Leemos a Marx de los Manuscritos tratando el proceso de producción de necesidades en términos de una metáfora sexual, de una relación carnal intrínsecamente prostituida. La creación de necesidades requiere de un recorte de las que parecían primarias, más elementales, como la comida o el aire libre. El obrero regresa a la caverna, ya ni […]
Leemos a Marx de los Manuscritos tratando el proceso de producción de necesidades en términos de una metáfora sexual, de una relación carnal intrínsecamente prostituida. La creación de necesidades requiere de un recorte de las que parecían primarias, más elementales, como la comida o el aire libre. El obrero regresa a la caverna, ya ni siquiera sabe lo que es un aire libre de pestilencia. El irlandés de la época apenas si gana para patatas. Los Manuscritos muestran esta estremecedora muestra de la trastienda, impúdica para el burgués, quien «satisface sus necesidades» primero, viéndolas en el escaparate y luego, pagando por ellas, sin entrar en detalles acerca de la miseria incorporada a los bienes. La teoría ricardiana del producto como «trabajo acumulado» debía completarse con la teoría revolucionaria que ve el producto y el servicio como «miseria y muerte acumuladas». Esta visión es escandalosa hoy en día incluso para el obrero endulzado por la propaganda y la satisfacción consumista. El capitalismo contenía en sí la semilla para que el consumo conociera expansión y arborización en el campo del «consumo de trabajadores», de enorme extensión en el primer mundo. Los reyes magos de la historia le han traído al proletario unas subidas salariales que, en realidad, permiten el gasto necesariamente inyectable al sistema para que el mercado funcione, para que los ciclos se renueven. Los reyes magos de Occidente han dejado muchos, superabundantes regalos. Cachivaches creados por otros productores como éste, uno cualquiera, convertido en consumidor, facilitando de esta manera que él y otros análogos suyos, sigan dando vueltas y más vueltas a una noria de consumo-producción, creando cachivaches cuya única utilidad objetiva es la de atrapar a estas masas enormes de personas en un trabajo que carece del más mínimo sentido salvo condenarse a sí mismas y a sus vástagos.
No sirve ninguna teoría abstracta de la superestructura, en el contexto de estas ruedas destructoras de humanidad, que han suplido la producción de comodidades. Esta superestructura no es más que una configuración de fuerzas sociales, de grupos constituidos a muy diverso nivel. La estructura también cambia en el tiempo, y ese cambio des-ajustado es el materialismo histórico: el estudio de una «evolución» de las sociedades, tomando como firme asidero el estudio de los cambios estructurales. Pero ¿y el estado? El gobierno y el aparato que de él depende es el principal agente productor de mercancía ideológica desde los inicios del siglo XX. Antaño, para los liberales, el estado podía ser considerado el guardián nocturno (más bien imaginariamente, ya que siempre fue más que esto). Hoy, el estado ejerce funciones positivas, no sólo las meramente negativas del estilo de la represión policial y militar, los tribunales, etc. La funciones positivas lasentendemos no en un sentido moral sino, digamos, en la acepción de «actividad creadora», y son, de día en día, las más relevantes. El estado crea, produce sus modas, fomenta creencias, dirige la masa, incluso la agita para que salga de su sopor (¿qué son las campañas electorales salvo agitación institucional?). Para Gramsci, la escuela cumplía esa principal función «positiva» dentro de la vida del estado. En un sentido especial, el estado moderno crea las clases de hombres –incluyendo las desigualdades entre ellos –que en cada momento histórico se precisan. Hoy, cuando los pedagogos como clase funcionarial reclaman –metafísicamente– que la vida social entera sea un intercambio de procesos educativos a múltiples niveles –asociaciones, sindicatos, clubes, ayuntamientos, etc.– están expresando a su manera un deseo que desborda el interés meramente gremial: están solicitando más ayuda del estado para poder emprender esas tareas con más eficacia, con mayor esfuerzo totalizador — lo cual representa salirse fuera de los muros de la escuela. Esa es la tarea que la instancia estatal encomienda a sus funcionarios: ejercer la hegemonía. Hegemonía, en el sentido gramsciano, la hubo siempre. Los burgueses, pretendieron absorber a las otras clases sociales incluyendo aquí el sentido progresista de «subir el nivel de vida», de todos, o de la mayoría. Su horizonte era convertir a todos en burgueses.
No obstante, el «nivel de vida» es el concepto más relativo que jamás se haya inventado, lo que nos permite discutir seriamente si en realidad se trata de un concepto. Escribe Marx, en Trabajo asalariado y capital
«…aunque los goces del obrero hayan aumentado, la satisfacción que producen ahora es menor, comparada con los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero, y con el nivel de desarrollo de la sociedad en general. Nuestras necesidades y nuestros goces tienen su fuente en la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social, siempre son relativos».
Frente a ese relativismo de goces y necesidades, tenemos el falso biologicismo. Es admirable que los obreros europeos tengan coche, que gasten gran parte de su sueldo en artículos de consumo, inunden con su presencia los grandes almacenes; es maravilloso que puedan pedir créditos para un piso con luz, agua corriente; un milagro que perciban un subsidio cuando el patrón les echa a la calle. Todo esto es fantástico. Fantástico ¿respecto a qué? ¿Respecto a los obreros de los tiempos de Marx y Engels? Si así es, debemos creer en el progreso, al menos en un puñado de países tomados como referencia más o menos arbitraria. Pero ¿está menos explotado el obrero que engorda y se deja atrapar por los créditos para la casa y el coche, con respecto del patrón o de los accionistas que compran su fuerza de trabajo, esto es que usurpan esa parte de su persona? Esta sigue siendo la cuestión esencial, el «respecto de», o sea, la cuestión relativa o relacional, la que concierne a capitalistas y obreros como clases entre las que median vinculaciones asimétricas en cada fase histórica concreta del capitalismo. Pero, a parte de la cuestión relativa (que en auténtica dialéctica conlleva la cuestión absoluta), está la cuestión esencial. ¿Sigue siendo racional, y por tanto legítimo en su sentido más radical, que ese tiempo de trabajo, que esas fuerzas de trabajo vivan usurpadas por el capital? ¿Cómo sepultar el marxismo, cuando el problema que lo ha engendrado aún no ha prescrito?. El problema de la vida social, de la historia toda, sigue siendo la explotación de esas masas de hombres entregadas al trabajo, sea éste manual o sea trabajo de «cuello blanco», esté o no regulado por convenios. No se pueden abandonar las terapias cuando la enfermedad más grave persiste, y se realimenta en cada nueva fase por unos canales insospechados, imprevisibles –en buena medida– en las fases precedentes.
Por otro lado, cabe advertir la separación entre el mundo de la producción, por un lado, y el mundo opaco –sobre todo para los economistas– de enormes masas de jóvenes y de otros marginados, por el otro haz. Una separación tal hace que la categoría «proletariado» se muestre excesivamente estrecha en los análisis actuales. Este proletariado podrá ser explotado en tal grado o en tal otro, según el precio de su mercancía, el trabajo, en esta o aquella rama de la producción, dadas unas determinadas capacitaciones técnicas. En este sentido, las «aristocracias obreras» han proliferado. Muchos trabajadores se han aburguesado notablemente en cuanto a sus conformaciones ideológicas y en cuanto a su actitud refractaria a cualquier género de revolución. Pero por otro lado, la categoría de «proletariado» es enormemente ancha, y se amplía en cantidad y en géneros diferentes de personas que abarca, pues el número de los explotados (en grados diversos) junto con el de los excluidos de la explotación es inmenso.