Retrato de Jesús, que en el 2011 hace de él el gran exegeta Gerd Lüdemann, especialista en los dos primeros siglos del cristianismo y luego de toda una vida de investigación honrada [1] . Jesús es hombre de campo. El sabor a pueblo marca su prédica, se habla del sembrador, de pastores y rebaños, […]
Retrato de Jesús, que en el 2011 hace de él el gran exegeta Gerd Lüdemann, especialista en los dos primeros siglos del cristianismo y luego de toda una vida de investigación honrada [1] .
Jesús es hombre de campo. El sabor a pueblo marca su prédica, se habla del sembrador, de pastores y rebaños, de pájaros revoloteando el cielo o de lirios en el campo. El diminuto grano de mostaza le sirve al pueblerino Jesús como imagen de la llegada cierta del reino de Dios -para los judíos de entonces la situación final futura y perfecta era que sólo e incuestionablemente Dios reinaría como rey.
Jesús creció con más de cinco hermanos en el pueblo galileo de Nazaret. Su lenguaje materno fue el arameo, pero no exclusivo, chapurreaba algo griego. Como la mayoría de sus coetáneos no sabía ni leer ni escribir. Trabajó de carpintero. En la sinagoga de su país aprendió partes de la Torá de memoria -no sólo muchos preceptos sino también historias atrayentes de los profetas milagreros Elías y Eliseo.
Una ojeada al apóstol Pablo, que nunca se encontró personalmente con Jesús, permite conocer los límites de Jesús. Pablo no provenía de pueblo, era urbanita. Sus cartas, escritas en un griego bastante tosco, reflejan la vida de ciudad. En ellas se hallan alusiones al derecho, al teatro, a competiciones. Jesús en cambio jamás vio un teatro o un circo. Jesús trabajó como carpintero en la ciudad de Séforis, a cinco kilómetros de Nazaret, marcada por la cultura griega. Por origen y formación ambos pertenecían a mundos distintos. Si ambos se hubiera encontrado, Pablo hubiera levantado los hombros y Jesús hubiera sacudido la cabeza ante las filigranas argumentativas de Pablo como diciendo «¡pero qué dice este tío!».
A pesar de todas las diferencias hay puntos fundamentales coincidentes entre ambos. Como judíos creían en un Dios, que hizo el cielo y la tierra y eligió a Israel como su pueblo. Ambos estaban seguros de que Jerusalén era el centro del mundo y que allí aparecería al final de los tiempos el «salvador»; aquí se encontraba el centro cultual del judaísmo, el templo. Al mismo tiempo ambos celebraban las grandes fiestas del ciclo del año, ordenadas por Dios: la Pascua, Pentecostés, la fiesta de los Tabernáculos. Jesús y Pablo compartían esta estructura de convicciones religiosas con la mayoría de judíos de su tiempo.
Jesús recibió un fuerte empujón de Juan el Bautista, que vivía en el desierto. Se sitúa dentro de una larga lista de profetas judíos de calamidades, que exhortaban a la conversión a la vista de la cercanía del «día del Señor». Al tiempo que unía su prédica con el anuncio de un perdón de pecados, que obtenía quien se dejaba bautizar por él, garantizándole que así podrían salvarse del eminente juicio final. Su anuncio corrió como el rayo y llevó a que muchos judíos se acercaran al Jordán, donde él bautizaba, entre otros acudió Jesús.
Los miembros de la aristocracia sacerdotal tenían razones para sentirse irritados por este tipo estrafalario del Jordán y sus seguidores. ¿Acaso no les había confiado Dios sólo a ellos el servicio en el templo, que concedía perdón de pecados y desagravio? Para los poderosos la cosa se volvió crítica cuando la prédica de Juan sobre el castigo pasó al campo político. El soberano Herodes Antipas se percató cuando Juan comenzó a censurar su matrimonio contrario a la Torá con una pariente. Y rápidamente mandó ejecutarle como revoltoso. No está claro el tiempo que Jesús anduvo en el entorno de Juan. Pero por la rivalidad, que aparece en los Evangelios entre los discípulos de ambos, evidencia que al poco de su bautismo Jesús emprendió su propio camino. Esta rotura se fundamenta en dos razones: a la larga a Jesús no le agradaba el talante ascético de Juan. Y además Jesús descubrió en sí mismo la capacidad para curar posesos. Esto consideró frente a sus discípulos como una prueba evidente de que entre ellos se estaba instaurando el reino de Dios, se estaba consumando la plena teocracia. Es el tono de Jesús: «Si expulso los demonios con el dedo de Dios es que el reino de Dios ha llegado a vosotros».
La capacidad milagrera de Jesús se extendió por Galilea. Los exorcismos, mediante los que curaba a los enfermos psíquicos, están muy atestiguados en el Nuevo Testamento. Enfermedades nerviosas y anímicas se atribuían por entonces a la posesión de demonios. A Satán se le consideraba el jefe de todos ellos. Según el propio testimonio de Jesús «le vio caer del cielo como un rayo». El triunfo sobre Satán, que los devotos judíos esperaban en un futuro, se hacía realidad en el entorno de Jesús. Jesús sanó a hombres, mujeres y niños y les arrebató -dicho de modo mitológico- del dominio de Satán, dejándole sin poder.
El reino de Dios se mostraba, según Jesús, no sólo en sus curaciones, ocurría también en su conciencia, convencido de que en el fin del mundo próximo un grupo de doce discípulos, elegidos por él y como representantes del «verdadero Israel», juzgaría al resto de Israel. Esperanza que no estaba unida en él con la creencia de que él, como Mesías o hijo del hombre, fuera el futuro salvador. Más bien lo que él pretendía era abrir el camino, abrir paso al reino de Dios.
