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¿Quién teme a los top manta?

Fuentes: Público

Desde hace años, se ha venido generando una singular saña punitiva contra los vendedores ambulantes de películas, música y otros productos copiados o imitados. Centenares de ellos, de hecho, han ido a parar a la cárcel o han sido expulsados del país a resultas de la reforma del Código Penal de 2003, que califica su […]

Desde hace años, se ha venido generando una singular saña punitiva contra los vendedores ambulantes de películas, música y otros productos copiados o imitados. Centenares de ellos, de hecho, han ido a parar a la cárcel o han sido expulsados del país a resultas de la reforma del Código Penal de 2003, que califica su actividad como un delito merecedor de hasta dos años de privación de libertad. Diversos colectivos y organizaciones sociales han protestado contra esta situación, levantando una pregunta elemental: ¿qué hay detrás de esta severa reacción penal? ¿ A qué viene tanto encono contra los manteros?

A simple vista, aparecen varios argumentos, claramente vinculados entre sí. El primero tiene que ver con la especial contundencia que el ordenamiento exhibe frente a cualquier actividad que pretenda cuestionar el carácter absoluto de la propiedad privada intelectual. Se está, en efecto, ante un derecho hiperprotegido. A veces de manera formal, mediante instrumentos como el Código Penal, el controvertido canon compensatorio o las diferentes técnicas previstas en la ley de propiedad intelectual. Pero también de manera informal, como en los esperpénticos anuncios oficiales difundidos en cines y televisión en los que la descarga de música o películas de Internet queda equiparada a una acción peligrosa de alta delincuencia.

Teóricamente, el objetivo de estas normas y de esta propaganda es proteger los derechos de los autores, artistas y pequeños empresarios de la cultura. En la práctica, sin embargo, sus principales beneficiarios suelen ser, sobre todo, los grandes oligopolios que controlan el mercado de la música o el cine. Estos grupos, que con frecuencia representan un grave obstáculo al ejercicio libre y generalizado del derecho a la cultura, apenas resultan dañados por la actividad de los manteros. Es falso, en efecto, que la venta callejera de música o películas copiadas desvíe de manera significativa la demanda de esos productos en el mercado legal. Los manteros no engañan a sus compradores, que saben que los artículos no son originales sino burdas imitaciones no autorizadas. El perjuicio que produce a las discográficas o a las grandes distribuidoras suele ser, en consecuencia, irrelevante. O en todo caso, menor que las miles de descargas para uso privado que tienen lugar diariamente y que, al menos todavía, no merecen ningún reproche penal. En realidad, la venta de discos compactos u otros productos extendidos sobre una manta suele ser una actividad cotidiana, socialmente admitida, en las proximidades de los mercadillos, del metro y de otros espacios públicos de muchas ciudades españolas. Una actividad que no genera la alarma atribuida a otras como los robos con intimidación, cuya sanción puede ser menor. Su problema es otro: que incide en un derecho intocable que se ha convertido en fuente de innumerables privilegios y que dista de cumplir la «función social» que la Constitución encomienda al derecho de propiedad.

¿Qué se busca, por tanto, con la sanción penal? No, desde luego, «resocializar» a los manteros o «reintegrarlos» a la sociedad. Más bien se trata de enviar un mensaje simbólico acerca del férreo blindaje que rodea al derecho de propiedad intelectual y cumplir, de paso, con otros objetivos. El más evidente, «limpiar» las calles y establecer en ellas un ambiente de orden que excluya, por ejemplo, cualquier tipo de práctica informal de supervivencia. Este ha sido el sentido de numerosas políticas de «tolerancia cero» que han proliferado en los últimos años en diferentes ciudades españolas, de Sevilla y Madrid a Barcelona. En nombre del civismo, se imponen sanciones desproporcionadas contra colectivos considerados desviados e indeseables, que resultan así condenados a una situación de abierta vulnerabilidad. Los manteros, migrantes pobres en su mayoría, encajan perfectamente en este perfil. Pero no son los únicos, como bien muestra la reciente ordenanza municipal del Ayuntamiento de Madrid que prevé multas de hasta 750 euros para quienes rebusquen en la basura. Estas políticas represivas, que permiten encarcelar e incluso expulsar del país a quienes venden, como medio desesperado para ganarse la vida, copias de obras artísticas sin autorización, vulneran cualquier comprensión garantista del principio constitucional de proporcionalidad y de intervención penal mínima. Especialmente en un país en el que obtener un permiso de trabajo en el mercado formal se ha convertido en una odisea que muy pocos consiguen superar.

En ausencia de empleos dignos y de una red sólida de seguridad social, la supervivencia en la ciudad, más que una opción, ha pasado a convertirse en un imperativo ineludible para miles de personas. Por eso la respuesta que ofrece el Código Penal, además de reprochable en términos morales y jurídicos, se presenta como altamente ineficaz. En un contexto de crisis como el actual, tratar a los vendedores ambulantes como peligrosos delincuentes es una manera tosca de negar su existencia y su condición. Esta ceguera degrada a la propia sociedad con la que conviven, y resulta todavía más sangrante cuando detrás de la penalización anida, más que el ánimo de proteger derechos generalizables, la abierta connivencia con privilegios de mercado excluyentes e insostenibles. Al criminalizar a los manteros no sólo se criminaliza la pobreza: también se elude una discusión de fondo, no demagógica, acerca de las causas reales, económicas y políticas, de la inseguridad y del desorden en nuestras ciudades.

Gerardo Pisarello es Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona