la ética y el respeto a las normas vigentes, con el consiguiente perjuicio personal al que se suma que sus pares vean con molestia sus gestos diferenciales.

A pesar de situarme en las antípodas de la concepción weberiana del político, particularmente en lo que a su vinculación con la economía respecta, comparto las conclusiones a las que lo llevó su desencanto con la política de su época, a la que reducía a una democracia caudillista con una enorme e inhumana maquinaria burocrática o a la dominación de políticos profesionales «sin vocación ni cualidades de paladín». De aquellas tres cualidades esenciales que concebía del político, «pasión, responsabilidad y mesura», sólo parece quedar la primera, al menos en lo referido a los ingresos. También la pasión por aquello que Weber concibió como enemigo de toda causa: la vanidad.

Pero aunque la salarial es la menos oscura de las fuentes de financiamiento de la política, también existen otras relevantes. Recientemente en Uruguay se suscitó un intercambio público entre el vicepresidente de la República, Astori, y el diputado Lima, del departamento de Salto. El primero lo acusó de abandonar un acuerdo electoral con su sector interno dentro del FA, sustituyéndolo por otro con un grupo alternativo, liderado por Sendic, «a cambio de dinero». Lejos estoy de poder confirmar la veracidad o falsedad de la acusación, pero cualquiera sea la respuesta, la resultante debería ser la escandalización ciudadana, particularmente en un país con tradiciones más bien acotadas en materia de corrupción. Efectivamente, como sostiene Astori, «no se puede hacer política de esta manera. Esto le hace un daño enorme a la izquierda y al país». Pero el daño es tal tanto si fuera cierto, cuanto si es simplemente factible, cosa de lo que no podría dudarse. El daño está desde mucho antes de la acusación porque lo dañino es el dispositivo de poder tal como está, que resulta heredero de la democracia liberal-fiduciaria. Para impedir estructuralmente la posibilidad de «comprar» voluntades políticas y/o cargos, no basta con apelar a la ética individual, que por supuesto es indispensable en las izquierdas, sino concebir institutos, reglas de juego precisas que la eviten.

Mantener un estado de interés y participación ciudadana, requiere de partidos políticos con importante infraestructura y medios de interacción con la sociedad. Sólo a modo de ejemplo, precisa locales donde reunir militantes y realizar actividades, impresión de materiales gráficos, espacios de exposición en medios gráficos y audiovisuales, insumos informáticos para la organización y archivo de fuentes, personal que atienda esta infraestructura, etc. Se trata de recursos ingentes cuya propiedad se encuentra casi exclusivamente en manos del capital y su explotación es un negocio. Una precandidata en las próximas elecciones internas uruguayas me comentaba que, según el presupuesto que recibió de los canales privados de TV abierta, el costo de un minuto televisivo es de $ 30.000 (unos U$S 1.500). Se trata del triopolio cómplice de la dictadura y actual banalizador de la comunicación que resultó no sólo amnistiado por sus crímenes pasados, sino inclusive premiado por el presidente Mujica con una renovación automática de sus licencias de uso del éter público para realizar este tipo de negocios con «la política». Al tratarse a la vez de una candidata que se encuentra en una clara desigualdad de oportunidades ya que compite con un candidato reelegible con inocultables ventajas en materia del conocimiento por parte de la ciudadanía, de capacidad de difusión, de prestigio por el ejercicio pasado del poder, ¿cuántos centenares de miles de dólares debiera transferir a las arcas de las empresas televisivas para simplemente hacer conocer sus propuestas?

Pero además de los candidatos, ¿desde qué piso de igualdad se les garantiza difusión a los nuevos grupos políticos que pretenden insertarse en las competencias electorales y en la estructura política de un país? Si para la más mínima divulgación se requiere de recursos económicos para imprimir no sólo sus materiales sino hasta las boletas electorales que materializan su alternativa. En Uruguay, la sección segunda del capítulo II de la ley 18.485 establece en una serie de artículos que el Estado aportará a los gastos que demande la campaña sobre la base de un cálculo indexado de dinero por cada voto válido. Entretanto, que se arreglen. Es como decirle a un estudiante que se le otorgará una beca para ayudarlo en sus estudios cuyo valor dependerá de las calificaciones que obtenga en su carrera, cosa que ya se verá al final de la cursada. Mientras tanto, que vaya estudiando nomás.

No creo que el Estado deba otorgarle un solo peso para difusión a ningún partido, sino garantizar con sus propias imprentas y con el espacio público que concede en el éter a las radios y canales, difusión en términos paritarios a todos los grupos políticos independientemente de la cantidad de votos que cosechen. Si no, ese dinero va a parar a los empresarios de la comunicación y la gráfica, los que además, junto al Estado con este tipo de política que relaciona cantidad de votos con cantidad de dinero, reproducen las desigualdades de oportunidades. Desarrollar los institutos que garanticen igualdad y estimulen la creación de alternativas políticas, requerirá de otra nota.

Pero podemos adelantar que su ausencia, acrecienta la melosa caja negra de la que liban no sólo los grandes partidos, sino fundamentalmente el capital.

Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.