John Patrick Shanley es autor de la obra de teatro en la que está inspirada la película que ha dirigido y de la que él mismo, si no ando errado, es guionista: Doubt (La duda). No estoy convencido de que JPS sea, hasta ahora, un destacable director de cine aunque probablemente pueda ser «un gran […]
John Patrick Shanley es autor de la obra de teatro en la que está inspirada la película que ha dirigido y de la que él mismo, si no ando errado, es guionista: Doubt (La duda).
No estoy convencido de que JPS sea, hasta ahora, un destacable director de cine aunque probablemente pueda ser «un gran hombre de teatro» y un magnífico director de (grandes) actores. Encuadres pretenciosos y reiterados nada conseguidos, escenas innecesarias, la misma forma en que hace aparecer por vez primera a la protagonista, el abuso de las tomas de altura y de la música «emocionante», me hacen pensar que no estoy totalmente extraviado en mi apreciación.
Dudo sin comprobación, no se lo oculto, que la obra de teatro tenga el mismo final que tiene su película. Aunque así sea, no consigo convencerme, por mucho que lo intente, de las dudas finales de una monja católica de extrema derecha, magníficamente interpretada por Meryl Streep, hecha hasta ese momento de una pieza metálica y de un solo registro férreo. Me temo que la escena final está pensada para un último lucimiento «deslumbrante» de Streep y para intentar conmover al espectador, con truco de fácil localización y sin apenas eficacia. Las caídas reales, creíbles, en la incertidumbre político-moral no suelen tener esa trayectoria tan uniformemente acelerada y sacudidas tan volcánicas.
Injustamente, lo admito, no me detendré en la actuación de Philip Seymour Hoffman, quien, en mi opinión, no sólo es en estos momentos uno de los mejores actores norteamericanos sino que casi es un Jack Lemmon al que quizá, puestos a ser exigentes, le falte algún registro humorístico. Y quizás por ahora, sólo por ahora (Por lo demás, poco importa en la película la veracidad o no de la acusación a la que es sometido el sacerdote que interpreta. La cuestión moral en discusión reside más bien es la mism acusación y en los materiales con que se construye).
Pero no importa en absoluto, nada de lo anterior es esencial. Lo esencial, en toda acepción razonable del término no ausente de definiciones consistentes, son quince minutos, los quince minutos en los que aparece en escena Viola Davis, la actriz que interpreta la madre afroamericana de un estudiante afroamericano del colegio privado católico que dirige, con puño de hierro y ortodoxia sin pliegues, la monta interpretada por Meryl Streep.
Desde ese mismo instante, desde el mismo momento en que Miss Viola Davis aparece -es la única vez que sucede en toda la película- en un larga escena que transcurre en dos únicos escenarios, el despacho de la monja-directora y el camino que conduce a la fábrica donde ese madre trabaja limpiando despachos, lavabos y pasillos, todo queda en suspensión, todo pierde consistencia: sólo ella, y lo que ella representa, tiene existencia real, tangible, veracidad óntica si qureemos decirlo así. Incluso la Streep desaparece momentáneamente de la pantalla y se sitúa fuera de nuestro campo visual, y el cuerpo, la cabeza y el alma del espectador/a quedan suspendidos en el aire y toda su probable solidez se desvanece porque tiene ante sí, en la mejor versión del materialismo que pueda concebirse -no contarse historias cuando no toca contarse historias-, la realidad esencial de la lucha de clases vista y contada desde abajo, desde la sangrante perspectiva de los perdedores, una secular lucha despiadada de los poderosos contra los desposeídos, los explotados, los empobrecidos, lucha desalmada que vertebra, se quiera o no, se diga o se oculte, se niegue o no, se acepte a regañadientes o sólo en discursos de consumo interno, el noventa cuando no el noventa y cinco o el noventa y nueve por cien de esas vidas, de nuestras vidas.
Esa mujer, trabajadora, negra, que ama a su hijo como solemos amar a nuestros hijos o a los jóvenes que sufren, que lleva a su hijo homosexual a un colegio católico para protegerlo de risas, incomprensiones y persecuciones de otros colegios, que sabe que su marido, obrero, negro como ella, no soporta, no puede aceptar la homosexualidad de su hijo, dice con su voz, con su alma, con su llanto contenido, con su mismo cuerpo, con la forma en que mira, con su coraje, con un amor desmedido por un hijo al que quiere cuidar y no sobreproteger, con sus sabias palabras, con su realismo político, social, cultural, lo que todos sabemos y que solemos olvidar: que los pobres, que las personas a las que solemos empobrecer, que los desposeídos, que los que no viven porque no quieren o porque no pueden vivir en marcos establecidos, no tienen apenas donde escoger y tienen que conformarse con lo que acaso no sea el mejor de los mundos posibles, pero cuanto menos es un mundo, una existencia donde, por lo demás, alguien alma y alguien es amado, donde existe un mínimo de comprensión y de reconocimiento -no sólo de palabra sino también de hechos- de la situación del otro. En síntesis, una madre roja y enrojecida que no tiene tiempo para militar, ni para leer, ni incluso para reflexionar con calma, pero que piensa magníficamente bien, toca la realidad que debe tocar y conoce muy bien la situación de los suyos y, especialmente, de lo más marginados entre los suyos. Sin ensoñaciones: no tienen cabida, no tienen lugar en su lugar.
Si me permiten un apunte final acaso excesivamente biográfico, después de recomendarles sin vacilación la visión de esos quince minutos de cine de clase en estado puro, mi madre durante años se levantó a las 3h45 de la madrugada. Fregaba de 4 a 8 de la mañana los lavabos de una fábrica cercana a la casa donde vivíamos, fábrica en cuya cadena trabajaba a continuación desde las 8 hasta las 2 del mediodía colocando las puertas de los frigoríficos. Durante unos diez años, ni más ni menos, la séptima parte de su vida. No les hablo de su salario, ya se lo imaginan. No les diré que era infeliz. La recuerdo bien cuando algunas mañanas, escapándose de la fábrica, venía a casa con su consuegra y con la madre de un amigo mío de colegio. Tres obreras relativamente jóvenes, de unos cuarenta años, pasándoselo en grande, desayunando, hablando entre ellas, riendo sin miedo y contándose sus cosas. Mi madre no militó nunca, no leyó ningún tratado político, apenas sabía leer, me escuchaba años más tarde con paciencia mientras yo le explicaba entusiasmado las diferencias entre el marxismo leninismo y el troskismo y la importancia de la revolución ininterrumpida o las tesis de Sacristán sobre la división social del trabajo y la universidad y la aplicación de sus posiciones a nuestra situación familiar y de clase. Como me explicaba muy mal, ella no lograba entender. No lo necesitaba. Como esa madre afroamericana, como esa mujer interpretada por Miss Viola Davis de forma impecable, era roja en el mejor sentido en que uno o una pueda serlo: sin esfuerzo, saliéndote de dentro: siendo aquello que ya eres: un ciudadano, una ciudadana en su caso, que no estaba dispuesta a comulgar ni a transigir con una injusticia mortífera e injustificable ni a permitir que los amos del mundo hagan estallar en mil pedazos nuestra bondad y felicidad.