La vida de Jesús en su fase decisiva estuvo marcada por la firme creencia de tener que explicar perfectamente la ley divina en nombre de Dios. En gran parte su interpretación de la Torá se percibía como agudización de la voluntad divina. Así prohibió la separación matrimonial aludiendo a la buena creación divina en el que hombre y mujer en el matrimonio se convierten inapelablemente en una sola carne. El mandamiento del amor lo aguza y perfila con la exigencia de amar al enemigo. Prohíbe el juramento. A veces redujo la Torá, y prácticamente anuló los preceptos sobre los alimentos. Pero todo esto que tenía visos de autonomía estaba fundamentado en teonomía. Jesús únicamente podía llevar a cabo estas interpretaciones libres y al mismo tiempo radicales de la ley porque pensaba haber recibido el poder de Dios, al que con afecto le llamaba «Abba» (=aita, papá).
Así que Jesús fue exorcista, intérprete de la ley y profeta del porvenir, pero al mismo tiempo fue también poeta y maestro de filosofía. Narró historias atrayentes de falsarios y vio en su aplicación realista de cada situación un modelo para sí y sus propios discípulos. La vida de Jesús en esta fase se asemejó a la de un héroe inmoral. Jesús no trabajaba, algo atípico para un maestro judío, y exigía a sus discípulos que hicieran lo mismo, que siguieran su ejemplo. Él mismo permitió que le mantuvieran sus fans y seguidores.
En sus narraciones intercalaba reglas de sensatez y cordura, propias más bien de filósofos. En las parábolas ilustraba y explicaba cómo Dios provocaría su reino, de modo suave y al mismo tiempo de manera irrevocable. Otras parábolas exponen de manera fulminante que Dios busca lo perdido. Jesús transmitió el comentario en vida que a menudo comió con putas y aduaneros y republicanos. A veces sus comparaciones adquirían tono amenazante. En el juicio final, inmediatamente antes del establecimiento de su reino, Dios destruirá a sus enemigos. Troca en felicidad y bienestar el destino de los pobres, hambrientos y llorosos como expone de manera evidente en las bienaventuranzas del sermón de la montaña.
Jesús tuvo éxito en Galilea. Fueron muchos los que simpatizaron con él. Y fue a Jerusalén para llamar al pueblo y a los dirigentes a la conversión. Cuando criticó abiertamente la situación reinante en el templo la dirección judía pensó que había traspasado la línea roja. Y lo que ahora sucedió no se puede comparar con las discusiones habidas en Galilea entre Jesús y sus críticos. La aristocracia local de Jerusalén calumnió y difamó a Jesús -quien sólo esperaba la instauración próxima del reino de Dios- de querer ser el rey político de Israel. Con lo que estaba decidido su destino, y Pilatos le hizo un proceso corto.
Pero tampoco se cumplió el sueño de Jesús del reino de Dios, su vida terminó en la cruz en un fiasco.
La gran mentira
Pero en lugar del reino de Dios vino la Iglesia. No mucho después del schock de Viernes santo los discípulos más cercanos afirmaron haber «visto» a Jesús; habría resucitado de entre los muertos y habría fundado su Iglesia sobre Pedro (=roca). Como hijo del hombre resucitado les dio algunas consignas personalmente. En adelante ya no fue punto central y básico la llegada del reino de Dios, en cambio aparece en primer plano el regreso de Jesús resucitado y su presencia misteriosa en las celebraciones del banquete. De repente Jesús reclamó títulos de dignidad, que en vida los había rechazado: se denominó «Señor», superior a todos los soberanos de la tierra, «Hijo del Hombre», que aparecería en el juicio final sobre las nubes del cielo, el «Ungido», que se sienta a la derecha del padre. Había nacido la doctrina dogmática sobre Cristo (la «Cristología»), que rebasó claramente toda pretensión de poder del Jesús histórico. Colocó a al Jesús histórico, que hacía distinción clara entre Dios y él, en los aledaños de Dios, colocó a los dos al mismo nivel y altura («yo y el padre somos uno»).
Jesús se sintió enviado sólo a los coetáneos judíos, a los judíos de su tiempo, pero el campo de visión y actuación de la Iglesia se extendió prodigiosamente. A la primigenia Iglesia, que hablaba arameo, se asociaron pronto judíos grecoparlantes -que jamás habían visto y conocido a Jesús- y portaron el mensaje cristiano a los paganos. El alumno más famoso y otrora perseguidor, el exfariseo Pablo, «vio» también, al igual que antes los discípulos más próximos a Jesús, al resucitado y se sintió llamado por éste. Este erudito judío dio un impulso determinante a la misión pagana, organizándola a gran escala y fundamentándola mediante escritos teológicos. Eslogan: La sagrada escritura de Israel es un libro plenamente cristiano, que anunció y pregonó de antemano la venida de Jesús y de la Iglesia.
Fue una tragedia el que el Jesús histórico fuera víctima de una intriga política en Jerusalén, pero aún mayor es el modo y la forma cómo los primeros cristianos falsificaron la predica del reino de Dios de Jesús para convertirla en doctrina de la fundación de la Iglesia por el «resucitado».
Y hasta el día de hoy han encontrado devotos que le sigan. La Iglesia ha fundamentado sus exigencias de poder y su doctrina en un Jesús mítico, en una cristología inventada, que nada tiene que ver con el Jesús histórico.
[1] Gerd Lüdemann, Wer war Jesus, ed. zu Klampen, Hannover 2011.
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